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Capitulo primero del libro #Acción, #Contradicción, #Revolución

@CervantesFAQs FEM 28/11/2018

<p>Imagen de la portada del libro <em>#Acción#Contradicción#Revolución</em>.</p>

Imagen de la portada del libro #Acción#Contradicción#Revolución.

CRISTINA REINA

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"Deja en paz a las chicas, 

Deja en paz a las chicas

Un día de estos

lo pagarás".

France Gall, Laisse Tomber Les Filles

 

Años tienen que pasar para que nos decidamos a escribir las palabras más duras de nuestra vida como mujeres. Yo voy a dar el paso: cuando tenía dieciocho años sufrí un intento de violación. 

No fue mientras caminaba por la calle a manos de un violador “profesional”, tal y como las películas, los estereotipos o los mentideros suelen describir. Fue en el piso de estudiantes que compartía y fue a manos de un simpático muchacho que conocí en un bar de Malasaña. 

Llevaba pocos meses en Madrid, en un piso junto a otros dos jóvenes, una chica y un chico. Estaba lejos de mi familia y de mis amistades habituales, pero la ciudad se abría de forma inigualable, dando la oportunidad de conocer nuevas caras y nuevos ambientes. Así que una noche fui a cenar con un grupo de amig#s y terminamos en un garito jugando al billar, bebiendo tequila y bailando al ritmo de U2 o Red Hot Chili Peppers. 

Los pocos recuerdos que aún me quedan de las horas que pasé antes de volver al piso acompañada son buenos. Nos lo pasamos bien y conocimos gente. El tópico vendría ahora en forma de frase injusta: “Ojalá no lo hubiera hecho”. Pero yo no pienso así, porque no concibo la vida como el encierro dentro de un cascarón y, como mujer, la concibo mucho menos teniendo que renunciar a conocer gente solo porque exista la posibilidad de que entre ella se halle alguien como el sujeto del que os voy a hablar. 

Una amiga me quiso invitar a un chupito en la barra y allí fue donde se nos acercaron dos chicos. Altos, guapos, graciosos, que también bebían chupitos y que también disfrutaban con U2 o Red Hot Chili Peppers. Hablamos, reímos, nos enseñaron sus tatuajes, nos entretuvimos con las típicas técnicas de ligoteo que vienen de serie cuando tienes dieciocho años y el tequila te marea algo más de la cuenta. El más alto, el más guapo, el más gracioso, no paró de lanzarme indirectas. Y lo siguiente que recuerdo es estar besándonos en la puerta del bar.  

Así estuvimos un rato. El bar ya cerrado. Mis amigas y amigos desaparecidos. Solo quedábamos el chico alto, guapo, gracioso y yo, que no soy tan alta ni tan guapa y ni siquiera soy tan graciosa como para tomarme con humor nada de lo que sucedió a continuación. 

Con la ciudad y su transporte público despertando, pensamos que sería buena idea sustituir los besos a la intemperie por otros a cubierto y decidimos ir en metro hasta mi piso de estudiantes. Una vez allí, en mi habitación, en mi cama, y sin prácticamente nada de ropa, el efecto del alcohol comenzó a desaparecer de mi organismo y me di cuenta de que tal vez no era muy buena idea lo que estaba a punto de suceder.

Lo pensé porque, como fogonazos, sentí detalles en el chico alto, guapo y gracioso, que no me resultaron nada agradables o dignos de confianza. Ha pasado mucho tiempo y no soy capaz de describirlos con claridad, pero puedo recordar que se trataba de ciertas actitudes gestuales y corporales en cierto modo agresivas.

Así que se lo dije. Lo hice de forma natural y espontánea, sin pensarlo ni meditarlo. Unas cervezas y unos tequilas pueden provocar que se te nublen un poco los sentidos pero, en cuanto los recuperé, volví a ser la yo natural, que más que sincera es transparente. Se lo dije: “Creo que no quiero seguir”. Me miró y se rio, o quizá dijo algo, no puedo acordarme bien.

