REPORTAJE
“Vamos a volver a matarnos por la comida”
El conflicto entre taxistas y conductores de VTC implica tanto tecnología y transformaciones de negocio como la vieja guerra por la supervivencia laboral
Miguel Ángel Ortega Lucas 30/01/2019
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Se habla, sobre todo, en torno a la guerra Taxi-VTC que lleva librándose en las calles desde hace más de una semana, de una suerte de choque de civilizaciones, de cambio de paradigma, de enfrentamiento fatal entre modernidad y decadencia. Pero puede que lo que subyazga en el fondo no tenga tanto que ver con aplicaciones de móvil como con fenómenos bien antiguos: “Vamos a volver a matarnos por la comida, como en la Edad Media”, comenta un taxista en la manifestación frente a la sede del PP.
Lo cierto es que el ambiente que se respira en la mañana del lunes 28 de enero a la altura del número 13 de la calle Génova, en Madrid, bien podría recordar a un auto de fe en la Plaza Mayor, algunos siglos atrás. La conversación con varios taxistas en la acera –sesentones largos, muy cordiales, educados– se hace difícil por el estruendo atmosférico. Centenares de compañeros suyos han tomado ese tramo de la calle, con altavoces y banderas, y entre las soflamas de protesta puede volar algún que otro huevo, en modo catapulta, contra la fachada de la sede nacional del Partido Popular.
Ya ha habido heridos, en los dos bandos, a estas alturas: la pasada semana, un taxista era arrollado por un VTC (Vehículo de Transporte con Conductor) mientras trataba, junto con sus compañeros de protesta, de cortar la A-2 de Madrid (el conductor actuaría movido seguramente por “el miedo” al enfrentamiento, dijeron los mismos manifestantes); días después, el chófer de un VTC recibía un disparo en un hombro (sic) mientras circulaba por la Avenida del Mediterráneo. Según el colectivo de turismos con conductor, medio centenar de vehículos de ese tipo ha sufrido algún tipo de “desperfecto” desde que se iniciara la huelga indefinida de taxistas en Madrid.
Según el colectivo de turismos con conductor, medio centenar de vehículos de ese tipo ha sufrido algún tipo de “desperfecto” desde que se iniciara la huelga indefinida de taxistas en Madrid
El parón actual no es el primero. Éste sucedió el pasado verano, y tocó a su fin cuando el ministro de Fomento, José Luis Ábalos, anunció que trasladaría la competencia para regular las licencias de VTC a las comunidades autónomas; de ahí que fuera sólo, para los taxistas, una tregua. La protesta se reanudaría si no veían soluciones. El 18 de enero volvieron a ponerse en huelga indefinida en Cataluña. No les convenció la propuesta de la Generalitat de establecer un tiempo de pre-contratación para los VTC de 15 minutos; que transcurra al menos ese tiempo entre el momento en que el usuario contrata el viaje y el momento en que se lleva a cabo. Finalmente, el pasado 24 de enero la Generalitat impuso que ese tiempo de pre-contratación del servicio se prolongara hasta una hora. Esto propició la desconvocatoria de la huelga en Cataluña. En Madrid continúan, desde su inicio el día 20.
¿Qué es lo que piden los taxistas en Madrid? Principalmente, que se cumpla la ratio de un coche VTC por cada 30 taxis (no se cumple en casi ninguna comunidad autónoma, alcanzando en la capital una relación de 6.559 licencias de coches de alquiler con conductor frente a 15.576 de taxis, según los datos de Fomento de enero de 2019). El problema de las licencias VTC es que no se han aprobado más solicitudes, oficialmente, desde el año 2015, a través de un Real Decreto del gobierno de Rajoy, pero sí se siguen otorgando las que se habían aprobado antes de esa fecha, así que en realidad no han dejado de aumentar.
Ésta es la esencia del conflicto: con el crecimiento de ese negocio paralelo de transporte, los taxistas consideran que la competencia (desleal, dicen: “no están cumpliendo la ley”) ha llegado demasiado lejos. “Nosotros estamos regulados”, cuenta Antonio, uno de los taxistas con quien hablamos durante la protesta de la calle Génova. Inciden en la cuestión de que no se trata de no permitir que haya competencia, sino de que jueguen con las mismas reglas. Por eso piden también, por ejemplo, que haya más inspecciones que controlen la dinámica laboral de esos chóferes, y que los VTC no puedan recoger pasajeros de manera espontánea –levantando el brazo en plena calle, como siempre se ha hecho con ellos–, porque legalmente no pueden. Las principales plataformas de ese formato, Uber y Cabify, aseguran que no funcionan así, y que si se ve a algún peatón levantando el brazo y entrando en un coche oscuro de matrícula azul es sólo para que el conductor con el que ha contratado ya el viaje le identifique; los taxistas con quienes hablamos dicen que lo hacen de manera irregular.
Según esto estaríamos ante un conflicto con base legal, burocrática, de normas. Sin embargo, la mencionada medida sobre el tiempo de contratación del servicio de los VTC (a un taxi también se le puede llamar y no hay tiempo establecido para que llegue: lo normal es que cuanto antes llegue mejor para el usuario) es una de las cosas que la ciudadanía puede interpretar como un intento de poner puertas al campo; a un campo que los taxistas considerarían de su exclusiva propiedad. Como si no les gustara que el vecino de las tierras colindantes, recién llegado, se pusiera a explotar el terreno (un terreno que en realidad no es exclusiva propiedad de nadie) con métodos que socavan el sustento propio, porque luego salen más resultonas en el mercado de la plaza. No se trata de eso, dicen los taxistas esta mañana: “Nosotros también tenemos aplicación” (MyTaxi), y achacan que pueda existir esa impresión entre la gente a una suerte de campaña mediática anti-taxi por la cual vuelan las mentiras en la prensa y la televisión como ahora los huevos en Génova.
