Pues claro que sí. Que el Atleti es lo más. Que perder dos finales de Champions contra el Madrid en tres años es una gesta de otra galaxia, concretamente de la nuestra, que si nunca dejes de creer, me mata, me da la vida, papá, ¿por qué somos del Atleti? y un añito en el infierno, y que la musculatura de Cristiano sin camiseta celebrando el cuarto gol en la final de Lisboa fue un paréntesis en el tiempo que la globalización madridista (cómo no te voy a querer) querría eterna, también la del Atleti (el corazón tiene razones que la razón no te entiende), que se crece en emociones movida por la inercia del dolor: el Atlético es un grande y como tal tiene que ganar títulos de manera arbitraria, abusiva e injusta (no seremos tan grandes entonces, afortunadamente).

Convencer de eso a los jugadores no es muy complicado, y esquivar hecatombes como la del año pasado en la fase de grupos es pura obligación deontológica. No había excusas para no ganar al Qarabag, aunque podamos pensar que esas cosas ocurren por accidente. Un accidente mortal es un gol en el 93, conducir después de cuatro orujos y tres gintonics, pero no superar a un equipo escandalosamente inferior no es una casualidad, es una pauta de conducta. Es el síntoma de que algo funciona fatal. Y despreciarla sería ingenuo y poco profesional. Lección aprendida. Este año, sí. Por lo pronto, último encargo: dos cero al Dortmund.

Lo extraño sería que el Atlético no se peleara con cierta superioridad o al menos de igual a igual con casi todos los equipos de la competición. Seamos claros: el Atlético no es superior al Mónaco, es extremadamente superior. Haciendo una comparativa entre ligas, el Mónaco, para entendernos, actualmente sería el Rayo Vallecano de la liga francesa, pero con Dolce Gabanna, caviar y otros bukaneros que se llaman Alberto, Carolina y Estefanía. Y con Radamel Falcao, aquel muchacho que se hizo delantero para triunfar en el Atlético de Madrid (así es el nexo hecho-consecuencia del colchonero). Aquel tipo de aspecto tímido, elegante y reservado que resultó ser un auténtico criminal del área y un sencillo e inocente evangelista en la homilía del pastor. 91 partidos, 70 goles y 3 títulos. Gracias por tanto, Tigre. Te perdiste lo mejor. Y esa fue la primera gran noticia de la periferia del partido, la nostalgia de Falcao y su mirada melancólica, que era una especie de felicidad lacrimosa. No es fácil marcharse de este lugar, querido, sobre todo si no te llamas Hugo Sánchez.

El temor del aficionado en este tipo de partidos era la cautela, la reserva, la dosificación del equipo cuando a efectos clasificatorios las cosas están demasiado claras. El sopor.

El tanteo del partido duró en realidad un minuto (el encuentro apenas media hora), y dejó una gran notica, que Koke volviera a meter un gol, en realidad dos noticias, que marcara (con la colaboración de Badiashile) y que fuera un auténtico churro, un gol no horrible pero sí levemente feo, y por tanto conciliaba dos factores positivos: la posibilidad de sacar una oportunidad de la nada y la efectividad. Un pase entre líneas al corazón del área que acaba en gol en el minuto uno de partido al tocar en un defensa es pura discordancia con ser el Pupas y pura correlación con tener una flor en el culo y estar en el patio del cole.

Correa, hoy haciendo de Costa, volvió a demostrar que poco importan sus minutos, tiene una constancia con la utilidad y el crecimiento, dan igual sus estancias en el campo, nunca se enfada ni tira botellas de agua contra el banquillo, precisamente porque China le queda muy lejos en el horizonte y tiene ese rendimiento maravilloso de chico de barrio bien entrenado profesionalmente que quiere aprender pero también quiere enseñar sus destrezas de extrarradio, y así se fue de su par y llegó a línea fondo tocándola cinco o seis veces con la zurda, para entregar a Griezmann que empujó a la red con el exterior de forma magistral. Correa no sabe muy bien si está en un campo de tierra del barrio de Las Flores, en Rosario, regateando a un camello de cocaína o yéndose de Biancone en el Metropolitano. Simple ilusionismo, conducción y drible incluido, qué pibe. Vino de otra galaxia, con el corazón roto, y es un tipo enorme.

En la segunda parte hubo espacio para la ovación, incluso glorificación y estima absoluta a Falcao (se iba a quedar sin uñas de los dedos, y su club es una eterna promesa del fútbol europeo, se quitó la chaqueta como si se estuviera quitando al Mónaco de encima y volviera a un equipo de mayores), que hizo emplearse con acostumbrada práctica a Oblak como si se conocieran de entrenar y tomar el pincho de tortilla juntos, y falló un penalti, no por Jan, sino casi por la afición y el pasado memorable. Solo Henry, hombre de fe, aplaudía como el Metropolitano. El Mónaco intentó jugar ante esa adversidad acomodada que empezó a ser el Atleti después del jugadón del pibe del barrio, como si no le hiciera falta matarse para ganar, con Rodri y Thomas decidiendo si jugar o no, formando un doble pivote demasiado categórico para ser noviembre. Incluso Filipe jugando a Maradona en el área porque le venía en gana.

Hasta que llegó un momento en el que coincidieron  la estirada del Mónaco y un proyecto llamado Girona. Partido a partido. Qué hombre más pesado. Saúl, Vitolo y Kalinic calmaron con su frescura, trabajaron para no sufrir, aunque Oblak vivió doce minutos de angustia a su manera, que vino a ser (al menos hoy) una manera de vivir tranquilo creyendo que estás haciendo algo importante sin demasiado esfuerzo porque te llamas Jan Oblak. Tuvo incluso tiempo de consolar a Falcao cuando erró el penalti. Ninguno sabe quién es Jardiel Poncela, pero Falcao le hizo demasiado caso: Cuando tiene que decidir el corazón, es mejor que decida la cabeza.

Habría sido maravilloso que no te fueras nunca, Tigre.