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#CarlsenCaruana2018

Zweig, Steiner, Nabokov… qué tendrá el ajedrez que suscita tanto interés literario incluso entre las personas que apenas saben mover las piezas. Lo que sigue es un intento de dar “cobertura literaria” al último campeonato del mundo

Begoña Huertas 2/12/2018

<p>Henrietta y Margaret Lutwidge jugando al ajedrez.</p>

Henrietta y Margaret Lutwidge jugando al ajedrez.

Lewis Carroll

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El tablero blanco de Yoko Ono

Era inevitable que en cuanto Fabiano Caruana abrió la posibilidad de disputarle el título al actual campeón mundial de ajedrez, el noruego Magnus Carlsen, se pronunciara el nombre del jugador americano más famoso de todos los tiempos, ¿sería Fabi el nuevo Bobby Fisher? Tenía sentido, ya que, de ganar él, Estados Unidos volvería a ocupar el primer puesto en la élite ajedrecística.   

Pero la mención de Bobby Fisher es algo recurrente a cada nueva vuelta del torneo. Cuando Magnus Carlsen se enfrentó al indio Vishy Anand, en 2013, de él mismo también se dijo que era el nuevo Fisher, que era el joven genio rebelde desafiando la sobria tranquilidad del campeón en activo. Y es que la mítica figura del genio-loco americano, como un agujero negro, se traga todo lo que circule por sus bordes. No hay conversación de ajedrez en que no se le saque a colación. Cosa comprensible, por otra parte, dado el atractivo de ese personaje insólito, con un coeficiente intelectual más alto que el de Einstein, y que terminó enfermo mental. 

La imagen del Mundial celebrado en Reykjavik en 1972, en plena Guerra Fría, en el que Fisher jugó contra el soviético Boris Spassky, es tan potente que ha colonizado casi todo el imaginario del ajedrez contemporáneo. Esa derivada política que puso al ajedrez en primer plano continuó con el combate Kárpov-Kaspárov, donde este último encarnaba la Perestroika frente a la línea ortodoxa del régimen soviético. En el encuentro de 2018, que ha tenido su sede en Londres, hubo un brevísimo episodio que vino a recordar aquellos tiempos cuando un vídeo informal del equipo de Caruana dejó ver, durante unos segundos, las partidas que estaban siendo analizadas en la pantalla de su ordenador.  Pero lo que hubiera podido ser una filtración, no resultó ser más que un descuido. Esa anécdota podría reflejar de algún modo la diferencia entre la épica que animó torneos pasados y el talante “inofensivo” de la competición más reciente. 

¿Podría Magnus representar la socialdemocracia escandinava/europea y Fabi el “trumpismo”? Parece que no

Fabiano Caruana no es un genio atormentado como Bobby Fisher, y lo cierto es que si juega en el bando estadounidense es gracias al talonario del potentado ultraconservador Rex Sinquefield, que lo sacó de la federación italiana. Los días previos a este torneo él y su equipo se alojaron en la casa de campo que el multimillonario, cercano a Trump, tiene en Misuri, mientras que Carlsen siempre ha proyectado una imagen familiar muy poco ostentosa. ¿Podría Magnus representar la socialdemocracia escandinava/europea y Fabi el “trumpismo”? Parece que no. Por la razón que sea, ese relato no cuaja, no hay lectura política de este encuentro. A las puertas del edificio de Londres donde se está celebrando el torneo no se ha producido ninguna protesta, ni siquiera el asunto se menciona en las redes. Acostumbrados a comprar –entre otras cosas– deportistas de élite, supongo que esto es ya algo tan asimilado que ni se ve. Todos estamos inmersos en esa economía de mercado. Se llamó globalización. 

El ajedrez blanco que Yoko Ono hizo en 1966 (un tablero sin casillas negras y en el que todas las piezas, de uno y de otro bando, son de color blanco) tenía una motivación pacifista, pero yo no puedo dejar de ver en él el símbolo de este tiempo, en que todo se blanquea para ocultar que los dos colores, que el enfrentamiento, en fin, sigue existiendo.  En el hecho de que no se distingan las piezas en juego me parece que hay, más que ausencia de conflicto o neutralidad, una confusión interesada. En el ajedrez blanco de Yoko Ono ha ganado un color.  Afortunadamente los buenos jugadores de ajedrez son capaces de jugar a ciegas.  

