Raíces y alas
Volver a morder la realidad: el lugar de lo imaginado
Clara Ramas 12/01/2019
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El vacío de lo imaginado
Si uno lee hoy una cierta constelación de textos que aparecían en el ámbito del marxismo y la izquierda en torno a los años 50 (Bloch, Sartre, Camus), lo primero que siente es pereza: hablando de temas como “utopía”, “esperanza”, “rebeldía”, “humanismo”, el tono nos resuena ingenuo, desfasado. Y sin embargo, en su forma obsoleta, quizás apunten a un lugar que en nuestra época está vacío y que puede tener que ver con los recientes fenómenos políticos que tanto revuelo y desorientación producen, y que nos dejan con la angustiosa sensación de estar en medio de un gallinero presa del pánico y el desconcierto.
Ese lugar es el lugar de lo imaginado. Estos días, Jorge Moruno recordaba una portentosa cita de Proust: “Hasta si se mira desde un simple punto de vista realista, ocupan más espacio en nuestra vida las tierras que a cada momento deseamos que aquella en que realmente vivimos”. Las tierras deseadas conforman nuestra realidad, nuestra cotidianeidad: ¿cómo no iba a tener que ocuparse de ellas la política?
Simone Weil, en 1936, muy polémicamente contra el lenguaje reduccionista del marxismo de la época, reformulaba esta idea de Proust: “La imaginación es siempre el tejido de la vida social y el motor de la historia. Las verdaderas carencias, las verdaderas necesidades, los verdaderos recursos, los verdaderos intereses, solo actúan indirectamente, porque no llegan a la conciencia de las multitudes.” Y añade, desafiante: cien o doscientos capitanes de industria reunidos en una sala forman una “manada casi tan inconsciente” como una reunión de trabajadores. ¿Cuál es la diferencia entre una manada y una sociedad? Un proyecto compartido de vida buena. Los animales, decía Aristóteles, se juntan en la manada para (sobre)vivir: comer, reproducirse. Los humanos se juntan en la polis para “vivir bien”. No puede reconstruirse el lazo social apelando a “las cosas de comer”. Esto no es ninguna clase de idealismo: a nadie se le escapa, en toda la tradición del republicanismo, desde Aristóteles a Kant o Marx, que para “vivir bien” es necesario poder “comer” antes. Y claramente no es lo mismo solucionarlo con esclavos que democratizando el acceso a los medios de producción. Pero necesario no es igual a suficiente, y que una condición sea requisito de algo no significa que pueda formularse como fin y sentido de ese algo. En lo político, que tiene su lógica propia, se requiere un aglutinante, un horizonte, un proyecto: ello supone afectos, símbolos, referentes compartidos.
“Cosas de comer” o guerra de afectos
En lo teórico, Althusser y otros han intentado trazar el hilo rojo que une materialismo con imaginación, afectos, cuerpo. Pero en lo político no hay tiempo para eso. Se leen estas semanas numerosas declaraciones de este tipo: mientras Podemos y PSOE suben el SMI a 900€, igualan los permisos o elevan las pensiones, PP-C’s-Vox subvencionan la caza y los toros, desprotegen a las mujeres o criminalizan a la inmigración. Mientras unos se “envuelven en banderas”, otros hacen país con las “condiciones materiales”. Mientras Vox nos arrastra a “guerras culturales”, Podemos debe preocuparse de “las cosas de comer”.
