Desde el auge de los imperios coloniales en el siglo XVI y la expansión de la sociedad internacional capitalista desde el siglo XVIII, el racismo ha sido un elemento constitutivo de dichos procesos. Las aventuras imperialistas del Reino Unido, Francia y Alemania en el siglo XIX se justificaron a través de discursos racistas y nacionalistas promovidos por unas Ciencias Sociales en ebullición. El darwinismo social del pensador británico Herbert Spencer sirvió de coartada ideológica para las pretensiones materiales de las grandes potencias de la época. Occidente debía “civilizar” al resto del mundo a través de un proceso “civilizatorio” que conllevaba la exportación del sistema capitalista para modernizar a las sociedades no-capitalistas. 

Durante el siglo XX, el racismo siguió siendo un elemento que contribuyó ideológicamente a la organización material del sistema internacional de posguerra. El hegemonismo norteamericano y sus intervenciones en el Medio Oriente, Latinoamérica y Asia se justificaron a través de discursos racistas –disfrazados en proyectos modernizadores– que pretendían elevar a una condición “moderna” a todas aquellas sociedades que aún estaban ancladas en sistemas políticos iliberales. En contraposición a la misión modernizadora de Occidente liderada por Estados Unidos, los movimientos anticoloniales y sus expresiones académicas en las Ciencias Sociales en universidades de Occidente junto con las políticas identitarias del mundo anglosajón de la década de los setenta comenzaron a concienciar a la población de la necesidad de combatir el racismo. 

En 2008, la crisis financiera dejó en evidencia las vergüenzas del sistema. Las clases populares y aquellos grupos desaventajados ligados a los grandes movimientos migratorios del siglo XX causados por la pobreza estructural de África, la restructuración de los estados poscoloniales, y las múltiples guerras en Medio Oriente se empobrecieron. Como consecuencia, conceptos como clase y raza volvieron a estar en boga en círculos políticos y académicos. Con la caída de la “Edad Dorada” del capitalismo en el hemisferio norte, la sociedad se encontraba huérfana de conceptos con poder explicativo que pudieran ofrecer una respuesta al colapso civilizatorio que se estaba abriendo ante sus ojos. Mientras que la idea de clase volvió a la esfera pública tímidamente debido a su histórico descrédito infligido por el colapso de la Unión Soviética y el auge del posmodernismo en los grandes centros universitarios –y su crítica al universalismo–, la idea de raza cobró una gran importancia en círculos políticos, académicos y empresariales. Especialmente porque en los Estados con legados coloniales como Francia, el Reino Unido o Estados Unidos, los problemas en torno a la idea de raza  generaron grandes retos políticos y económicos. 

Desde la crisis financiera, las elites se dieron cuenta de la necesidad de mejorar el sistema económico. Figuras como la del presidente de la República de Francia Nicolas Sarkozy comentaron la necesidad de “reformar el capitalismo”. Desde entonces, el sistema ha presentado dos soluciones al colapso civilizatorio que se abrió en 2008. Por un lado, políticos como Donald Trump, Narendra Modi, Viktor Orbán, Matteo Salvini, Boris Johnson, Pablo Casado y Santiago Abascal han ofrecido una solución basada en la continuación de un proyecto neoliberal de corte soberanista arropado por un nacionalismo racista de extrema derecha que culpa a los inmigrantes y a la globalización de las desgracias que están poniendo en peligro la supervivencia del sistema. Por otro lado, las elites liberales constituidas por partidos socialdemócratas y democristianos han promovido el ahondamiento del proyecto neoliberal global a través de políticas socioeconómicas que celebran la multiculturalidad y la diversidad social con el fin de blanquear las nefastas consecuencias de sus recetas económicas. 

En los últimos años, como consecuencia del auge de la extrema derecha como proyecto global, analistas y políticos han denunciado la aparición de dicho fenómeno. En el caso de España, recientemente, se ha hablado sobre la posibilidad de crear un “cordón sanitario” para detener la aparición de la extrema derecha después de que Vox obtuviera 12 escaños en las elecciones andaluzas. Sin embargo, los medios han ignorado las consecuencias del anti-racismo propuesto por las elites liberales. Desde la elección de Trump en 2017, los conceptos de raza y anti-racismo han recobrado una fuerza inusitada. Desde entonces, la élite liberal se ha replegado en torno a la lucha del racismo promovido por los líderes iliberales que ponen en peligro el orden internacional de posguerra. Sin embargo, curiosamente, en ciertos círculos políticos, académicos y empresariales, la oposición al racismo no se ha armado en términos éticos y morales sino más bien en términos de “oportunidad empresarial”. El racismo le sale caro al sistema. Como consecuencia, la diversidad social y las supuestas múltiples y fragmentadas identidades de los individuos –clase, género, nacional, sexual– son el bebedero de nuevas ideas para la mejora del sistema económico. En otras palabras, el sistema se puede beneficiar de los diferentes orígenes sociales de los individuos con tal de favorecer su supervivencia. La “multiplicidad social” asiste a la solución de problemas económicos y políticos. Así pues, el flirteo de las elites liberales con el concepto de raza y la idea de un proyecto anti-racista se debe principalmente a la incapacidad de este para cambiar la estructura material del mundo social mientras que su elemento simbólico ayuda a blanquear los desmanes de las elites en la esfera de lo material. 

Se acercan tiempos oscuros, no tanto por la emergencia de la extrema derecha y su alternativa normativa con vocación universal, sino por la falta de un proyecto anti-racista que se articule en torno a lo material, ofreciendo así respuestas a unas poblaciones cada vez más empobrecidas. En contra de todos aquellos que sostienen que el capitalismo aún necesita un sistema ideológico que conciba el mundo en términos raciales, el sistema ya no necesita el racismo para seguir funcionando. En la actualidad, la clave de bóveda que sostiene el sistema es la dialéctica entre proyectos descaradamente racistas y opciones, que a pesar de invocar el anti-racismo, no ofrecen una alternativa material y simbólica al colapso civilizatorio que se está abriendo ante nuestros ojos. El sistema nos está robando las ideas con tal de evitar la emergencia de cualquier movimiento de oposición real. Así pues, es importante que las fuerzas democráticas repiensen su oposición al auge de la extrema derecha. Mucho me temo que el antídoto del anti-racismo no será suficiente para combatir a Trump, Salvini, Vox, etc.