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César Aira, Roberto Bolaño, Fernando Vallejo, Ricardo Piglia, Juan Villoro, Telmo Herrera, Rodolfo Fogwill…Quizá Juan Villoro es mejor escribiendo cuentos, Bolaño, Piglia y Fogwill están muertos. Aira está un poco loco. Y Fernando Vallejo es un perro rabioso. Pero Telmo Herrera, ¿Quién es Telmo Herrera?

Podríamos hacer otra lista, e incluir a Mario Levrero, Moacyr Sinclair, Xavier Velasco, Mario Bellatín...en cualquier lista algunos nombres se repetirían, otros nombres posiblemente nos hagan falta, pero creo que con el tiempo va a ser necesario incluir cada vez más seguido el nombre de Telmo Herrera. 

Nombres, nombres, nombres de la literatura latinoamericana contemporánea, de escritores que rondan los 60 o los 70 años y que han dado forma a la memoria, la imaginación y la existencia de este continente, del que siempre nos estamos preguntando cuál será su suerte en el futuro. 

¿Miguel Gutiérrez? ¿Salvador Benesdra? ¿Naief Yehya? ¿Jorge Cortés? ¿Cristina Peri Rossi? ¿Luisa Valenzuela? Que cada quien haga su lista de escritores, que las grandes editoriales tienen la suya, sea porque el escritor ha sido vicepresidente de alguna república desgraciada, sea porque era una chica que siempre supo hacer bien los deberes y establecer buenas amistades, sea porque el escritor supo comprender el comercio editorial o porque tenía amigos en el jurado de los premios grandes y pequeños.   

A estas alturas creo que sería mejor dedicarnos a leer únicamente a los poetas y a los críticos. Al menos ellos no tienen un contrato para ganar premios, cosechar lectores y escribir por encargo. ¿No sería preferible abandonar definitivamente la lectura de novelas? ¿Negarnos a leer a los contemporáneos? ¿Releer sólo los clásicos? Posiblemente sea mejor dedicarnos durante las noches a la lectura de La Vorágine, de José Eustasio Rivera; de Los Siete locos, de Roberto Arlt; del Gran Sertão Veredasde Guimarães Rosa, o de Icaza, García Márquez, José María Arguedas, todos grandes nombres irreprochables, de los que podemos dudar, a los que podemos cuestionar, pero a los que no olvidaríamos. ¿Cómo podríamos olvidarnos de Cortázar? ¿De Borges? ¿Podríamos?

Con el tiempo pasaremos al olvido. En cien años el mundo habrá estallado en pedazos o los únicos que leerán poesía serán los animales del zoológico. No digamos que en cien años nos acordaremos de Piglia, del poeta colombiano León de Greiff, del novelista ecuatoriano Telmo Herrera. Cien años tal vez sea mucho. Sin embargo, hoy, año 2018, todavía encuentro poderosa la prosa de Juan Montalvo. Hoy, más de cien años después, todavía quisiera dedicarme a leer las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma. Casi doscientos años después creo que deberíamos leer o volver a leer a Simón Rodríguez. 

Pero ellos no escribieron para el futuro. Escribieron sobre el presente. O para el presente. O para algún presente que bien podría ser el nuestro. Las obras importantes suelen revestirse continuamente del brillo de lo que permanece presente. A veces pueden parecer inactuales, pero esa es justamente su forma de mantenerse presentes: hay algo en la actualidad, algo que puede ser grotesco o malvado o idiota, que nos obliga a mirarlas, a valorarlas por su inteligencia, su coraje, su riqueza. Creo que ese es el caso de El cura loco y las treinta y siete vírgenes de Santa Rosa, novela de Telmo Herrera publicada este año en España por deculturas.