El caso es que el transfondo político que en tantos momentos ha proporcionado un protagonismo histórico al ajedrez brilla en este momento por su ausencia. Y si, por otra parte, la omnipresente figura de Fisher no nos sirve porque Carlsen no es egomaníaco ni Caruana un genio estadounidense, ¿de qué va este mundial? 

Magnus, lo normal extraordinario 

De “genio con mayúsculas” ha calificado Leontxo García a Magnus Carlsen. Un crío que a los cuatro años y medio podía enumerar todos los países del mundo con su correspondiente capital y población fue, no obstante, un niño normal. Dicen que el pequeño Montaigne era despertado cada día por un grupo de músicos alrededor de su cama porque su padre quería asegurarse de que tuviera una vuelta a la conciencia apacible y armoniosa. Los padres de Magnus decidieron que éste se levantara cada mañana junto a sus hermanas y acudiera al colegio como cualquier otro niño hasta los dieciséis años. 

Sus primeras victorias en el ajedrez las celebró yendo con su familia a comer a un burguer. En el documental El Mozart del ajedrez se le puede ver con ocho años leyendo un cómic del Pato Donald mientras espera el comienzo de un torneo, o levantándose medio aburrido mientras su contrincante se devana los sesos frente al tablero (¡y el contrincante era Kaspárov!).  En el Mundial de 2013, en el que ganó el título de campeón –que ha mantenido hasta hoy–, llamaba la atención su manera desenfadada de sentarse, recostándose en la butaca o dejándose caer a un lado; todos pudimos ver sus gestos espontáneos, su desenvoltura, frente a un Vishy Anand repeinado y formal que daba pequeños y educados sorbos a su taza de té. El “talante Magnus” llegó a su máximo apogeo con el gesto final de tirarse a la piscina vestido tras ser proclamado campeón.

Carlsen siempre habla bien de sus contrincantes, parecen amigos, y se dice que la mayoría realmente lo son. Por si esto fuera poco, también ha recuperado la faceta más cool del ajedrez, posando para fotografías publicitarias con una atractiva imagen de guapo-bruto, de intelectual con un físico fuerte, una especie de Marlon Brando más feo pero también más inteligente. Un chico normal al que le gusta hacer chistes. En este torneo ha bromeado con los periodistas y ha llegado a subir una foto a su Instagram con un ojo morado (un percance sufrido mientras jugaba al futbol) con el comentario: “The match is heating up”. Impulsivo y sincero, son famosos sus arrebatos de mal humor y sus enfados cuando las cosas se tuercen. Al día siguiente de esa broma, la partida no fue como él quería y en la rueda de prensa contestó de mala gana, con monosílabos. Normal. 

Con semejante personaje, este torneo de 2018 podría haber sido la pugna entre dos personalidades bien diferentes. Porque Fabiano Caruana es un tipo delgado, tímido, que puede recordar a Woody Wallen con sus camisas de cuadros, gafas de pasta y pelo oscuro rizado. De madre italiana y padre estadounidense, Caruana, criado en Brooklyn, mantiene a raya sus emociones y da la sensación de ser una persona sencilla a la que todo le pareciera bien. El enfrentamiento entre ambos caracteres podría haber marcado el espíritu de este encuentro, y sin embargo tampoco este asunto ha cuajado. Magnus ha dicho de Fabi: “Es tranquilo, sencillo, un chico simpático”. Me encanta. Pero reconozco que algo así no ayuda a crear conflicto. Nos falta drama.  

La cara B del ajedrez

¿Quién que se dedique a cualquier forma de arte no ha utilizado alguna vez el ajedrez como motivo? A poco que sepas mover las piezas, el ajedrez te engulle con su capacidad infinita para generar metáforas. Desde luego este juego ha inspirado obras excelentes, pero también muchas mediocres y verdaderos bodrios.  

“En su grave rincón, los jugadores

rigen las lentas piezas. El tablero

los demora hasta el alba en su severo

ámbito en que se odian dos colores.”

(Borges)

Y es que, seamos sinceros, el ajedrez tiene dos caras, y una es muy fea. En esa cara B huele a cerrado, a testosterona y a sudor. 

