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Por un cambio constitucional

Epílogo de ‘Fraude o esperanza: 40 años de la Constitución’

Sebastián Martín / Rafael Escudero 5/12/2018

<p>Constitución española</p>

Constitución española

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La España de la Segunda Restauración borbónica va asemejándose cada vez más, y de forma inquietante, a la de la Primera Restauración. Vivía por entonces el país una profunda escisión entre sus instituciones y la sociedad, entre sus dirigentes y los ciudadanos de a pie. Muchos fueron los intelectuales, de Francisco Giner de los Ríos o Joaquín Costa al propio José Ortega y Gasset, que designaron aquella preocupante y profunda división como la oposición entre una España oficial y la España real. Hoy volvemos a revivir en términos algo paródicos aquella disociación.

Desde que comenzó a aproximarse la efeméride de los 40 años de la Constitución de 1978, se han sucedido numerosos actos de homenaje. Todos han coincidido en tono celebratorio e inclinación acrítica. Los salones de las instituciones oficiales se han engalanado para festejar la norma que trajo la democracia y cuatro décadas de prosperidad y convivencia pacífica a España. Sin embargo, la Constitución pactada y refrendada en 1978 nunca ha estado más lejos de la vida colectiva y nunca se ha encontrado tan desmejorada como a día de hoy.

El signo más manifiesto de este deterioro es cómo ha dejado de ser la Constitución “de todos” para convertirse en ariete utilizado por un bloque social contra minorías nada testimoniales. De ensalzarse como norma “de la reconciliación” resulta empleada hoy día como dispositivo de guerra política con el que acusar, censurar o excluir a sectores nada despreciables de la sociedad. El regodeo con que algunos partidos se autodenominan, jactanciosos, como “constitucionalistas”, trazando un cordón sanitario tras el cual se colocarían los enemigos del orden constitucional, proporciona el indicio inequívoco de que, para los sectores dominantes, no todas las aspiraciones y no todas las sensibilidades caben ya en nuestra Constitución. Sus celebraciones ocultan así el secreto de un fracaso.

la Constitución sufre más a manos de aquellos que presumen de defenderla que en boca de quienes denuncian sus incumplimientos o deficiencias

Fracaso bien conocido, por cierto, en la historia constitucional. Ferdinand Lassalle preguntó una vez a sus conciudadanos qué inferían del “espectáculo” de ver alzarse “un partido” con el “grito de guerra” de “¡agruparse en torno a la Constitución!”. Y respondía: “Estoy seguro, señores, de que, sin necesidad de ser profetas, dirán, cuando tal observen: esa Constitución está dando las últimas boqueadas; ya podemos darla por muerta”.

Quizá no haya prueba más palmaria de la “crisis de los 40” que atraviesa nuestra norma fundamental que la existencia de partidos que se llaman a sí mismos “constitucionalistas”. Sus intentos permanentes de apropiación de la Constitución quiebran su originaria vocación ecuménica. El poder socioeconómico e institucional que estas formaciones representan, y su carácter relativamente mayoritario, no disculpa, sino agrava, su tendencia a la patrimonialización de una norma en la que deberían reconocerse prácticamente todos los ciudadanos sin excepción.

Y es que la Constitución sufre a manos de aquellos que presumen de defenderla más que en boca de quienes denuncian sus incumplimientos o deficiencias. Los primeros suelen convertirla en artilugio para el combate político, mutando su función primordial respecto a la convivencia social; a los segundos los mueve, sin embargo, el afán por que la norma constitucional recobre la vigencia, la representatividad y la universalidad perdidas.

Sus custodios preferentes invocan además una Constitución que poco se parece a la originalmente pactada durante la transición. De hecho, diríase que la norma fundamental enarbolada por sus defensores más acérrimos se ciñe a los siguientes aspectos: la monarquía hereditaria, “la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles” (art. 2), la defensa de “la integridad territorial” por unas “Fuerzas Armadas” (art. 8) comandadas por el rey (art. 62.h), el “derecho a la propiedad privada y a la herencia” (art. 32), “la libertad de empresa en el marco de una economía de mercado” (art. 38) y “las relaciones de cooperación con la Iglesia católica” (art. 16.3). Sin embargo, la Constitución de 1978 era eso, pero también mucho más.

