Crónica de una amistad inesperada
El autor rememora su amistad con el recientemente fallecido Claudio López de Lamadrid, fraguada en los años previos a su despliegue como gran editor
Edgardo Dobry 26/01/2019
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Conocí a Claudio López antes de que fuera editor, cuando todavía no habíamos cumplido los treinta años. Fue a finales de la década de 1980; nos conocimos, si no recuerdo mal, en una tertulia literaria en el antiguo bar Velódromo. Me resultaría difícil acertar el modo en que llegué allí; quizás fue por Mihály Dés, a quien había conocido a causa de uno de mis primeros trabajos en Barcelona: la lectura de manuscritos para la agencia de Carmen Balcells. Difícil pensar en dos personas con situaciones más distintas: Claudio era el primogénito de una familia de gran alcurnia, tenía una red de parientes y amigos que abarcaba ampliamente la ciudad y el país; yo no hacía mucho que había aterrizado en Barcelona con el único patrimonio de un ingenuo entusiasmo. Sin embargo nos hicimos amigos de inmediato. Sin duda en esto debe de haber influido una de las características suyas que ha sido señaladas en todos los testimonios escritos en la prensa durante los días posteriores a su muerte: su profunda y extensa generosidad, su capacidad de interesarse sinceramente por la gente.
Creo que esa virtud se vinculaba con la seguridad sin fisuras respecto del lugar que ocupaba, cosa que le permitía incorporar a su mundo a quienes le caían bien sin ninguna necesidad de poner obstáculos o distancias. Claudio no era un niño pijo, era un aristócrata: dos categorías casi opuestas. Cuando yo lo conocí esa condición parecía pesarle un poco, como si su destino tuviera algo ya fijado a lo que él, quizás, no iba a renunciar, pero tampoco quería tenerlo demasiado presente. Tengo la impresión de que todos los círculos que, a lo largo de su vida, giraron a su alrededor, tuvieron el aire de la corte de un príncipe heredero. Claudio estaba tan convencido de su propia solvencia como de su capacidad para dar sin cálculo, incluso mostrando una cierta intolerancia hacia la gratitud que recibía a cambio. Se arrogaba, eso sí, un derecho de aristócrata: toda persona que fuera cercana a él debía estar preparada para recibir la descarga improvisa de un berrinche monumental. Yo recibí alguno tan estridente que, durante años, mi “familia” barcelonesa me lo recordó en medio de carcajadas.
Claudio no era un niño pijo, era un aristócrata: dos categorías casi opuestas
De esos primeros años de amistad recuerdo con nitidez dos episodios. Claudio siempre fue un entusiasta de la tecnología y, si no me equivoco, tuvo unos de las primeras computadoras Apple que hubo en Barcelona. Yo estaba corrigiendo los poemas de mi primer libro y se los di a leer; él me dijo algo así como “tus poemas están bien pero estarían mejor si lo pasaras al ordenador”. Él vivía en Sant Gervasi, en la zona alta de la ciudad, cerca del Paseo Bonanova. Allí, en el estudio de su casa, escribí por primera vez en mi vida en el teclado de una computadora; el documento, como no podía ser de otra manera, quedó lleno de erratas. Pero yo salí de su casa con la certidumbre de haber accedido a otra dimensión, como un astronauta que vuelve de la Luna.
El segundo episodio sucedió en Comillas, Cantabria, donde la familia tiene una casa que, según creo, se usaba para los veraneos. Recuerdo haberme bajado del tren en la estación de Santander, donde Claudio me recogió; recuerdo haber pasado varios días en esa casa que, para un argentino con poca experiencia en linajes y títulos de nobleza, era como entrar en un sueño diurno. Días de lecturas en el parque que rodeaba la casa, de almuerzos atendidos por camareras en uniforme. En una ocasión pasaba cerca de un teléfono que sonó y atendí; a lo mejor mi memoria lo deforma y magnifica todo pero creo recordar que debí –entre el miedo a cometer algún grave error de protocolo y la diversión ante la escasa importancia que mi anfitrión parecía darle a todo ese boato– dar un mensaje proveniente de alguna esfera cercana a la familia real.
Hacia 1993 yo tenía que mudarme de departamento; pasadas las Olimpiadas, el panorama había cambiado para quien buscara vivienda en la ciudad: todo era más caro y las exigencias hacia el inquilino, mayores. Claudio acababa de mudarse a un piso en la calle Códols, muy cerca de la Plaza Real y a dos pasos de calle Escudellers, en la zona canalla de Barcelona: barrio de prostitución, garitos sospechosos y trapicheo de sustancias de toda especie. Creo que ningún joven de su clase social se hubiera aventurado a vivir ahí. Él lo hizo porque descubrió que una tía suya, madrileña, era dueña de todo el edificio: ese barrio había sido, antiguamente, residencia de militares, puesto que cerca de allí están la Aduana y la Comandancia Militar. Claudio decidió no solo instalarse ahí –los pisos eran amplios y llenos de posibilidades– sino interceder ante su tía para que varios amigos suyos nos mudáramos al inmueble. Creo que hacia mediados de los noventa vivíamos ahí, además de Claudio y yo, un miembro de la Fura dels Baus, un abogado de buen apellido con ganas de noches bohemias, un escultor, una pintora italiana.