Por mucho que la reina sea la pieza más poderosa, por mucho que las imágenes en los tratados antiguos muestren a señoras sentadas frente a un tablero y por mucho que Santa Teresa de Jesús sea su patrona, el ajedrez ha sido también, como casi todo lo interesante, un mundo copado por los hombres, en el que éstos se han atrincherado a conciencia. Entrar en un club de ajedrez y que te miren como los asiduos de un saloon del Medio Oeste mirarían al forastero que acaba de atravesar las puertas batientes es una sensación que, al menos las mujeres de mi generación, hemos tenido que sufrir muy a menudo. Igual que en tantos otros ámbitos, el ritual de la masculinidad vetada a las mujeres se llena de condescendencia y mansplaining. Muchos clubes y aficionados necesitarían algo más que renovar chapa y pintura.  Para qué engañarnos, el ajedrez es todavía un mundo machista en el que perdura esa cara oscura, rancia y de aroma viejuno que equipara el juego con lo cerebral, lo serio, la lógica, o sea, según ellos, con el hombre.

En muchas fotografías con motivo ajedrecístico, si hay una mujer cerca de un tablero tiene todas las papeletas de aparecer desnuda o en ropa interior

La mujer entra en este imaginario ajedrecístico como lo han hecho las mujeres en los museos: desnudas, para servir de material al artista y de goce al espectador. En la película El caso Thomas Crown hay una secuencia ejemplar en este sentido. En ella, el protagonista, Steve McQeen, juega con Faye Dunaway una partida de ajedrez. Enseguida entendemos que se trata de un juego sofisticado y seductor. Vale. Es una escena de 5 minutos en silencio alrededor de un tablero. Nada que objetar. El problema radica en que es ella la que en un momento dado comienza a desplazar sus manos de las piezas a sus brazos –mientras él se concentra en la partida–, es ella la que entre movimiento y movimiento se contonea –él continúa centrado en la partida–, es ella la que después de deslizar un alfil desliza la blusa sobre su hombro dejando la piel al aire hasta que él se levanta, claro, y dice con toda su lógica de hombre: “Vamos a jugar a otra cosa”. 

En muchas fotografías con motivo ajedrecístico, si hay una mujer cerca de un tablero tiene todas las papeletas de aparecer desnuda o en ropa interior. 

Esto tendrá que cambiar, como tendrá que cambiar el lugar de la mujer en todos los ámbitos. El problema con el ajedrez es que impulsa a la despreocupada observación de que “es el deporte más democrático que existe, uno de los pocos en los que hombres y mujeres, viejos, jóvenes y niños compiten en igualdad de condiciones” (leído en la prensa). (Risas). Actualmente sólo una mujer, la china Hou Yifan, está entre los cien mejores jugadores del mundo. Judit Polgar estuvo entre los diez primeros. Las ajedrecistas tienen menos Elo sencillamente porque hay menos mujeres que se dediquen al ajedrez. No hay mucho misterio. 

#CarlsenCaruana2018. Lecturas colectivas en directo 

Los detectores de metales se pasan por mesa y butacas. Llegan los dos contendientes. Estrechan las manos. Un cristal insonorizado los aísla del público. Un cristal que permite que los espectadores les vean a ellos pero a través del cual ellos no pueden ver a los espectadores. El árbitro pone el reloj en marcha. Cinco minutos para que los periodistas tomen sus fotografías y ambos se quedan solos. Silencio y concentración durante horas en esa especie de urna aislada de todo. La puesta en escena continúa siendo espectacular:

Seguir una buena partida de ajedrez puede ser tan absorbente como leer una buena novela. Como ésta, una partida también es un mundo cerrado en sí mismo, con un principio y un final. Un mundo con sus propias reglas y donde no existe el azar. De la misma manera que durante la lectura de un relato, el tiempo transcurre de forma diferente al habitual, para los jugadores por descontado, pero también para los espectadores/ lectores. 