Por lo pronto contenía una notable dimensión social en materia de principios y derechos irresponsablemente postergada. En la transición a la democracia se quiso fundar un Estado intervencionista, en un contexto de “economía dirigida”, con arreglo al cual la estructuración de la sociedad no podía ser una facultad cedida en exclusiva a las fuerzas del mercado. Se selló también entonces un contrato social que obligaba a los poderes públicos a colocar la igualdad material como uno de sus horizontes de actuación preferencial, y a garantizar, por consiguiente, en la medida de sus posibilidades, determinados derechos como la salud, la educación o la vivienda. Y en aquellas jornadas se acordó asimismo el establecimiento de un modelo de relaciones laborales pluralista y democrático, en el que el derecho de huelga y la obligatoriedad de la negociación colectiva tenían que desempeñar un papel central.

Lo vivido en los últimos tiempos no puede entenderse de ninguna forma como desarrollo de tales premisas constitucionales. Ha significado más bien su quiebra manifiesta. A menos de una década del estallido de la burbuja inmobiliaria, hoy de nuevo volvemos a contemplar cómo la fisonomía de nuestras ciudades, la distribución demográfica y las mismas condiciones materiales de vida las dicta el capital, según sus prioridades de inversión y acumulación. La intervención estatal solo acude a posteriori, tarde y mal, para poner remedios insuficientes a la caótica organización social promovida en exclusiva por la lógica mercantil.

Lo hemos sufrido tras la penúltima propagación del virus de la burbuja inmobiliaria, motor trucado de nuestro “milagroso” crecimiento económico incubado durante los gobiernos de José María Aznar. Asistimos entonces a la relegación absoluta de los derechos sociales, muy en particular del derecho a la vivienda, en beneficio del saneamiento de la banca con cargo a los fondos públicos. Cosa parecida vuelve a acontecer hoy con la burbuja del alquiler. Y no ha existido ni existe el más mínimo gesto institucional de tratar de equilibrar ambas necesidades colectivas, la de un sistema de financiación saneado en un entorno de libre empresa y la de garantizar a los ciudadanos poder vivir bajo un techo digno.

Asistimos a la relegación absoluta de los derechos sociales, muy en particular del derecho a la vivienda, en beneficio del saneamiento de la banca con cargo a los fondos públicos

La sanidad y la educación públicas han ido convirtiéndose en oportunidades de negocio privado. La externalización de esos servicios, con el encarecimiento de sus costes y la precarización de los empleos, ha sido la tónica en numerosos territorios. En otros, gobernados esta vez por ejecutivos socialistas, la estrategia ha sido diferente: el descenso paulatino y constante de las partidas presupuestarias correspondientes, y el desmedro también permanente de las condiciones laborales de los profesionales del sector, han provocado una situación insostenible de masificación y deterioro, traducida en una fuga continuada de las capas medias a la aseguración y la enseñanza privadas. A ello se suman los tajos presupuestarios sufridos en ambos servicios como respuesta refleja a la crisis económica, en desconocimiento reprobable de su condición de inversiones colectivas, más que de gastos sin retorno. Así, mientras en los discursos oficiales todavía sigue oyéndose aquello de que “tenemos la mejor sanidad del mundo”, en las urgencias abarrotadas y mal atendidas de los hospitales cunde la desafección y el desprecio a las instituciones, que algunos colectivos poco caros al constitucionalismo democrático no cesan de capitalizar.

En la controvertida cuestión territorial se pone en evidencia este mismo patrón. La norma fundamental proclamada por los partidos llamados “constitucionalistas” muy poco tiene que ver con la originaria de 1978. En ella no se establece la “igualdad de territorios”, sino entre ciudadanos, y se define además a España como un Estado plurinacional asimétrico, en tanto que compuesto de diferentes “nacionalidades” y “regiones”.

