Este tríptico, debidamente articulado, representa uno de los puntales del Estado de derecho. La ley se sitúa en el panel central y la Fiscalía y el Gobierno en las tablillas laterales. Si permanece abierto y expuesto a la visión y a la crítica de los observadores, se podrá valorar y comprobar si su diseño refleja la estética y la armonía imprescindible para mantener la paz social y el buen funcionamiento de las instituciones. En una sociedad democrática, la paz social solo puede alcanzarse mediante el exacto y preciso cumplimiento de la ley y el derecho. El panel central, en el que se refleja la ley, es el eje sobre el que se engarzan la actuación del Gobierno y de la Fiscalía.

La ley, según el preámbulo de nuestra Constitución, es la expresión de la voluntad popular. No por ello puede considerarse como una tabla rígida y fosilizada, sin más fuerza legitimadora que la literalidad de su texto. Sobre ella se colocan los principios y valores fundamentales de una sociedad democrática reflejados en el respeto a la dignidad de la persona humana y de los derechos fundamentales que les son inherentes. Por ello a nadie debe extrañar que la ley, no sólo sea objeto de análisis, estudios y sometida a críticas, sino que pueda ser declarada nula por el Tribunal Constitucional, si estima que no se ajusta a los principios y valores superiores consagrados por la Constitución.

Ha recordado el Tribunal Constitucional que, la legitimidad constitucional de las leyes obedece a parámetros que pueden ser modificados por el procedimiento previsto, según la naturaleza y contenido de cada norma examinada. Pero una vez que ha superado el control o el test de su constitucionalidad, su vigencia y su aplicación, depende de varios factores como la claridad de su texto y la posibilidad de encontrar interpretaciones que modulen aquellas de sus disposiciones o mandatos que pudieran resultar inadecuados y desajustados para su aplicación a cada caso concreto.

En esta tarea participan de forma preferente el Ministerio Fiscal, aunque la última palabra la tendrán los jueces en sus decisiones. Las funciones del fiscal están claramente especificadas en el texto constitucional, que le encomienda   la misión de promover la acción de la justicia, en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley, así como velar por la independencia de los tribunales y procurar ante estos la satisfacción del interés social. Difícilmente se puede encontrar en otras instituciones del Estado un compendio de obligaciones y facultades constitucionales con tanta repercusión e incidencia sobre la convivencia, la estabilidad de los poderes públicos y el bienestar de los ciudadanos.

La figura del fiscal como pieza angular del proceso penal y ahora, cada vez más protagonista en determinados asuntos encomendados a otras jurisdicciones, ha sido objeto de controversias y debates inevitables, porque realmente su doble posición de garante de la legalidad y de sumisión al principio de jerarquía que emana del fiscal general del Estado, nombrado por el Gobierno, provoca que, el desempeño de sus funciones sea  sometido siempre a una tensión que hace difícil su equilibrio y la admisión pacífica y sin controversia de su decisiones. La lupa de la opinión pública y el oportunismo de los partidos políticos han convertido su actuación en arma arrojadiza contra determinadas políticas del Gobierno. Ciertamente los políticos no han contribuido con su obligado respeto a la normalidad institucional a configurar una institución al servicio de la legalidad por encima de cualquier instrucción o sesgo partidista. Frecuentemente hemos escuchado desde la tribuna de oradores del Congreso de los Diputados a políticos de todo signo solicitar al Gobierno de turno que ordenase al fiscal adoptar una determinada posición, normalmente, en un asunto penal.