Siguió, por supuesto. Cómo vamos a parar ahora. Mira las ganas que tengo. Yo se lo volví a decir y, como vi que no le estaba quedando lo suficientemente claro, cerré las piernas. Y él hizo lo que nunca pensé que alguien me haría solo para que prevaleciera su voluntad y su deseo antes que mi legítimo derecho a no tener una relación sexual si no la quiero: abrió mis piernas con fuerza hasta el punto de hacerme mucho daño en el muslo. Un movimiento que me sorprendió y del que intenté zafarme, primero con “buenos modales”, pero al no surtir efecto, reaccioné dándole un empujón.  

No tengo ni idea de dónde saqué las fuerzas, porque mi cuerpo no es muy grande. Pero lo logré. De lo que tampoco tengo ni idea es de si grité o si le dije algo, un simple “No”, un insulto, cualquier cosa. Porque por más que me sumerjo y salgo a coger aire una y otra vez, no puedo acordarme. Todo lo que aparece en mi mente es aquel empujón que le di, logrando que se apartara y que yo pudiera incorporarme.

No sé si hubo posterior conversación, cruce de frases –de miradas supongo que sí, yo suelo mirar a los ojos y a veces hasta suelo expresarme más con ellos que con las palabras– pero conseguí, desde mi rincón y mis piernas por fin cerradas, que se vistiera y se fuera. Y esto, que sí que no he olvidado porque me ha perseguido a rachas durante los siguientes dieciséis años de mi vida, fue lo que me dijo antes de marcharse por la puerta: “Hoy no te pago”.

Nunca había escuchado cuatro palabras que encerraran más desprecio. No es porque que yo niegue la dignidad que pueda tener una prostituta y que sé que, si renuncia a ella, no es en ningún caso su culpa, ya que hablan por ella crueldades sistémicas como la necesidad y la desesperación. Remarco que aquella frase rezumaba desprecio por la connotación patriarcal y profundamente machista que escondía. 

Ese chico, que con toda probabilidad era querido por su familia, su madre, sus amig#s y sus compañer#s, a mí me llamó puta, que es el calificativo que se usa sin descanso en esta sociedad cuando algo o alguien no hace lo que esperamos. Puta vida, qué hijo de puta, qué hija de puta, tu puta madre, te lo puto dije, me putean, putas feminazis, puta loca, puto gilipollas. Mierda, si hasta hay canciones llamadas Puto Puta y las hemos cantado, a pleno pulmón, en bares como ese en el que yo conocí a quien horas después me intentó violar.  

Sentí un alivio tremendo cuando escuché que se marchaba, bajaba las escaleras, abría la puerta de la calle y caminaba para perderse hacia el metro. Pensé que ya no lo vería más, pero me equivocaba. Lo volví a ver, fugazmente, en otro bar de Malasaña, manteniéndome alejada de él pero no de su mirada sarcástica en la distancia: los sacos de mierda no cambian, ni siquiera tras un empujón. 

Tras sentir ese alivio tremendo he de reconocer que afloró parte del miedo que se me había quedado en el cuerpo y lloré un poco, pero solo un poco, porque sabía que yo no era culpable de lo que había pasado. Lo sabía porque soy feminista. Y, aun así, la educación patriarcal tiene tanto poder que lo impregna todo y hasta nos hace dudar de nosotras mismas.

Así de poderosa es. Tanto como para esconder en un recoveco de nuestra conciencia esa pequeña piedra donde se tallan todas las acusaciones injustas que sufrimos las mujeres ante episodios como el que yo viví: tú lo provocaste, tú te fuiste con alguien que no conocías, tú le calentaste, tú te hiciste la estrecha. 

Siempre tú, siempre la mujer, siempre nos culpan, siempre hay algo que nosotras, no ellos, hemos hecho mal. Y todo siendo ellos los que no entienden que no significa no, aun dentro de una habitación, aun en una cama, aun sin ropa.