Por su parte, el órgano garante del orden constitucional, tras décadas de degeneración partitocrática, ha experimentado mutaciones competenciales que lo han desnaturalizado. Si, por un lado, el recurso de amparo ha dejado de existir como mecanismo eficiente en nuestro sistema, por otro, el blanqueamiento de las agresiones al orden constitucional realizadas por el Tribunal Constitucional en los últimos tiempos, muy en especial en materia laboral, lo ha sumido en un profundo descrédito. A ello se suma su instrumentalización por parte del gobierno como arma de combate contra el independentismo catalán. La estéril judicialización de este grave problema político ha provocado también, innecesariamente, el deterioro de su imagen pública y una censurable desviación funcional.

la Constitución de 1978, en tanto norma de la “reconciliación” y la “concordia” entre españoles, encaja francamente mal con el desprecio institucional a las exigencias de la memoria histórica

Por último, incluso la propia Constitución “amnésica” de 1978, en tanto norma de la “reconciliación” y la “concordia” entre españoles, encaja francamente mal con el desprecio institucional a las exigencias de la memoria histórica. Sus pretensiones ecuménicas no pueden casar con exaltaciones públicas, simbolizadas en monumentos, placas o criptas, del triunfo bélico sobre los vencidos, mucho más teniendo presente la humillación y el silenciamiento sufridos por ellos durante los cuarenta años de dictadura.  

Todos estos asuntos han sido abordados en las contribuciones que componen el presente libro. En todos ellos se puede observar una misma dinámica. La Constitución de 1978, expresión de una salida pactada con la dictadura, en ningún caso de un ruptura democrática, acuñó un modelo en muchos aspectos conservador, pero con una serie de soluciones específicas para el país y con una evidente dimensión promisoria que han caído en saco roto. El desarrollo constitucional acometido por los dos partidos gobernantes y la interpretación de la norma fundamental realizada por el Tribunal Constitucional, sobre todo en los últimos tiempos, han bloqueado, cuando no abolido, algunas de sus potencialidades más progresivas. El efecto de esas mutaciones no ha sido la implantación de un modelo político-constitucional que goce del mismo grado de consentimiento que la Constitución originaria. Ha provocado, por el contrario, que se multipliquen los problemas estructurales del país, que la Constitución imaginada por las élites se esclerotice degenerando en “régimen”, que su relevancia como norma con capacidad estructurante de la sociedad se reduzca a mínimos históricos y que los desafíos más acuciantes que enfrentamos no encuentren en ella respuesta alguna, sino más bien portones sellados a cal y canto.

Quienes más celebran hoy la vigencia y supuesta buena salud de la Constitución del 78 son justamente quienes menos desean que la cultura garantista del constitucionalismo democrático rija la actuación de los poderes públicos. Su Constitución imaginaria es simplemente un marco de reconocimiento de instituciones que quieren preconstitucionales, situadas más allá de toda disposición colectiva –como la monarquía, la integridad de la patria o la economía de mercado– y un marco de reglas procedimentales mínimas que en nada limiten la actividad de unas cúpulas políticas completamente satelizadas por poderes socioeconómicos.

Pero una Constitución, en el siglo XXI, no debería tener el mismo estatuto jurídico que una Constitución del siglo XIX, establecida solo como orden para la libre interacción de los privados en un régimen de propiedad y competencia. Si obedece a las conquistas y a la cultura acumuladas en la historia, una Constitución, a día de hoy, debe ser, innegociablemente, un dique frente a los poderes públicos y socioeconómicos capaz de garantizar los derechos y libertades de los ciudadanos y ciudadanas, así como un instrumento eficiente para la promoción de esos mismos derechos y libertades sin discriminación. Por eso, los sectores más críticos con los defectos de la Constitución de 1978 y con la degradación de sus virtudes suelen ser justo los mayores defensores del constitucionalismo democrático.

Dijo un célebre periodista andaluz, Jesús Quintero, que la Constitución es “la Biblia de los ateos”. Solo a ella cabe encomendarse para que reine la justicia en sociedad. Y es que su complexión auténtica solo se comprende como registro de las conquistas realizadas por la ciudadanía para preservarse frente a las agresiones del poder mediante su sometimiento a derechos. Por eso, en un escenario de pérdida de peso específico de los valores del constitucionalismo, la defensa de la Constitución no puede contentarse con su celebración acrítica. Cumple, por el contrario, reivindicar su actualización. En el contexto presente, con muchos de sus principios en suspenso, algunos de sus flancos reducidos a plena inutilidad para encarar nuestros dilemas y ausente en otros muchos por completo de la sociedad, no se protege a la Constitución de 1978 con pompa y ceremonia, como nos tiene acostumbrados el discurso oficial, sino con el reconocimiento maduro de su creciente irrelevancia y con el consejo consiguiente de su reforma y actualización para que recobre el protagonismo debido en la configuración del país.