Claudio había conseguido que su tía le dejara, mediante una pequeña obra, unir dos departamentos, con lo cual convirtió uno de ellos en un gran salón destinado, en parte, a lugar de trabajo, y en parte a las fiestas. Durante el par de años que fuimos vecinos asistí a una buena cantidad de fiestas memorables: Claudio tenía siempre la última música publicada, mezclaba en sus reuniones a sus hermanos, cuñados y primos con poetas, artistas, amigos de sus amigos y cualquiera que tuviera ganas de juerga. El guateque en casa de Holly (Audrey Hepburn) en Desayuno en Tiffany’s, y en particular el momento en que un sombrero de dama arde sin que nadie repare en ello, puede dar una idea bastante aproximada de cómo eran esas reuniones. A veces alguien buscaba a Claudio para pedirle algo –bebida, un cambio en la música, un abrigo perdido– y de pronto descubríamos que se había ido, aburrido de su propia fiesta o quizás a llevar a alguien a casa. Por entonces –antes de comprarse una gran moto vintage con la que, durante años, recorrió la ciudad de punta a punta– tenía un enorme coche de marca escandinava absolutamente inadecuado para la estrechez de esa calle y de las del barrio en general; para encajarlo en la puerta de entrada al edificio (una antigua entrada de caballeriza) había que hacer maniobras más propias de un atleta que de un conductor.
Hacia finales de los años noventa nuestra amistad se volvió menos frecuente. La comunidad de calle Còdols se dispersó, las fiestas fueron barridas por el nacimiento de los hijos y los compromisos de todo tipo. Claudio empezó a trabajar en Grijalbo y emprendió la brillante carrera de editor que todos conocen. Como Barcelona es la capital mundial de la edición en lengua castellana, en ocasiones se tiene la impresión de que la vida literaria es un apéndice del calendario editorial: los escritores –que, sobre todo los jóvenes, con frecuencia se ganan la vida como colaboradores de los mismos sellos en los que aspiran a publicar– suelen encontrarse en presentaciones de libros, cócteles de premios, celebraciones del gremio. No creo que haya otra ciudad en que la relación de escritores y editores sea tan estrecha y fluida. De modo que durante años frecuenté a Claudio aunque no nos hubiéramos citado, y solo ahora me doy cuenta de que el mero hecho de verlo e intercambiar con él unas palabras tenía un efecto, diría, balsámico. Se ha dicho, en varios de los artículos que glosaron su figura, que Claudio infundía seguridad; la sensación de que, si él estaba presente, las cosas no podían salir mal. Así era, en efecto. Una vez más, creo que eso era una consecuencia de esa suma tan inusual de seguridad en sí mismo y generosidad sin cálculo.
infundía seguridad; la sensación de que, si él estaba presente, las cosas no podían salir mal
Las últimas veces que lo vi fue en el Invisible College, unas reuniones de intelectuales –profesores, editores, escritores, críticos literarios y amigos– que Andreu Jaume convocó, durante dos o tres años y con frecuencia mensual, en el reservado de un restaurante de calle Aribau. Siguiendo el modelo que Jordi Llovet había establecido en los años noventa en la Societat d’Estudis Literaris, primero se debatía, a partir de la exposición de alguno de los miembros, después se cenaba. En una de las últimas reuniones –creo que fue, también, la más numerosa– Andreu glosó la trayectoria de T.S. Eliot al frente de la editorial Faber, y Claudio expuso su poética de la edición tal como él consideraba que debía ejercerse en nuestro tiempo. Unos meses después, en marzo del año pasado, coincidimos en una cena, más íntima, después de un homenaje a Nicanor Parra en una biblioteca de Barcelona a cargo de Ignacio Echevarría y Rafael Gumucio. Fue en el taxi entre la biblioteca y el restaurante donde asistí, boquiabierto, a la escena en que Gumucio escribía en su teléfono móvil lo que yo creí un largo whatsapp y resultó ser un artículo para un diario chileno enviado ipso facto.
Un tiempo después de aquella cena Claudio me llamó: Raúl Zurita estaba en Barcelona y él quería organizar una cena que finalmente no fue posible porque Zurita se iba a la mañana siguiente de su lectura. Al final, la tragedia y la casualidad se anudaron: la mañana del sábado 12 de enero me levanté con la obligación de terminar un prólogo para una antología de Zurita que se publicará en Colombia. Revisando los diarios digitales antes de concentrarme en el trabajo, me enteré de la increíble muerte de Claudio y, poco más tarde, de que uno de sus últimos tuits había sido, el 10 de enero, para felicitar por su cumpleaños a “mi poeta vivo favorito”, Zurita, cuya voz leyendo unos versos cerró el funeral de Claudio López. El funeral más multitudinario que yo haya visto. Y en el que, sin embargo, sospecho que nadie había sido capaz de asumir todavía la muerte del amigo, esa nueva orfandad que significa el saber que uno no se va a encontrar a Claudio en algún momento, en una librería, en un concierto, en un email pidiendo una opinión sobre determinado poeta, y hasta por la calle paseando el perro, porque Claudio tenía algo de imposible ubicuidad y no te sorprendía enterarte de golpe de que se había mudado la semana pasada a la vuelta de tu casa. Con esa forma suya de saludarte y despedirte casi a la vez y sin embargo dejarte con la sensación de que se había alegrado de verte, mientras su torpe y simpático Thor seguía –y sigue en la memoria– dando lametazos al chorro de agua de la fuente.
Conocí a Claudio López antes de que fuera editor, cuando todavía no habíamos cumplido los treinta años. Fue a finales de la década de 1980; nos conocimos, si no recuerdo mal, en una tertulia literaria en el antiguo bar Velódromo. Me resultaría difícil acertar el modo en que llegué allí; quizás fue por Mihály Dés,...
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