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El rostro en extinción de Lavapiés

La fotógrafa Mamen Fuertes retrata en ‘Alma Lavapiés’ a los protagonistas de una forma de vida en los márgenes, cada vez más amenazada por la especulación inmobiliaria

Texto: Miguel Ángel Ortega Lucas / Fotos: Mamen Fuertes 28/11/2018

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Atrapar la vida, eso que pasa sin detenerse jamás, como quien atrapase la lluvia; agarrarla en el aire como a un pájaro imposible, un meteoro que sólo cruza rasgando los ojos un segundo. Tal cosa puede ser, a veces, una fotografía.

Ese pájaro salvaje revolotea más furioso, de mil maneras, mil colores distintos, en el barrio madrileño de Lavapiés, que es una plaza y una frontera, un laberinto empinado y la segunda estrella a la derecha según se baja desde la Puerta del Sol. La última isla de los piratas del centro de Madrid; el Nunca Jamás de los niños que arribaron en busca de un tesoro prometido por nadie.

Así llegó Mamen Fuertes (1965), nacida en Algeciras, a Madrid, a Lavapiés, hace más de veinte años y procedente de Granada (donde vivió otros doce, donde se formó y comenzó a trabajar como fotoperiodista, y a publicar en revistas especializadas). Así pasó esta mujer a vivir en un barrio que es un pueblo en mitad de una ciudad, un país en mitad de ninguna parte, y la patria de los que no quieren tener ninguna. En la calle San Carlos encontró la guarida que buscaba: Bodegas Lo Máximo. Un bar que bien puede asemejarse al vientre de un galeón; por la estética –de ésa que algunos llamarían ahora kistch, antes bar de toda la vida–, pero sobre todo por la fauna que se da allí cita. A principios de este siglo, Fuertes terminó aliándose con dos grandes amigas, Piluka y Elena, ambas vinculadas también al mundo artístico e incluidas en el catálogo que nos ocupa, para regentar un bar (el lo de Lo Máximo se lo añadieron ellas) que ya entonces era para ellas el epicentro de Lavapiés: escenario –escribe Fuertes en la introducción de su obra– “de calamidades, infortunios, placeres, amoríos, venturas, aventuras y desventuras”.

Simultaneando la fotografía con su trabajo en el bar, Fuertes ha visto allí exactamente de todo: cómo sus parroquianos, íntimos muchos ya, “se han enamorado, han reído, han llorado, se han separado...”. Pero fue hace apenas año y medio cuando reparó del todo en “el campo de cultivo”, o carne de foco, que se paseaba ante el visor de su mirada cada día, cada noche. El carnaval abigarrado e interminable del mundo, al otro lado de la barra.

Con el denominador común de ser habitantes del barrio, Fuertes fue reclutando rostros para que se pusieran ante su cámara en el mismo sótano del garito –un lugar amplio, acogedor y lleno de cachivaches, como los desvanes antiguos–. Llegó a cincuenta: cincuenta “atletas de la vida”, como gusta llamarlos, recordando a Baudelaire, de quince nacionalidades distintas, conformando un “puzle en blanco y negro” de amigos y vecinos que posaron, rompiendo pudores, “con generosidad y arrojo”.

El resultado es una galería de bellísimos espectros de los márgenes: artistas, intelectuales, buscavidas, bucaneros; cantantes de fortuna, sabios de barra; gentes de variable vivir, de procedencia remota, de edades indefinibles en ocasiones, que aún habitan Lavapiés como soldados velando sin tregua su identidad irreductible. Gente, dice la fotógrafa, “que renunció” (o le renunciaron) a “llevar un tipo de vida más estable”. En el catálogo de Fuertes comparecen cincuenta miradas que no esconden nada pero que uno no sabría, en ocasiones, si ubicar ahora mismo o en los años 90, o en los 80... o en la pura posguerra. El secreto es la vida: cada una de estas personas (que “no personajes”, subraya) tienen en común ese asomo de ternura enfilándoles por la esquina de los ojos que sólo poseen quienes viven o han vivido a todo trapo, y por ello pueden mirar con la contundencia feroz o la calidez sin trampas de los que saben quiénes son, o lo van intuyendo sin remedio. Humean a derrota, muchos, pero ésta parece quedar siempre en segundo plano: acaba venciendo, in extremis, la determinación de los nacidos para sobrevivir.

“No me gusta el camino que ha tomado la fotografía”, dice Fuertes, algunos de cuyos trabajos han sido expuestos en el Centro Internacional de Fotografía y Cine (EFTI) y PhotoEspaña. “Yo vengo de lo analógico, de estudiar la historia de la foto. No quería ni maquillaje ni mucho menos retocarlas luego... Eso que dices de las épocas, quizá sea porque como los dos focos con que trabajo no alumbran mucho, se dan velocidades muy bajas y a veces surgen unos desenfoques más poéticos”. Pero siempre late, inevitable, la memoria en la retina de los maestros que educaron su mirada: Cartier-Bresson, Robert Frank, Diane Arbus...