existen hoy prioridades políticas insoslayables, como las que el feminismo y el ecologismo ponen sobre la mesa, que deben contar con urgente reconocimiento constitucional

Siguiendo la divisa de que “en tiempos de tribulación, no conviene hacer mudanzas”, el constitucionalismo ortodoxo ha señalado la inconveniencia de introducir reformas en la actualidad. Olvidan que la coyuntura en que se alumbró la propia Constitución de 1978 fue mucho más crítica que la actual, no solo por la depresión económica sino por los temores fundados a una involución autoritaria. Los mismos que recuerdan constantemente que la política es negociación, abominan, sin embargo, de la apertura de un proceso que aboca, por la fuerza, a imponer la transacción a todos los actores políticos sin excepción.

Cierto es que, con la Constitución en la mano, cabe, aquí y allá, rectificar el curso regresivo de su desaplicación, y a ello deberían desde luego consagrarse sus defensores reales. Pero confiar solo en esta vía significaría continuar dejando en manos de los actuales representantes públicos la materialización constitucional, quedando sin tocar, por tanto, el problema actual de la disociación radical entre las instituciones oficiales y una sociedad real a la que, pasadas varias generaciones desde la transición, convendría dar la palabra para decidir el sistema político que se quiere otorgar. Por otro lado, existen hoy prioridades políticas insoslayables, como las que el feminismo y el ecologismo ponen sobre la mesa, que deben contar con urgente reconocimiento constitucional.    

Cierto es también que cabe el peligro de que la norma resultante de una reforma, o de una revisión total, sea para algunos menos aceptable que la Constitución de que disponemos en la actualidad. Sin embargo, si es el resultado de un proceso abiertamente democrático y deliberativo, encarado para resolver de un modo u otro los problemas que atraviesa el país, habrá conseguido volver a colocar verdaderamente la norma constitucional en el centro de la vida pública, conjurando con ello el peligro, muy vivo, de que tales desafíos se resuelvan unilateralmente por la vía de los hechos extraconstitucionales.

Cualquiera que sea la vía tomada para activar su reforma, parece innegable que la Constitución requiere, a sus 40 años, cierta intervención quirúrgica de la que los ciudadanos y las ciudadanas, mucho más que sus partidos, deberían ser los responsables. Negarse a la intervención, por miedo a la discordia (nada impide que, en caso de no haber acuerdo, se imponga de entrada la conservación de las fórmulas actuales), es una mala manera de defender la norma constitucional, pues solo contribuye a fosilizarla y a condenarnos a que los cambios sustantivos se produzcan solo a sus espaldas o con su imprevisible rompimiento.

Junto a la Constitución, la propia población que la ha acompañado durante estos 40 años ha alcanzado suficiente mayoría de edad como para poder decidir en conjunto si desea continuar viviendo bajo el mismo articulado constitucional. Empecinarse en lo contrario solo lo convierte en un incómodo corsé cada vez más repudiado. La ciudadanía se encuentra en perfectas condiciones de madurez política para poder decidir, por ejemplo, si renueva los votos de la monarquía, o si la mayoría de representantes oficiales que continua garantizando la impunidad del rey emérito no se corresponde en absoluto con el sentir real difundido en sociedad. También es mayorcita para poder asignar como cometido irrenunciable de los poderes públicos el cuidado de los servicios universales de salud, educación, vivienda y energía, imponiéndoles mediante mínimos presupuestarios tasados o participación estatal en el accionariado, una política social determinada, o bien para ceder por entero la satisfacción de esas necesidades al libre mercado. Y también cabe que un procedimiento donde no quepan imposiciones unilaterales mutuas, basado por tanto en el diálogo, la negociación y la transacción, acabe por desinflamar la endiablada cuestión territorial, modificando la estructura territorial en el sentido del reconocimiento pleno del carácter nacional de Cataluña y el País Vasco y de estructuración real de las instituciones, desde su misma génesis constituyente, con arreglo a la lógica federal.

Por todos estos motivos, nos parece que la mejor manera de celebrar los 40 años de la Constitución de 1978 es abogar por un cambio constitucional.      

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Sebastián Martín / Rafael Escudero

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