En esta época de retransmisiones en tiempo real y redes sociales, el cambio respecto a los torneos del pasado se ha dado no tanto en la trama o en los personajes, sino en el espectador, en la manera de leer/de seguir las partidas. Las cámaras instaladas dentro de la pecera permiten ver a los jugadores en directo, las pantallas retransmiten en tableros digitales el movimiento de las piezas mientras los comentaristas analizan las jugadas, los aficionados, al tiempo que ven ambas cosas, pueden participar en chats o redes sociales organizándose así una especie de lectura colectiva online. El primer torneo que yo seguí de esta manera fue el Mundial de 2013, en el que Magnus Carlsen arrebató el título a Vishy Anand. Las partidas podían seguirse por streaming y un par de cámaras ofrecía diferentes planos de los jugadores (No siempre es así; por ejemplo, en esta ocasión la retransmisión premium de cada partida costaba 20€, si bien en Noruega el canal público de televisión lo ha emitido gratis). El juego, durante ese Mundial de 2013, no había perdido ni un ápice de interés, pero la novedad era que ahora, de una punta a otra del planeta, se podía bromear sobre el brillo y la pulcritud del pelo de Vishy o se compartían memes sobre las extrañas posturas de Magnus. El ajedrez es todo lo contrario a la urgencia digital y sin embargo resulta ser un espectáculo que combina perfectamente con ella. Las partidas pueden durar más de siete horas. Un jugador puede estar pensando su próximo movimiento durante más de treinta minutos. Hay tiempo de sobra para comentar el discurrir de la obra con otros lectores y también para editar, cortar, tunear y compartir imágenes y memes: un gif con la mirada penetrante de Magnus ante una jugada inesperada, la curiosidad de verle jugar con el plumas puesto sobre la americana, los calcetines de diferente color. Ver cómo y cuándo se levantan y vuelven a sentarse. La manera de mover las piezas. El gesto con que se ofrecen las tablas. Se sigue la partida, sí, pero el ritmo de juego permite la atención intermitente. ¿Otra manera de leer?

Es cierto que en este mundial el transfondo político ha brillado por su ausencia y el enfrentamiento de dos personalidades diferentes no ha dado tampoco mucho juego. Pero lo que sí ha suscitado este encuentro han sido algunas preguntas casi filosóficas: ¿qué motivación puede tener quien ya está en lo más alto? ¿Quién debe arriesgar y por qué? ¿Cómo han cambiado las máquinas el juego de los humanos? Y, para mí, la cuestión más sugerente: la certeza de que las combinaciones más bonitas surgen del error. El juego defensivo y prudente entre dos contrincantes de máximo nivel tiene el riesgo de aburrir en su perfección. O sea, que en definitiva alguien tiene que equivocarse un poco para que aparezca la belleza sobre el tablero.

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Begoña Huertas

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3 comentario(s)

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  1. jose

    ¿No publican el comentario en el que se dice que la grandiosidad de Fisher se limita por la vía de los hechos a un triunfo en 1972 --y con malas artes, diría yo; no se puede tener esperando dos horas al otro contrincante--? ¿Que lo que Vds. tratan como una guerra no es más que una batalla? ¿Que esa guerra que Vds. plantean infantilmente estuvo dominada absolutamente por la escuela rusa, antes y después de su adorado Fisher? Lo lamentable es que se repite --troquela-- una y otra vez la inexactitud. Veamos: EEUU, 4 veces campeón. Rusia, 26 veces. ¿A tal grado llega la farsa? Hay otro dato fundamental y gigantesco que también manipulan. Si antes hechos así no se puede confiar ¿en qué confiar? ¿Esa es la lógica ajedrecística?

    Hace 5 años 4 meses

  2. jose

    Dale con Fisher, que ganó una vez. Por lo visto, la definitiva para los que llevan orejeras, La realidad: "La siguiente época fue absolutamente dominada por la denominada escuela soviética, y con la excepción de la victoria de Bobby Fischer sobre Borís Spaski en 1972, los siguientes cincuenta años vieron exclusivamente campeones formados en dicha escuela, incluso años después de la desintegración de la U.R.S.S."

    Hace 5 años 4 meses

  3. Román

    Cuando veo una película en que el protagonista es un jugador de ajedrez, enseguida noto que no es jugador habitual. Siempre hay varios detalles que rechinan, como la manera de pulsar el botón del reloj. Y es lógico, los jugadores de club pueden jugar varias decenas de partidas blitz a la semana, lo que significa que presionan el reloj decenas de miles de veces al año. Prácticamente todos adquieren una fluidez en la ejecución de ese gesto que no se puede alcanzar por alguien que no sea del "gremio". Con este artículo me ha ocurrido lo contrario. La autora escribe sobre el tema con una inimitable familiaridad. Quizá nunca ha jugado partidas "relámpago", pero a mí me es imposible distinguirla de los que se tiran las tardes haciéndolo. Saludos

    Hace 5 años 11 meses

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