A Fuertes le gusta aún menos la deriva que ha tomado Lavapiés: “De un tiempo a esta parte he visto cómo se puede hacer una lectura nueva de estas fotos, por la marcha que lleva el barrio. Es muy evidente”. Se refiere a la especulación, a la subida desquiciada de los precios de la vivienda en todo Madrid, aún más en el centro, y aún más en un barrio calificado en 2014 por cierto portal internacional de ocio como “el más cool para vivir”. El barrio más cool para vivir está echando a la gente que ha vivido aquí toda la vida, porque ya no puede permitirse pagar los precios de alquiler, que los propietarios pueden subir de un día para otro. La misma fotógrafa se vio empujada a mudarse hace menos de un año: doblaron literalmente el precio de su vivienda al revisarle el contrato.   

Fuertes, que pretendía sólo dar testimonio de las vidas de sus amigos y conocidos, de una forma de ser y estar en el mundo, comenzó a atisbar también en sus retratos algo más siniestro: el mapa, parcheado de cicatrices, de un mundo en extinción. “Esto de lo cool está matando todo lo que hacía del barrio un sitio más auténtico, que pasaran cosas”: a sus habitantes. Muchos de sus amigos han tenido que irse ya. Se trata de ese fenómeno que se dio en llamar gentrificación, por el cual una ciudad va siendo misteriosamente barrida por los silenciosos e implacables agentes de la oferta y la demanda. [Algo que ya viene ocurriendo, en su propio registro, en la anterior ciudad de la artista, en el Albaicín granadino.]... para acabar convirtiéndose en una suerte de centro comercial al aire libre.

Lavapiés siente esos seísmos desde hace ya años. Todavía resiste como el corazón de todo lo que el casco urbano de Madrid conserva de pueblo, de atmósfera accesible y familiar: niños correteando, ancianos en los bancos bajo los árboles, inmigrantes, músicos, canallitas de esquina, tascas populares de pelaje diverso. A pesar de su decadencia, de su seguridad variable según tramos u horarios, de los conflictos que pueden emanar por la mezcla (a veces explosiva) de su población extremadamente variopinta, comenzó hace poco a ponerse “de moda” para vivir. Casualmente cuando la orilla norte de la Gran Vía –el barrio de Malasaña sobre todo, ya completamente cool– dejó de ser tan atractiva para la juventud precaria que aún aspira a alquilar algo mayor que un zulo, y a no tener que empeñar un hígado cada vez que se sienta en una terraza, o gastrobar.

“Nosotros ya éramos invasores hace veinte años”, dice Fuertes, “pero veníamos para integrarnos con los vecinos”. Lo que ahora es habitual ver en Lavapiés es a señores de traje, maletín y apariencia extranjera oteando fachadas: “Está todo en venta. Por eso este trabajo me hizo plantearme también qué está pasando aquí”. Está pasando, en esencia, la antítesis exacta de lo que Lavapiés lleva siendo durante décadas, o siglos.

Las almas fotografiadas por Fuertes guardan todas “una historia muy particular”, trufada de zigzags y espirales, con pocos tramos rectos. Hay gentes que nacieron en este barrio, o casi, y también hijos adoptivos de Latinoamérica, África y Asia. Hay quienes engañan de manera insólita por su aspecto: alguien que pareciera de etnia gitana resulta ser del Caribe; alguien a quien se podría intuir un currículum vital opuesto puede ser “un coco de academia que no te lo crees”. Hay egipcios y andaluzas, senegaleses y europeos del este. Gente “instalada en el lado salvaje de la vida”, escribe en el catálogo –cuya impresión es inminente y que será presentado en diciembre en Lo Máximo para toda la tribu–. “Gente sin miedo, rebelde con pocos prejuicios que apuesta por ideales románticos, por el arte, por la belleza, por valores auténticos casi caducos... Gente brava, como diría mi madre”. Gente en peligro de extinción. Al menos, en esta isla del centro de Madrid.

Son cincuenta, pero “podrían haber sido cien”, dice Mamen Fuertes. “O doscientas. No es que los eligiera por ser éstos más especiales que otros. Creo que todo el mundo tiene algo susceptible de fotografiarse”.

Seguramente las cicatrices del alma, asomando en el segundo preciso, sólo por un instante: el instante en que pueden adivinarse los ojos detrás de los ojos, la mirada detrás de quien nos mira, como un desafío desde diez mil kilómetros de vida en cueros.

Atrapar la vida, eso que pasa sin detenerse jamás, como quien atrapase la lluvia; agarrarla en el aire como a un pájaro imposible, un meteoro que sólo cruza rasgando los ojos un segundo. Tal cosa puede ser, a veces, una fotografía.

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Texto: Miguel Ángel Ortega Lucas / Fotos: Mamen Fuertes

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