No significa no, en cualquier momento, después de cualquier movimiento, porque las mujeres no estamos para complacer a los hombres y porque es nuestro derecho fundamental cambiar de opinión, incluso con la ropa interior quitada, incluso con el cuerpo de un hombre encima. Nadie puede arrebatarnos este derecho bajo ninguna circunstancia. Y quien no lo entienda necesita con urgencia una reeducación. 

De esto trata el feminismoEl feminismo tiene, entre todas sus funciones, una muy importante: reeducar. A todo el maldito mundo: desde niñ#s hasta abuel#s. Desde los consejos de administración del IBEX 35 y sus acólit#s, hasta el mundo obrero y tod#s l#s trabajador#s. 

A lo largo de nuestra vida, transmitidos desde diferentes esferas, principalmente la familia, los amigos, la educación académica, las instituciones y los medios de comunicación de masas, aprendemos los elementos socioculturales (lenguaje, valores, cosmovisiones, estereotipos, etc.…) y el funcionamiento (valores, leyes, normas latentes o no regladas, tabúes, etc.…) de la sociedad de la que formamos parte y dentro de ella, especialmente, los que representan al grupo social dominante.

A través de ese bagaje que la sociología denomina proceso de socialización, aprendemos también a concebir la naturaleza de la realidad y a nosotr#s mism#s, a definir nuestra identidad y nuestras relaciones interpersonales.

Al heredar históricamente un modelo de organización patriarcal también heredemos y reproducimos los valores, las prácticas y normas que lo sustentan y que sirven al mantenimiento de su statu quo, invisibilizándose o anulándose en ese proceso aquellos otros elementos socioculturales que pongan en cuestión su hegemonía. 

Tod#s coincidimos en lo importante que es la educación en el proceso de socialización, desde la más tierna infancia, y por eso nos preocupamos por elegir las escuelas, l#s maestr#s y las lecciones que servirán para que cada niñ# crezca aprendiendo conocimientos y valores.

La pregunta es: ¿Se está haciendo bien? Porque, si nos guiamos por lo relativo a una cuestión básica de justicia social como es la perspectiva de género, tristemente tendremos que responder que no.  

A lo mejor por eso se explica, por ejemplo, que 26 países del mundo aún tengan reservas en aplicar la igualdad de derechos en el matrimonio o la familia, y que 17 tengan esos mismos reparos en eliminar la discriminación. 

La educación comienza de manera muy temprana, en todos los ámbitos de la vida, tanto a nivel individual como social, con carácter formal y no reglado o informal, y hasta en los detalles que pueden parecer más insignificantes. 

En todo momento, l#s niñ#s se están fijando en l#s adult#s e imitan sus comportamientos y los patrones seguidos. Y es un error muy frecuente restar importancia a este asunto, pensar solo que l#s pequeñ#s hacen determinadas cosas por llamar nuestra atención o porque “son cosas de niñ#s”. 

No: todo lo que hacen obedece al desarrollo de su personalidad, y lo que para alguien adult# puede parecer un simple comentario o una simple broma, para alguien más joven supone una pieza o herramienta más que, consciente o inconscientemente, está contribuyendo a la construcción de su pensamiento, sus creencias o su sistema de valores. 

Aquí es donde tenemos que detenernos y analizar qué se está haciendo mal para que el machismo, una de las manifestaciones que sostiene la ideología patriarcal, se haya perpetuado en nuestra sociedad, y que lo ha hecho a través de las rendijas de una educación con fisuras, caduca y abandonada a una pedagogía sin perspectiva de género. 

Si, a día de hoy, siguen proliferando visiones y conductas totalmente carentes de ella, tenemos un grave problema del que much#s no se quieren dar cuenta. 

Por eso, cuando entremos de lleno en nuestro debate, como iremos viendo, consideraremos como una contradicción inherente al mismo, que el patriarcado, como problemática social también se construye. Es decir, tras el consenso que cobija la consideración de cualquier realidad social como problema, por ejemplo, la desigualdad salarial entre hombres y mujeres, operan muchos factores pero, entre ellos, el más destacado es el beneficio e interés que el grupo dominante obtiene al otorgar o no esa consideración.  