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Es notable la trayectoria, en gran parte silenciosa, clandestina para la cultura oficial, de este escritor. Tras muchos viajes alrededor del mundo –Sydney, New York, Madrid– Telmo Herrera se instala en París, en el año 1973, en donde se dedica al teatro. Tiene veinticinco o veinte y seis años. Ha sido actor del grupo de teatro de la Casa de la Cultura de Ecuador y durante esos años de su juventud conoció a algunos de los escritores de una generación heroica de la literatura ecuatoriana: Jorge Icaza, Jorge Carrera Andrade, Demetrio Aguilera Malta. A veces, de pronto, Telmo los recuerda. Pienso que fueron los escritores más grandes que han visto estas latitudes. Había algo épico y auténtico en sus escritos que, fea y tristemente, se perdió en los que vinieron después. Había una fe en la literatura que fue sustituida por la idea de que la literatura era menos importante que los cargos o las amistades. ¡Los escritores del 30 dejaban que la literatura hablara por sí misma! Los que vinieron después tenían que haber sido secretarios de alguien o funcionarios de algo, de lo contrario no podían entrar al parnaso de los poetas. Pero la generación del 30 no quería ningún parnaso, ni el aplauso público: algunos creyeron que la política era preferible a la poesía, otros que la poesía era preferible a todo. Por eso se hundieron o se mataron.

Creo que Telmo bebió directamente de esa fuente de humanidad que brilla en nuestros clásicos de los treinta. Se nota de golpe en sus novelas: Papá murió hoy (1984) y La Cueva (1990) revelan a un escritor torrencial, lúcido, extraño en relación con lo que se había escrito en América Latina o en Ecuador. Quiero decir extraño porque en los años 80 y 90 Manuel Puig escribía sobre películas y se comenzaba a leer la obra de Reinaldo Arenas, que tiene un carácter fantástico. Telmo Herrera escribe sobre su familia, su barrio, sus conocidos, y lo hace rastreando algo muy sutil y al mismo tiempo muy evidente: ¿Cuál fue el destino de aquellos amigos perdidos? ¿De aquel tío generoso? ¿De aquella muchacha? Es conmovedor leerlo, porque es una especie de literatura inocente, ajena a los convencionalismos que impone el oficio: la excesiva preocupación por la estructura, los personajes, la factura revolucionaria. ¡Herrera era revolucionario porque su obra, rica en poesía y memoria, era de una especie rara de inocencia: una inocencia impertinente, malvada, inoportuna! Leerlo hoy nos descubre los artificios en los que se enredaban sus contemporáneos para decir cualquier cosa. Herrera no necesita de esos artificios. O más bien: el artificio parece natural. 

No es una literatura realista, ni mucho menos. Más bien diría yo que es una literatura vanguardista: el escritor está comprometido con lo que cuenta. A diferencia de los escritores profesionales o de los escritores burócratas, que siguen los indicadores de mercado o las órdenes del gobierno, Herrera se deja llevar por sus amores, amistades, odios y simpatías, y eso es lo que impulsa cada uno de sus renglones. Por eso no suena impostado, ni luce rígido. Algo tiembla y por eso nos sorprende. 

Algo similar sucede con su poesía, con su teatro e incluso con su conversación. Puede pasar de una referencia a Proust al recuerdo de cómo jugaba al trompo en su barrio de la Vicentina. Puede ir de una serie de referencias sorprendentes sobre la migración en Portugal a la imagen de las antiguas chicherías en las que, en lugar de televisión, siempre había un hombre rasgando una guitarra. Quiero decir que en la escritura de Telmo Herrera, como en su conversación, la poesía cobra vida, abandona el aire enrarecido de los gabinetes ministeriales y académicos y también el destello canalla de algunas cantinas y prostíbulos. Telmo es capaz de devolvernos la humanidad de los sabios y las putas, de los héroes y los criminales. A diferencia de lo que ha sucedido con muchos de los escritores de su generación, al mantenerse relativamente aislado y en libertad, ha conseguido escribir sin someterse a la presión del medio. Ni siquiera del medio cultural español, del que estaba tan cerca, ni del francés del que pudo convertirse en un meteco, en un afrancesado. Telmo no ha escrito una literatura nacionalista, ni local, pero tampoco se ha dedicado a esa deslucida literatura global. No es ni un cavernícola atrincherado en el folclorismo y el resentimiento ni un Peter Pan que no pisa en el suelo. Pero, ¿Qué es?

