Que el teatro se convierta en la calle, que entre las butacas y el escenario se difuminen los límites, es una ambición de resultados desiguales. Cualquier ambición puede tener resultados desiguales, pero en este caso acecha un peligro mayor, consistente en que un elemento de la ecuación se difumine en el otro, de modo que se pierda el norte. Así como, al tratar de hacer denuncia social con el arte, se corre el riesgo de que el panfleto degluta al arte, o que el arte acabe convirtiendo serias preguntas colectivas en demagogia declamada de salón, o tarima.

Quizá los responsables de Un enemigo del pueblo –Àlex Rigola, director, a la cabeza– pudieran olfatear ese riesgo, pero había que correrlo. El planteamiento que el autor hace de la obra de Ibsen en el Pavón-Kamikaze es astuto. Traslada a la actualidad de nuestro entorno el argumento para dar lugar a algo que es una obra de teatro y no lo es, tratando de romper los límites para que el espectador se implique sin escapatoria en los dilemas que plantean desde el escenario los actores –Nao Albet, Israel Elejalde, Irene Escolar, Óscar de la Fuente y Francisco Reyes–; las líneas maestras de la obra, sus preguntas-fuerza: “¿Hasta qué punto somos libres? ¿Nos autocensuramos?...”.

Los actores ejercen y no ejercen de actores. Llevan sus nombres, los del DNI, pero juegan de forma explícita a que cada uno es otra cosa: alcaldesa, médico, periodista... El hilo conductor es lo de menos: juegan a escenificar las tribulaciones existenciales con que cada uno de sus personajes se encuentra (encontraría) a raíz de la contaminación de las aguas en un pueblo. Ocultarlo o no a la población; publicarlo o no en el periódico; jugársela por la verdad a riesgo de perder su trabajo, su posición, su pesebre...

En uno u otro momento los actores (no los personajes) lanzan plebiscitos al patio de butacas –las luces encendidas: el escenario es y no es el teatro entero–. Reparten cartulinas al público para que voten sí o no, y apuntan resultados en una pizarra. Empezando por su propia casa: ¿Tiene derecho una compañía de teatro a decir todo lo que piensa de las administraciones públicas [de las cuales trinca dinero al mismo tiempo]? Y así.

Se trata de ilustrar la podredumbre: la de aquí; la del sistema (español) llamado democrático, sustentado en el consabido cableado de intereses que acaba asfixiando cualquier amago de salirse del tiesto, porque el que se sale del tiesto no cobra o puede acabar siendo un apestado, o peleándose con quien no quiere, o no debe: alguna alusión hubo a las presiones que pueden darse para que tal o cual actor no actúe en tal o cual sitio. [Respecto a lo cual pudiera pensarse en Willy Toledo, que se cayó precisamente del cartel de esta obra antes del estreno. Según todos los implicados, sin embargo, fue de “mutuo acuerdo” por “cuestiones de agenda” y Rigola optó finalmente por una versión de cinco y no seis personajes]. El miedo, resumiendo. Y de ahí el órdago inicial: los actores hicieron votar al público si dejar ahí mismo la obra, al poco de empezar, y sustituirla por lo que se da en llamar acción. Y que la prensa recogiera luego algo así como Los actores y el público del Pavón-Kamikaze paran la obra como protesta... Etcétera.

Se supone que totalmente en serio (¿...tienen preparada una segunda variable de la obra para el caso de que salga sí, o se irían realmente?: no hay noticia de que haya sucedido lo segundo tras más de un mes de representaciones). La gente, cuyo plan para ese jueves (27 de septiembre) por la tarde era ver teatro, y por eso se había dejado veinte euros del ala en taquilla –por ver una cosa de Ibsen, en teoría–, votó mayoritariamente que no, que no se fuera nadie a ningún sitio y se continuara con la obra. Con la obra.

En la obra, o lo que sucede en la parte de la obra que transcurre en el escenario, tratan de evitarse en lo posible las respuestas globales claras, maniqueas, a preguntas que no lo permiten, bien repartidos los compresibles y humanos (maniqueos) puntos de vista entre los personajes, según le va a cada uno la feria. El discurso de los supuestos periodistas guays y comprometidos (N. Albet y O. de la Fuente) roza a veces el panfleto de instituto, pero de eso se trata; también son verosímiles los demás: el pragmático de “esto es así y no lo inventé yo” –F. Reyes–, la alcaldesa más o menos ladina, aunque con una imagen demasiado heráldica en este caso –Irene Escolar sin poder evitarlo–, el intelectual pelín cansino de moral irreductible –I. Elejalde– que termina por decir que “no todo el mundo debería votar”, porque la masa es idiota... (Por momentos, se diría que los actores no pueden evitar actuar, cuando quizás se trataría precisamente de llevar la naturalidad al extremo: la buscada ambigüedad produce a veces que la cosa vire de la performance al teatro y de ahí al divertimento, al ‘jugamos a que jugamos a actuar’).  

“Todo el mundo sabe que son pocos los que tienen la razón”, dijo en algún momento Elejalde, no sabemos si improvisando, en el fervoroso mitin que dio hacia la conclusión. Fue uno de los picos interesantes de la obra-coloquio-círculo asambleario, trufada de detalles que bien mirados pueden hacer reflexionar con emoción (...Si todo el mundo sabe que son pocos los que tienen la razón, lo será porque, para cada cual, esos pocos son los suyos: los que les dan a ellos la razón...). Y otras fruslerías filosóficas. Que de eso se trata, suponemos: de tensar al público, activarlo realmente para no permitirle ser sólo alguien que se sienta y piensa y siente cosas (o no). ¿Cree usted en la democracia?, preguntaron al principio. Sí o no. Pero no había una papeleta de Según y cómo, ni opción a responder (preguntar) qué se entendía allí por democracia, porque la pregunta (como en la misma democracia sucede) era absolutamente cerrada: lo tomas o lo dejas. Los matices estorban, hacen pensar mucho y eso.

Si el objetivo de este Enemigo del pueblo es que unos cuantos se hagan preguntas que quizá no se han hecho nunca, seguramente se consigue... con resultado variable. Hubo intervenciones interesantes, jocosas y brillantes desde el público (esperemos que fuera realmente público y no coleguitas actores haciendo-de). La gente, aun topándose con lo que no esperaba, parecía pasarlo bien. Hubo aplausos y demás al acabar, y los actores salieron a saludar varias veces, como si fueran actores.

También hubo un señor mayor, muy educado, sentado en la primera fila, que tomó el micrófono cerca del final para decir totalmente en serio, porque no había entendido lo que pasaba, que todo aquello estaba muy bien, que era todo muy interesante, pero que cuándo empezaba la obra. Entonces sucedió lo más didáctico de la noche: casi todo el teatro –a media entrada ese día– rompió a reír. Se rieron mucho con aquello. También los actores. No podemos asegurar quién con ternura piadosa y quién con condescendencia, sintiéndose muy listo o muy moderna ante aquel hombre que no se enteraba del rollo (idiota era literalmente el que no participaba, o no se enteraba, de las cuestiones públicas de la polis en Grecia clásica).

Última reflexión posible: democracia es que los idiotas siempre sean los otros.    

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Un enemigo del pueblo: hasta el 7 de octubre en El Pavón Teatro Kamikaze de Madrid.