Con los ojos del sueño, con los oídos de la niebla, se escucha la leyenda que cuentan los niños que no quieren crecer; que no quisieron nacer siquiera.  

Pero, ante todo, yo nací muerto. No quise vivir. Imaginaos una burbuja blanca que no quiere vivir. Como si la hubieran atestado de cuadros de Chagall...

Una burbuja blanca como una luna; una luna como una placenta azul; y adentro un niño tocando un violín, bailando con una golondrina, cantando mientras duerme: atestado de sueños de Chagall.

...La pincharon con alfileres, la metieron en un cubo de agua. Al final se queja con un leve piar.

Pero, cuando llegó a este mundo, el pequeño Marc Chagall (éste que nació “muy niñín”, “muy pequeñito”, como César Vallejo), no vio a nadie conocido. ¿Cómo era posible? Nació muy pequeño, muy recién nacido, el pequeño Chagall. Y, pero, ¿dónde estaban la luna, el diablo, el gallo bueno, el arlequín? (“Realmente: ¿cómo he podido nacer aquí? ¿Cómo puede uno respirar en este lugar?”) Nació, en el año que los hombres llaman 1887, en un lugar muy lejano, muy lejano de cualquier parte, llamado Vitebsk. Era una ciudad pequeña de la gran Rusia con “iglesias, vallas, tiendas, sinagogas sencillas y eternas, como los edificios de los frescos de Giotto”; donde la gente, los mayores, tenían siempre mucha vergüenza, mucho miedo, muchas veces hambre.

Su padre era un señor que parecía aún más lejos, más lejos incluso que su pueblo mismo de sí mismo; que le parecía siempre “misterioso y triste. Siempre cansado, preocupado”. Era obrero y judío. Y cuando regresaba a casa, alto y flaco, “la noche entraba con él”:

¿Habéis visto alguna vez en las pinturas florentinas a uno de esos personajes con la barba jamás afeitada, los ojos marrones y a la vez color ceniza, y la tez de barro cocido y recubierta de pliegues y de arrugas?
Es mi padre... (¡Perdóname, mi pequeño papá!)

“Te acuerdas, te hice un boceto –le pregunta sin preguntar el pequeño Chagall de 34 años, escribiendo, a su pequeño papá, cuando su papá ya está más lejos aún, dormidito en el cementerio–. Tu retrato debiera de haber provocado el efecto de una vela, que se enciende y que se apaga al  mismo tiempo. Su olor: el del sueño”.

También tuvo una mamá, el pequeño Chagall: una mamá pequeñita que “aún creció después de casarse” con su padre (¡que quizás nació con él, al mismo tiempo que el pequeño Chagall!). “Hijo mío, habla conmigo”, le decía –o le dice ahora, cuando ya está muerta, con 34 años el pequeño Chagall.

Yo soy un niño y mamá es una reina. ¿De qué podemos hablar? Se enfada, golpea con más frecuencia la mesa con el dedo. Y la casa se cubre de un velo de tristeza... Quisiera decir que es en ella, en alguna parte, donde se escondía mi talento, que a través de ella se me transmitía todo, excepto su espíritu.

Así, de noche, cuando la mamá cerraba la tienda que tenían, los niños todos regresaban (fueron nueve en total: él era el mayor) y el papá se dormía sobre la mesa, “la lámpara descansaba y las sillas se aburrían”. Y ya no sabían entonces “dónde estaba el cielo”, de lo silencioso que quedaba todo:   

“No digo nada del cielo, de las estrellas de mi infancia. Son mis estrellas, mis dulces estrellas; me acompañan al colegio y me esperan en la calle hasta que vuelva. Pobres, perdonadme. ¡Os he dejado solas a una altura tan vertiginosa! ¡Mi ciudad triste y alegre! De niño te observaba desde nuestro umbral, pueril. A mis ojos de niño te muestras luminosa. Cuando el tabique me molestaba, me subía a un pequeño pilón. Si aun así no conseguía verte, subía hasta el tejado. ¿Por qué no? Mi abuelo también subía.

(Por qué no. Por qué no seguir mirando el mundo con los ojos con que todo puede mostrarse luminoso: también la pena, también la soledad; incluso la barbarie. La fantasía, el sueño, andando, andando valiente de la mano del frío, de las pesadillas del frío, de la Realidad; ese general mayúsculo, como un rostro adulto con barba que castiga. Afuera, adentro, la congoja; adentro, más adentro, el pequeño Chagall soñando con salones sumergidos, parejas que vuelan bailando, zíngaras rojas tocando el violín sobre la madrugada dormida y azul del extraño lugar en que nació: detrás de la ventana, la noche; detrás de la casa, “el vacío, los espíritus”).

Una vez, en el establo, su abuelo, del que “sólo Rembrandt hubiera sabido lo que pensaba”, su abuelito hundió un cuchillo en la garganta de una vaca barriguda. “Sangre a raudales”... Pero “tú, vaquita, desnuda y crucificada, en los cielos, sueñas. La cuchilla reluciente te ha elevado por los aires”. También tenía varias tías: Moussia, Gouttja, Chaja: “Con alas de ángel, volarían a través del mercado, por encima de los cestos de bayas, de peras y de grosellas. La gente las mira y pregunta: ¿Quiénes son ésas que vuelan?”