La defensa de la legalidad en una sociedad democrática es sustancial para su supervivencia y por eso el Ministerio Fiscal tiene que estar estructurado de manera que nada se interfiera en sus tareas y en su autonomía funcional. Es cierto que el principio de jerarquía y de unidad de actuación, así como el nombramiento por el Gobierno del fiscal general del Estado, sin posibilidad de un control efectivo por otras instituciones, le envuelve en una sombra de sospecha que siempre estará sobrevolando sobre sus actuaciones. Esta situación contradictoria tiene una solución, en el mismo texto constitucional, que recoge los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica, si bien es rotundo al proclamar que actuará: “con sujeción, en todo caso, a los de legalidad e imparcialidad”

El Estatuto orgánico que regula el funcionamiento del Ministerio Fiscal abre espacios interesantes para poder ampliar lo que algunos quisieran que fuera una rígida institución jerárquica con una disciplina cuasi militar. Abre la posibilidad, al fiscal discrepante, de solicitar por escrito una determinada orientación o actuación y en todo caso, si se tratase de un juicio oral, expresar verbalmente, sin perjuicio de mantener la tesis que le ha sido impuesta, cúal debería ser según su criterio la interpretación y el sentido de la decisión que se solicita de los tribunales.

Muchas veces la realidad, o las tergiversadas informaciones de algunos medios de comunicación, cuestionan sus decisiones y ponen su acento en la subordinación de la Fiscalía a los intereses del Gobierno.  Las suspicacias se desvanecerían si se profundizase, sin prejuicios, en la regulación de su funcionamiento. El Estatuto orgánico permite al Gobierno “interesar del fiscal general del Estado que promueva ante los Tribunales las actuaciones pertinentes en orden a la defensa del interés público”. Debe hacerlo siempre que pueda ser útil o provechoso. El fiscal general del Estado tiene la última palabra, pero deberá convocar y escuchar a la cúpula de la Fiscalía.

Desde el Gobierno y otras instancias políticas, nacionales e internacionales, se considera positivo para distender la conflictividad actual, que aplicando exclusivamente la legalidad, se acuerde la libertad provisional de los políticos catalanes. Existen razones de legalidad constitucional, de interés público y de defensa de derechos fundamentales que aconsejan que el Ministerio Fiscal asuma esta posición

La conjugación de la ley, cuya defensa está encomendada al Ministerio Fiscal con los criterios de interpretación que sostiene la mayoría de los estamentos especializados en el estudio del derecho penal, y las decisiones de los jueces de países como Bélgica o Alemania, que serían refrendadas,  si no se hubiera retirado la euroorden, en Escocia y en Suiza, nos obliga a  todos a meditar, con racionalidad y sin ninguna carga visceral, si es posible, antes de que se dicte una sentencia definitiva y firme, y a inclinarnos por el valor superior de la libertad consagrado reiteradamente por el Tribunal Constitucional.

Al permanente tema catalán se ha unido, en estos momentos, la cuestión del máster del presidente del Partido Popular. Son dos piedras de toque. La primera de gran calado, como la querella formulada contra los diputados políticos y líderes sociales del movimiento catalanista independiente, y la segunda, no menos complicada, meramente coyuntural, como la que ha suscitado su reciente dictamen sobre los posibles delitos cometidos en la concesión del máster a Pablo Casado. 

En relación con el máster del presidente del Partido Popular, cualquier lector desapasionado puede comparar la minuciosa exposición razonada que la juez que llevaba la investigación elevó al Tribunal Supremo, con la contestación del Ministerio Fiscal, vacía de argumentos jurídicos de fondo y con expresiones desconsideradas e incluso despectivas.        

¿Puede el Gobierno interesar del Ministerio Fiscal el estudio y la posibilidad legal de solicitar del Tribunal Supremo la libertad provisional de los políticos catalanes? ¿Debe el Ministerio Fiscal solicitar que, antes de tomar una resolución definitiva y fundada en derecho, el señor Pablo Casado entregue a los jueces el trabajo que dice haber realizado?

Las preguntas son fáciles de contestar: pueden y deben.

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José Antonio Martín Pallín es magistrado emérito del Tribunal Supremo. Ha sido Fiscal del Tribunal Supremo. Comisionado español de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra). Director del Departamento Penal de Lifeabogados.