En lugar de pelear por cuáles gritos de indignación moral suenan más alto, hay que comprender. Y comprender que si Vox ha salido a escena y seguirá ganando protagonismo, es porque enarbolan una idea, un proyecto. Excluyente, aberrante, reaccionaria, pero una idea. Una idea de orgullo, una identidad, un aire de renovación, unos símbolos, una reformulación cultural que se pronuncia sobre quiénes somos, cómo vivimos, cómo nos relacionamos, etc. De nada sirve demostrar y repetir mil veces que es todo un enorme fraude, que su presidente es un vividor de chiringuitos y corruptelas –¡y ni siquiera hizo la mili!-, que sus propuestas suponen un retroceso en derechos, que son técnicamente irrealizables o, las realizables, nefastas para la mayoría, especialmente para los más desprotegidos. Todo ello es, en el plano de los hechos, rigurosamente cierto: ahora bien, en el plano de los afectos, no basta. En el plano del análisis funciona, en el de la política no. Los votantes de Vox no se acercan ni porque sean fascistas convencidos ni porque estén convencidos de que sus medidas van a arreglarles “las cosas de comer”. Muchos ni siquiera conocerán las medidas concretas, algunos incluso si las conocieran con detalle quizás cambiarían de opinión. Pero da igual, no va de eso. La política no va de superioridad moral o epistemológica, de conocer mejor la realidad y explicarla a los otros regañándoles. Va de generar afectos aglutinantes más fuertes. La izquierda se ha reído de la imagen de Abascal a caballo, pero ésta ha sido más poderosa que todos los vídeos de críticas a la corrupción de la Casa Real juntos. Los votantes se acercan a Vox porque se han visto emocionados o apelados por ese afecto: y es lo primero que se impone reconocer.
¿Cuál es ese afecto? La construcción afectiva de Vox reposa en el miedo, la incertidumbre y el resentimiento: azuza la formación de identidades tóxicas construidas desde el victimismo –contra las mujeres, contra los catalanes, contra los inmigrantes-, y desde ahí, sólo desde ahí, habla de España o de orgullo, favoreciendo en la práctica a una minoría de privilegiados. Es una construcción reaccionaria, que pone la nación al servicio de los poderosos y la opone al pueblo. Pero sólo se desactivará si a ello se opone otro afecto más fuerte: un amor y un orgullo de una España amplia, diversa, popular, que protege y cuida.
Imaginar la patria
La imaginación, seguía Weil, es un “factor real”: establece los límites dentro de los que el poder puede ejercerse y “morder la realidad”. La realidad por sí sola no nos dice dónde están esos límites. Es al revés. La acción, la libertad humana, decía Kant, es una grieta, y hasta dónde pueda llegar no puede definirse de antemano. Cambia a cada momento. Y sentir en cada momento esos límites, leer el ánimo colectivo, dice Weil, es saber gobernar. Un poder colectivo movilizado podrá morder la realidad en lugares que antes parecían inaccesibles. Lo vimos con el 15M. Pero para poder llevar a escena una obra y que no quede en libro impreso, hay que acertar el momento y el afecto. Hoy, para poder volver a morder la realidad, hay que sentir por dónde caminan esos afectos y construirlos de otro modo. Esto es una tarea cultural, más larga, y que a la vista está que no va a venir de aparatos o direcciones de partidos.
Seguramente no por casualidad Bloch acaba su El principio esperanza con un concepto: la patria. Éstas son sus bellas palabras finales:
“La verdadera génesis no se encuentra al principio, sino al final, y empezará a comenzar sólo cuando la sociedad y la existencia se hagan radicales, es decir, cuando aprehendan y se atengan a su raíz. La raíz de la historia es, sin embargo, el hombre que trabaja, que crea, que modifica y supera las circunstancias dadas. Si llega a captarse a sí y si llega a fundamentar lo suyo, sin enajenación, en una democracia real, surgirá en el mundo algo que ha brillado ante los ojos de todos en la infancia, pero donde nadie ha estado todavía: patria.”
Pese a lo que sugiera el ritmo frenético de los telediarios y Twitter, ésta es la tarea más urgente ahora. Mirada larga: ser capaces de vislumbrar un final proyectado que vuelva a movilizar aquí y ahora, que vuelva a atenerse a la raíz: pensar una patria como lugar hacia donde vamos para hacer cosas juntos. Encarnarla y empezar a movernos.
El vacío de lo imaginado
Si uno lee hoy una cierta constelación de textos que aparecían en el ámbito del marxismo y la izquierda en torno a los años 50 (Bloch, Sartre, Camus), lo primero que siente es pereza: hablando de temas como “utopía”, “esperanza”, “rebeldía”, “humanismo”, el tono...
Autora >
Clara Ramas
es doctora Europea en Filosofía (UCM). Investigadora post-doc en UCM y UCV. Tratando de pensar lo político hoy desde un verso de Juan Ramón Jiménez: “Raíces y alas. Pero que las alas arraiguen y las raíces vuelen”.
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