Sus tías vuelan por los aires, sobre el mercado; la vaca sueña por el cielo; el abuelo sube al tejado y come naranjas, para mirar la ciudad que él quiere ver desde lo más alto, cuando arde alguna casa, cuando algún muerto no quiere morirse y acuden todos los vecinos a la casa, a llorar con el muerto mientras se muere, a rezar con su mujer. Y a veces, en la noche, la mamá de Chagall sueña con algún muerto suyo, y entonces los pequeños enferman:

Frío de invierno. La casa duerme. De pronto, por la calle, la figura de la difunta abuela Chana cierra con estrépito el pequeño ventanal y dice: “Hija mía, ¿por qué dejas la ventana abierta con el frío que hace?”. U, otro día, un viejo, vestido todo de blanco, del otro mundo, llega a casa, un tío mío con barba larga. Una vez dentro, se queda de pie, pide limosna. Le doy un trozo de pan. Sin decir nada, le pega un golpe. El pan se cae. “Chazia –decía mi madre al despertarse–, te lo suplico, ve a ver a los niños”. Era así como caíamos enfermos.

Pero no pasaba hambre, el pequeño Chagall: comía mucho pan con mantequilla. Correteaba de aquí para allá, y soñaba. También cantaba en la sinagoga, y al ver que la gente sonreía, pensaba: “Cantaré, seré cantor...”. O tocaba el violín de otro violinista que vivía en su patio, y aunque apenas sabía agarrarlo, éste le decía: “Admirable”, y entonces él pensaba: “Seré violinista, entraré en el conservatorio...”. Sus vecinas le invitaban a bailar, y no lo hacía mal; pensaba entonces: “Seré bailarín, entraré...”. Hacía versos también, día y noche. Le decían que eran buenos. Pensaba: “Seré poeta, entraré...” (¿dónde?).

Pero los años pasaban y “había que empezar a imitar a otros, a parecerse a ellos...”. Se sentía, el mayor pequeño de los Chagall, “avanzando hacia umbrales desconocidos”. Tenía miedo. Miedo de ser mayor. “Miedo de padecer todos los síntomas del hombre adulto”. A veces, lloraba al atardecer, “como si me pegaran, o me hubieran anunciado la muerte de mis padres”.

Empezó a tartamudear. Porque no era ya capaz de hablar con el idioma del sueño en la pizarra, en el pupitre. Se perdía en la traducción, el pequeño Chagall, al tratar de hablar de caballos verdes, de ángeles verdes y trovadores tan altos como un jarrón de amapolas.  

Pero un día, en quinto curso, en clase de dibujo, el dibujo de otro niño (que le caía mal; se metía con él siempre), le empujó, con cierta alegría furiosa, a la biblioteca, a tomar un retrato de Rubenstein, el compositor, y copiarlo, para demostrar que él lo hacía mejor... “Pero una palabra tan fantástica, literaria, una palabra como llegada de otro mundo, la palabra artista, sí que, a lo mejor, la había oído, pero en mi ciudad nadie la había pronunciado jamás...”:

Un día vino a visitarme un amigo. Se había fijado en mis dibujos, que colgaban en la pared. Me dijo: “Oye, ¿tú eres un artista de verdad?”... Pero ¿qué es esto de ser artista? ¿Quién es artista? ¿Es posible que yo... yo también...?

Entonces, el pequeño Chagall recordó una pancarta, parecida a la que colgaba en cualquier tienda del extraño lugar en que nació: Escuela de pintura y dibujo del pintor Pènne.

(Y por qué no. Por qué no él también: este niño que tuvo el coraje de no dejar de serlo nunca; de ir en cueros, en carne viva la inocencia, el resto de su vida; que por eso podía escribir, a los 34 años, como si tuviera tres: escribiendo como pintaba y pintando como veía. Atreviéndose a seguir mirándolo todo a la altura del niño que nació tan pequeño, alumbrando con candil azul ese mundo donde todo, hasta un Cristo crucificado, palpita como un planeta recién nacido, como una canción de cuna. Por qué no pintar de azul canción de cuna la persecución de su pueblo, el cataclismo de la guerra, la devastación, el exilio, la orfandad sin orillas, las tumbas sin lápidas de sus papás y de sus hermanitos muertos que no se morían nunca.)

Un hermoso día, “(aunque todos los días son hermosos)”,

mientras mi madre metía el pan en el horno, me acerqué a ella, que tenía la pala en la mano, y, cogiéndole el codo manchado de harina, le dije: “Mamá, me gustaría ser pintor”.

Días más tarde, en el estudio del señor Pènne, su madre, intimidada, bajita, pobre, mirando todas aquellas telas:

–Hijo mío... ya lo ves; nunca podrás hacer esto. Regresemos a casa.

–¡Esperemos, mamá!
(Pequeña mamá, quiso decir)

Llegó el pintor al fin, el profesor. “¿Qué desean?” “Mire, yo no sé... quiere ser pintor. ¡Está loco! Eche una ojeada, por favor, a sus dibujos. Si tiene talento, vale la pena que siga los cursos, pero si no...”.

El pintor hojeó los dibujos. Finalmente murmuró:

–Sí... Tiene aptitudes.

(¡Por qué no? Por qué no pintar siempre como un niño, y así crecer pintando hasta la altura vertiginosa de las estrellas (¡perdonadme!), donde ya nada puede doler y hermosos pájaros blancos con candil velan para siempre nuestro sueño.)  

“Tiene aptitudes”, acaba de decir ese señor pintor de Vitebsk, Rusia, finales del siglo XIX, a la madre del pequeño Marc Chagall. 

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Todas las citas recogidas en este texto pertenecen al libro ‘Mi vida’, de M. Chagall, traducido al castellano por Martí Bassets (Acantilado, 2012).