Siempre me resulta curioso, al mismo tiempo que me entristece, la existencia de tantas personas secuestradas por un sistema profundamente desigual e impuesto, nunca elegido y que, además, es aceptado bajo la infame premisa de ‘las cosas son así y nunca cambiarán.’ La afirmación es falsa y desalentadora, y juega el papel de cómplice de los grupos opresores.  

Este mensaje no puede calar en nuestra sociedad y es tarea de tod#s desmontarlo. La educación, por tanto, es imprescindible para ello, y si realmente queremos crecer, si queremos la plena igualdad y el cumplimiento de todos nuestros derechos, la educación tiene que ser feminista y darse, como explicaba hace unas líneas, en todos los ámbitos del proceso de socialización. 

Y, por supuesto, tiene que entrar en todos estos ambientes por medio de los instrumentos más potentes que poseemos en estos tiempos: la tecnología e Internet en general y los medios de comunicación y las redes sociales en particular.  

Es una tarea muy complicada, pero no es imposible. Porque luchar por lo que es justo no es un imposible. Que no nos líen.  

Nos enfrentaremos a expresiones contrarias como el machismo, normalizado durante siglos hasta el punto de materializarse en normas (escritas o no), conductas y expresiones verbales que manejamos sin ser conscientes de ellos muchas veces. 

El lenguaje, como rueda de transmisión de los elementos culturales plasma, no la visión de la sociedad que lo habla, sino la del grupo social dominante que lo habla, por lo que si una cultura es sexista en su lenguaje subyacerá esa misma ideología, cristalizando especialmente en las formas de expresión más coloquiales: refranes, dichos, frases hechas y chistes como veremos a continuación. 

Fijaos hasta qué punto el machismo está normalizado en la sociedad, que sus defensores, para justificar sus creencias, han conseguido apropiarse de una de las armas más poderosas que existen: el humor. 

Por medio de sus bromas, sus chistes y sus puyas han conseguido ponerle un disfraz inofensivo a todo un entramado patriarcal que, con cada palazo de arena, entierra más y más el movimiento feminista, lo ignora o lo deslegitima. Porque, claro, si rascamos la superficie de todas esas bromas, chistes y puyas, y señalamos lo que hay detrás, estamos siendo unas “exageradas” o unas “amargadas”, ¿verdad? 

Ya no se puede hacer humor de nada”, dirán los cuñados, siempre con sus argumentos nada demagogos. Afirmarán eso y se quedarán tan panchos, porque nadie les llamará “exagerados” o “amargados”, y eso que quienes están generalizando son ellos.  

Sí, sí que se puede hacer humor. Es más, se debe hacer. Una sociedad sin su risa y carcajada es oscura y fría, pero la cuestión radica en que estas personas no hacen humor, sino que utilizan un vehículo social, cultural y, aunque no lo parezca, educativo, para afianzar un discurso que oprime al 50% de la población y que reproduce esquemas de abuso y desigualdad.  

Y esto no es gracioso, se mire por donde se mire.  

No es gracioso porque es doloroso, porque los grupos opresores llevan mucho tiempo infligiendo dolor a los grupos oprimidos y todas nuestras denuncias necesarias como para que se tiren por tierra reforzando viejos estereotipos o patrones.

No hay quien entienda a las mujeres” es inadmisible: los justo es preguntar si alguna vez nos habéis escuchado. Y no, no hablo de oír, sino de escuchar, con todas las letras. Poniendo atención. Venga, que no es tan difícil.

Por cierto, que también las feministas sabemos hacer humor. ¿O qué os habíais pensado? Humor consciente de su labor social, cultural y educativa. Humor de verdad, que contrataca al opresor, que lo señala y lo ridiculiza. 

Humor que se pone de pie frente al machista que nos estigmatiza y le pone la cara roja de vergüenza. Humor desde abajo hacia arriba, mucho más valiente, transgresor y por qué no, educativo. 

