Como si, tras cruzar un bosque sombrío, nos encontrásemos con un oasis de luz en el que habitan las criaturas del Bosco, de un Jerónimo Bosco contemporáneo, así es como llegamos a los escritos de Yehya. Este mexicano de 56 años, de orígenes sirios, que vive en Nueva York desde 1992, es el prototipo de personaje sin identidad o con múltiples identidades. Ingeniero de profesión, se ha dedicado a escribir ensayos y relatos sobre cuestiones que, en la literatura en español, nadie había escrito. Es como el curador de un museo de lo innombrable, que a cada nueva incursión en el territorio de lo obsceno –de aquello que permanece fuera de escena– lograra nutrir los patios y jardines de su oasis-museo con formas cada vez más desquiciadas.

Los cíborgs, máquinas inteligentes y hombres mitad máquinas; los productores del porno y sus actrices y actores y fanáticos, a medio camino entre el negocio y el crimen; los estrategas de guerra e inventores de armas, los paramilitares y políticos; los caníbales que se devoran a su presa con el consentimiento respectivo; las muchachas mexicanas que en lugar de vagina tienen una oreja; los niños chinos sin rostro a punto de ser adoptados; los escritores que anhelan un homenaje y padecen una humillación. La locura, la pesadilla, el humor negro coexisten en el imaginario de Yehya, quien recientemente estuvo en Quito, invitado por el Centro Cultural Benjamín Carrión, para dictar clases abiertas sobre sus temas de siempre: la imagen virtual, la pornografía, la propaganda de guerra.

La primera noche de Yehya en Quito estuvimos dando vueltas por una ciudad que no acaba de desaparecer y que, continuamente, en medio de su agonía, se revitaliza con los exiliados que han llegado de los cuatro rincones del mundo. Una historia similar sucede en Obras sanitarias (1992), en donde el protagonista deambula por un escenario en que las calles han sido partidas en canal y en donde no es posible la normalidad, pues las obras sanitarias se extienden indefinidamente, sin límites y sin sentido.

Esa primera noche conversamos sobre política y aunque, en apariencia, no estuvimos de acuerdo, creo que cuando llegamos a un bar de rockers nos olvidamos de la política. Rodeados por la música de las Vulpess, bebimos nuestras últimas cervezas y Naief regresó a su hotel y yo me marché a mi casa.

Me sentía muy contento de tener frente a mí a uno de los escritores malditos de nuestra literatura continental. Es cierto que hay muchos poetas borrachos, enfermos o cínicos, pero pocos han escrito una obra de la desfachatez de los ensayos y novelas de Yehya. Cyborg. El cuerpo transformado (2001), donde explica, entre otras cosas, qué va a suceder cuando nuestro cerebro tenga conexión directa a internet; Guerra y propaganda (2003), donde rememora la vida de pacifistas notables, como el inventor de la ametralladora; Pornografía, obsesión sexual y tecnológica (2012), en el que cuenta sobre una película de los años setenta en que un personaje está condenado a sufrir una ininterrumpida excitación sin consumar jamás el acto.

Cuando le pregunté a la noche siguiente, en medio de nuevas cervezas, sobre Camino a casa (1994) y La verdad de la vida en marte (1995) dos novelas suyas que no he podido leer, Yehya me habló de Kurt Cobain, de la muerte de Cobain. Si no entendí mal, las novelas se concentran en el suicidio de la estrella del grunge.

Posiblemente Naief quisiera, de manera inconsciente, narcisista y autodestructiva, convertir su literatura en una especie de rock de los años noventa, cuando Cobain alcanzó, con su suicidio, la condición de pequeño Dios. Porque en realidad, lo que le sucede al alter ego de Yehya en su última novela, Las cenizas y las cosas (2017), es algo muy similar, con la salvedad de que el escritor Niarf Yahamadi, de origen iraní, personaje principal de la historia, se hunde poco a poco, sin remedio, en los dolores inauditos de un amor cruel, en la visita a un pueblo fantasma, San Ismael, del que nadie ha escuchado y en el que supuestamente lo esperan para proporcionarle una pequeña gloria; y finalmente, cuando la vida de Niarf parece a punto de cambiar, pues la fama literaria lo espera a la vuelta de la esquina, los aviones de Bin Laden se estrellan contra las torres gemelas y el pentágono, y la vida en Nueva York y la vida de Niarf se ensombrecen para siempre.

Este historiador de la tecnología, la pornografía y la guerra ha cautivado con sus estudios y con sus ficciones a lo que podríamos denominar lectores malditos de dos continentes, a quienes crecimos con nintendo, porno en VHS y guerra por televisión (la del Golfo, la de los Balcanes), leyendo los clásicos que publicaba Seix Barral y Oveja Negra, desde Virgina Woolf a Vargas Llosa, y que un día se encontraron adultos, después de sobrevivir a la crisis económica, la migración, la universidad y el desempleo. Quizá ahora que estamos viejos y hemos leído y viajado, y hasta hemos dado una que otra clase, y escrito artículos y libros nos quede por apreciar a quienes, como Yehya, supieron dar con la clave existencial de nuestra generación: el nihilismo de convivir con las máquinas, el sexo omnipresente, la guerra sin fin.

En Rebanadas (2012), uno de sus cuentos crueles recrea la historia de un estudiante universitario que pretende amputarse los testículos. Frecuentemente se lastima, se pincha, se corta. Al final va al hospital psiquiátrico, donde otro loco le hace el favor.  ¿Qué dirían Octavio Paz y Borges de esta clase de historias, de estos cuentos extremos? ¿Qué dirían Bioy e Ibargüengoitia? ¿Qué diría incluso Roberto Arlt y Pablo Palacio, capaces de cosas semejantes? La estirpe de Yehya se remonta sin duda al Marqués de Sade, a Thomas de Quincey, a Rimbaud, a los dadaístas que querían comenzar incendiando los museos para seguir después con la realidad y quemarse ellos mismos.

La última noche que Naief estuvo en Quito dimos vueltas, junto con su amigo Corey, en un automóvil que estaba a punto de expirar. Conseguimos llegar a un bar en el que había posters de guerrilleros en las paredes y en el que vendían cerveza negra. Cuando llegó una escritora amiga de Naief, Gabriela Alemán, a buscarlo, yo opté por marcharme. Pero Naief me invitó cariñosamente a acompañarlos. Era su última noche y me hubiera gustado ir. Gracias, Naief.