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OBRAS Y SOMBRAS

El cuento y el fuego de Lluís Homar

¿Cuántos años habrá estado soñando el actor con ‘Tierra baja’, hasta esta majestuosa hoguera final?

Miguel Ángel Ortega Lucas 31/10/2018

<p>Lluís Homar. </p>

Lluís Homar. 

Guillem Medina

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Que nos cuenten un cuento en el invierno, aunque no sea invierno aún, aunque el cuento sea para no poder dormir después. 

Vamos al teatro para una tregua junto al fuego. Pero esa tregua no es tal, muchas veces, gozosamente, si el cuento que nos están contando parece emerger de las mismas brasas de la vida. Lo que ocurre entonces es que no hay tregua alguna, escapatoria (“alfileres de sueño en los ojos”, decía Lorca): porque entonces el cuento es el nuestro de manera misteriosa; y cada una de las voces que oímos podría ser la nuestra. Como si ya lo hubiéramos vivido alguna vez.

El cuento puede ser todo lo atractivo que se quiera, pero si quien lo está contando no sabe levantarlo, hacerlo existir como un carnaval de marionetas ante los ojos, no habrá nada que hacer: no habrá cuento, no habrá fuego, no habrá niño con los ojos en suspenso. Hay una obra, un cuento para ser representado, escrito en catalán, llamado Terra baixa; ‘Tierra baja’. Lo escribió Ángel Guimerà en 1896, pero, como todos los cuentos que perduran, las épocas no tienen aquí nada que ver. Es un cuento sobre el poder y su yugo, sobre la tierra y las mezquindades de los hombres, sobre el amor y el miedo y la pobreza y la rebelión. Es un cuento que podrá seguir contándose dentro de mucho tiempo en cualquier hoguera, porque el espacio no tiene nada que ver aquí. 

También hay un actor catalán llamado Lluís Homar (1957), que a lo largo de su carrera ha hecho casi de todo lo que un actor puede hacer. Homar participó en un montaje de ese cuento de Ángel Guimerá, en su Cataluña natal, cuando era apenas adolescente. Dicen que fue lo que le decidió a ser actor. Un hombre de teatro; porque Homar ha dirigido mucho teatro. Sabe de dirigir todas las voces posibles de un cuento sobre el escenario. Sabe lo que es un cuento, queremos decir. Volvió a montar Terra baixa muchos años después de su adolescencia, en 1990, haciendo entonces una sola voz protagonista, la del pastor Manelich. Pero veinticinco años después de eso, cuando se dio cuenta de que era “ahora o nunca”, decidió afrontar la “fantástica locura”. La de ser, él, todas las voces del fuego. 

La Terra baixa original cuenta con doce voces en su reparto. El dramaturgo Pau Miró y el propio Homar la redujeron a cuatro: Nuri, Manelich, Marta, Sebastián. Una niña; un pastor noble; una mujer con mala suerte; un amo de todo y de todos. Entonces, Homar tuvo que multiplicar por cuatro la suya. Siendo en realidad una sola voz de muchos siglos de longitud. 

Vamos al teatro, en el fondo, para volver a creernos los cuentos que nos creíamos entonces, cuando el fuego inmemorial que era todas las voces. Cuando veíamos, con el crepitar de las sombras de una lámpara sola en la pared, las mil sombras posibles emergiendo de la imaginación. Nos daba igual, entonces, siendo críos, a quién teníamos delante, quién nos contaba el cuento. La presencia vieja aquella se evaporaba y daba paso a un vendaval como una comparsa de multitud: una sola cara, todas las caras (todos los fuegos el fuego). Este hombre, este actor del que hablamos, sale a escena vestido como iría hoy a cualquier parte, con su rostro, su pantalón, su camisa, su melena templaria cayéndole por detrás hacia a los hombros: a cuerpo, como se decía entonces. Pero se planta en el epicentro del escenario y sin hacer más que un ademán, alterando apenas la voz, lo justo sólo (como si nos estuviera leyendo el cuento en un rincón en penumbra), desaparece. 