Porque, en resumen, el feminismo tiene que reeducar a tod#s. A los hombres, para que revisen sus prácticas individuales y colectivas y se pregunten, con el corazón en la mano, qué es lo que quieren transmitir y a qué grupo, oprimido u opresor, están ayudando con ese falso humor, con ese lenguaje malintencionado, con ese patriarcado asomando su patita por debajo de la puerta una y otra vez. 

Tiene que reeducar a las mujeres alienadas, que existen en mayor número del que creemos.  

Mujer alienada es la que en algún momento perpetúa los patrones y modelos de pensamiento y conducta que sostienen un injusto sistema patriarcal. Lo puede hacer consciente o inconsciente, pero nunca será su culpa: simplemente se ha educado y socializado dentro del patriarcado, y ahora sufre el miedo, el desconocimiento o el interés que este le ha inculcado.  

Y tiene que reeducar también a las mujeres que, como yo, sientan un mínimo de vergüenza al sufrir su/s abuso/s y al contarlo después. Porque todas tenemos que aprender que es inmerecida, pues el único que tiene que sentir vergüenza de sus actos es el abusador. 

Es curioso que yo, como mujer y como escritora, haya sentido vergüenza al volcar estas líneas desde mis recuerdos hasta un lugar donde compartirlas. En todo el tiempo que me ha llevado exponerlas he percibido mi propia autocensura, pero ya no por creer que algo de lo que ocurrió aquel día fuera mi culpa, pues ahora que mi feminismo, a lo largo de los años, se ha desarrollado más, sé que no fui la culpable ni por un segundo. Es más: sé que fui completamente valiente.  

No, mi vergüenza no es de ese tipo, sino que viene a raíz de haber verbalizado los hechos que viví. Me siento mal por si las personas a las que más quiero leen las líneas y sufren por experimentar, aunque solo sea a través de un testimonio ajeno, un dolor que yo sentí aquella noche y que me ha acompañado otras veces en las que me acordaba de lo sucedido.  

Este agobio también lo necesitamos aniquilar, porque es necesario, y de forma imperiosa, que la vergüenza de contarlo se convierta en la valentía de contarlo. ¿Por qué? Porque del mismo modo que la humillación desaparece cuando aprendes y asumes tu inocencia, hay que erradicar la vergüenza de sacar lo ocurrido a la luz.  

El temor que nos impide contarlo ha de ser sustituido por un símbolo y un espacio compartido que sirva a otras mujeres para contar sus propios episodios y, con ello, visibilizar poniendo nombre a los abusos y sus culpables. Construir un marco de referencia experiencial y de horizontes compartidos.  

La acción de este primer capítulo me gusta especialmente, quizá porque soy escritora, pero estoy segura de que va a encantar y dar un soplo de vida a todas las demás mujeres. Se trata de exponer, de la manera que cada una mejor sepa, un episodio de abuso sufrido a manos de un hombre.  

Yo he actuado escribiendo, pero vosotras podéis expresaros a través del medio que queráis: la pintura, la escultura, el diseño, la canción, el baile, el manifiesto político o ideológico, la poesía, la ilustración, la fotografía…

En el anexo que encontraréis al final de este ensayo he recopilado las primeras: cinco mujeres (@vmm7773, @AnitaBotwin, @protestona1, @Zurine3 y @srtabebi) muy bravas han colaborado escribiendo sus testimonios y los de sus compañeras. Son una inspiración infinita y, como no debemos dejar que ninguna experiencia quede relegada, es momento de agruparlas todas y convertir el dolor y la injusticia en fortaleza y denuncia. 

Lancemos en redes la etiqueta #AcciónContraAgrasión y mostremos en ella cómo combatimos con nuestro arte, nuestro talento y nuestra voz a los hijos sanos del patriarcado que no han tenido reparos en atacarnos. 

Las mujeres, con nuestras acciones, contradicciones y revoluciones, vamos a empezar a cambiarlo todo, con la cabeza alta, nuestro arte en la cumbre y nuestra vida en el infinito.

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