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Telmo Herrera nació en Mira, Ecuador, en 1948. Ha escrito novela, poesía y teatro. Es, además de escritor, director escénico, actor y artista gráfico. Su presencia en la escena literaria se remonta a 1984, con Papá murió hoy, finalista del premio Nadal. La mayor parte de su trabajo ha sido publicado inicialmente en Francia, y ha aparecido después en España y Ecuador. Aparte de las novelas ya mencionadas, cabe citar Lucero (1999, París). Son de reciente publicación el libro de poesía Ítaca/Luzmila (deculturas, 2014), la novela El mirón (Casa de la Cultura Ecuatoriana, Carchi, 2018) y la obra de teatro Personajes(Atopía, 2018).  

Como director escénico su trayectoria es muy rica y se ha desarrollado también, desde 1973, en París. Figuran, entre las representaciones que ha dirigido, obras de Racine, Cocteau, Jean Genet, Edward Albee, Harold Pinter, Sarah Kane, García Lorca, Ernesto Caballero y otros tantos de reconocida valía. Como actor no sólo ha incursionado en el teatro, sino también en cine, en el que fue co-protagonista de una película ecuatoriana de 2002, Un titán en el ring.

Herrera cultiva además el grafismo abstracto, un arte similar a la escritura de jeroglíficos o ideogramas. Me consta que sus trabajos se han presentado en exposiciones en Francia y España, y que ilustran la portada de algunos de sus libros.  

El cura loco y las treinta y siete vírgenes de Santa Rosa se publicó originalmente en francés en 2005 por Editions Indigo & Côté-femmes. Sin embargo, según el mismo autor, no es una traducción del manuscrito en español, sino una reescritura llevada a cabo por él mismo: la novela en español de 2018 tiene 575 páginas, mientras en francés 226. Cabría pensar por lo tanto que son dos novelas distintas, aunque con el mismo título.

Cuando finalmente el Cura loco… encontró editor en Sevilla, su publicación en Quito fue rechazada por editorial Paradiso, que había editado los anteriores libros de Herrera. Según el mismo Telmo Herrera, el director de la editorial se negó a publicar la novela porque “tenía muchas y graves críticas contra la Iglesia”. La novela pasó entonces a una segunda editorial, Eskeletra, que contestó al autor señalando que su manuscrito contenía muchos errores gramaticales. Y finalmente a editorial El Conejo que sencillamente no contestó el envío.

No es nada raro que una editorial se niegue a publicar un manuscrito. El problema radica en este caso en lo que podríamos considerar un lapsus del director de Paradiso. Entiendo que Paradiso tuvo que indicar con claridad por qué se negaba a publicar esta vez un libro de Herrera. Pudo haberse desentendido mediante cualquier otro pretexto. Sin embargo, al colocar la opinión de la Iglesia como obstáculo provoca, como no podía ser de otra manera, curiosidad.

Y creo que la autocensura de la editorial, que cuida demasiado su pellejo, y la curiosidad están bien fundadas, pues el libro es rico en erotismo y el personaje principal es una especie de cura perdido en un pueblo en el que solo viven mujeres.

El cura loco… hace años no leía algo así. Y en realidad, no recuerdo o no conozco una novela latinoamericana tan políticamente incorrecta, por sus críticas a todos los niveles de poder, por su erotismo magnético y desenfrenado, por su libertad para ir y volver de la conciencia a la historia, al humor y a las lágrimas. Esto es un mamotreto, pero es una especie de alucinación que en el presente y en el futuro será imposible ignorar.