Se convierte en una niña. En el escenario hay un señor de sesenta años y buena planta, pero hay una niña,está esa niña ahí. Luego cambia algo el gesto, endurece la voz, y aparece entonces otro hombre de su edad; alguien que no es él pero que no deja de ser él, de manera siniestra; un hombre al que cabe temer, según todas las trazas (pero ¿qué trazas?, ¿qué indicios reales hay de eso, ahí arriba?). Al cabo, ese hombre desaparece: le suplanta, sin que haya cambiado nada–apenas un vestido de novia que se pone y se quita un instante, unas luces que viran–, una mujer; una mujer asustada, herida desde hace mucho tiempo, y sentimos entonces el impulso a ciegas de ir a socorrerla, desde las butacas de aquí abajo (¿pero socorrer a quién y dónde?). La mujer ha desaparecido ya. En su lugar hay otro hombre, un muchacho más joven que el hombre que hay en realidad en el escenario –sólo se ha movido una cortina, han aparecido unas hojas de bosque a sus pies–; un jovencillo que no va a hacer daño a nadie (todavía), que sólo quiere que le dejen jugar: que la mujer, la misma mujer de antes (¿dónde ha ido?), le cuente algo esa noche junto al fuego. Sin tocarlo, no pasa nada: pero que le cuente un cuento al menos. 

Lo que Lluís Homar hace –él solo, a cuerpo, él solo– al contar este cuento, lo han hecho ya otros a lo largo de los siglos; en un camino, en una plaza, en un corral de comedias, en un hogar, en un plató. Lluís Homar no está descubriendo el fuego. Pero es que no se trata de descubrirlo –nadie descubre nada en realidad–: se trata de resucitarlo, de saber prenderlo de nuevo cada noche, sobre cada tabla nueva. Lo que Lluis Homar hace, él solo, en esta Tierra baja, es hacernos olvidar que estamos asistiendo a una prestidigitación. Y sólo entonces puede suceder la magia, porque son los ojos del espectador –del crío que escucha– los que rellenan los huecos en blanco de las sombras del cuento y olvidan todo lo que no sirve para vivir en él, existir en él. Homar da vida a cuatro voces en escena, pero es su voz portentosa, el talento y el oficio rotundos de este hombre que puede ser todos los hombres, todas las mujeres, lo que hace posible el sortilegio comunal: que el espectador, el crío que escucha, sienta también que es, él mismo, todas las voces, todos los personajes de este cuento. ¿Quién hay entonces ahí, en el teatro? ¿Cuánta gente? ¿Cuántas voces multiplicándose y entrelazándose entre ese hombre de ahí arriba y todos los ojos solos de aquí abajo? 

“El Tierra baja que proponemos va directamente al conflicto, un conflicto donde se mezclan las ambiciones, las pasiones y las emociones de cada personaje en un solo actor porque no estamos hechos de una sola pieza”, explica Pau Miró en la presentación de la obra, estrenada con este formato en 2014 y de regreso el pasado septiembre al Teatro de la Abadía de Madrid. Es un planteamiento inteligente, acertado. Pero funciona, seguramente, amén de por la astucia del libreto y del montaje (las luces, la economía de medios, la dulce canción a lo lejos de Sílvia Pérez Cruz), seguramente, nos atrevemos a aventurar, porque Lluís Homar lleva toda su carrera, toda su vida de hombre de teatro, volviendo a este cuento. 

¿Cuántos años llevaría soñando este hombre con esta obra, con todas las sombras que la componen, hasta llegar a esta majestuosa hoguera final? Tenía 16 años la primera vez. Tiene ahora 61. En el escenario, cuando nos la cuenta, nadie tiene edad alguna, nadie está en un sitio o tiempo concretos. Estamos, todos –él, los espectadores, todas las voces de la obra; todas nuestras sombras–, escuchando y contándonos otra vez el cuento del invierno (“he matado al lobo, he matado al lobo...”) que siempre querremos volvernos a contar. 

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Autor >

Miguel Ángel Ortega Lucas

Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.

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