La versión de los usuarios, que no conocen –ni les suelen importar– los entresijos burocráticos o legales del asunto, que sólo piensan en qué opción (de transporte en este caso) les conviene más, suele ser muy similar: el taxi sale perdiendo en la comparación con los VTC.
María, madrileña, usuaria de Uber desde hace más de un año, sostiene que para ella son todo ventajas por la “calidad del servicio”. “La evolución implica mejora”, dice, y considera que un VTC es mejor que un taxi porque todo es más cómodo, más limpio y más seguro. Hay algo clave: en este tipo de coches el usuario contrata el servicio con el móvil sabiendo previamente que va a pagar equis cantidad de dinero; ni un céntimo más (también la identidad del conductor): “Yo me voy a Barcelona, y si no la conozco puedo tener la duda de que el taxista me esté llevando por el camino más largo. Con esta gente sabes que te llevará por el más corto porque el precio ya está fijado”. No es que el taxista sea sospechoso de esas prácticas a priori, pero de esta forma el conductor del VTC no podría utilizar esa treta (quizás no frecuente, pero conocida por todos) de ninguna forma.
Yurena, vasca, usuaria de Cabify, que utilizó mucho en Madrid el pasado verano, considera “abismales” las diferencias en el servicio: “Cuando cojo un Cabify sé a qué hora va a venir, sé por dónde va, y me avisa con una llamada cuando está en el punto en que hemos quedado”. El aspecto más importante para ella, de nuevo, es el precio cerrado, saber a priori cuánto te va a costar. “Tú decides si lo quieres o no”. Tampoco ha notado variación entre un viaje y otro haciendo el mismo trayecto en Madrid; distintos conductores le cobraban lo mismo. Por lo demás, el coche está “impecable; con aire acondicionado en verano y calefacción en invierno. Te dan un botellín de agua, te preguntan si quieres conversación o no, si quieres escuchar música o ir en silencio...”. Los taxistas con que se ha encontrado, dice, suelen estar “de mal humor”; los VTC “son muy agradables en general”.
La figura del taxista cabreado puede resultar un cliché pero algo tiene de cierto. Y mucho de comprensible
La figura (arquetipo urbano eminentemente madrileño) del taxista cabreado puede resultar un cliché pero algo tiene de cierto. Y mucho de comprensible: qué ser humano aguanta al volante, en una ciudad como Madrid, horas y horas de tráfico salvaje sin descomponer el gesto en algún momento, a lo largo de esas jornadas de doce o catorce horas sin las cuales –afirma Alfonso, otro de los taxistas con quienes hablamos en la calle Génova– no sale rentable el día. Es cierto que están en su puesto de trabajo (y que quien no sabe sonreír no debiera tener nunca un negocio, según cierto proverbio chino), pero el humor es variable y todo el mundo debiera tener derecho al desahogo.
Quizás María, la usuaria de Uber, desliza en esta frase otra clave mayor: los chóferes de esa empresa “se esfuerzan por cuidarte porque tienen que ganar un cliente”. Aunque no tengan ganas de sonreír, sonríen.
Ganar clientes. Hasta ahora los taxistas no tenían que hacer ningún esfuerzo por ganar clientes: el taxi era el taxi (como una rosa es una rosa es una rosa); te tocara al volante Cary Grant o el Joker de Batman. Y si uno se subía a un taxi y el taxímetro marcaba a ciertas horas un suplemento, más lo que costara el trayecto, nadie se planteaba si era más o menos justo; habría que hacer unas cuentas que el cliente no tiene tiempo ni energía de hacer. [Muy recientemente, este redactor tomó un taxi desde la parada de la estación de Méndez Álvaro: el taxista avisó de una nueva regulación había eliminado los suplementos, pero se ha establecido una bajada de bandera para los taxis tomados en estacionamiento de 7,5 euros, que en teoría cubren los dos primeros kilómetros de viaje. ¿Es justo eso para los dos partes? A priori, sin hacer estudio alguno, sentado ya en el taxi, no podemos saberlo. Tampoco en el caso de las tarifas VTC. Sí se viene comprobando que no suele haber excesivas diferencias de precio final entre ambos, a grandes rasgos.]
La palabra cliente, la palabra negocio, lleva a cierta reflexión que no resulta trivial en este caso: el hecho de que un taxi se pueda considerar un “servicio público”.
Servicio público sería, por ejemplo, según definición respaldada por juristas, “aquella actividad de contenido económico y asistencial que, bajo la responsabilidad de una Administración, es prestada de forma continua y universalmente para satisfacer necesidades esenciales de una colectividad social”. ¿Serían los taxis, según esto, una actividad “bajo responsabilidad de una administración”? No. Las administraciones se limitan a otorgar las licencias; pero las “necesidades esenciales” que el taxi viene a cubrir no las presta ninguna administración pública: se trata de un servicio ofrecido por particulares que deben cumplir la ley y rendir cuentas de sus ingresos; igual que un panadero. La cuestión es que el taxi ha ocupado desde su aparición una suerte de servicio, de necesidad perentoria en muchos casos, sin paralelo en su ámbito: de ahí, por ejemplo, que tengan el privilegio del uso de un carril, en las ciudades, que sólo pueden usar también los autobuses (transporte exactamente público, como el metro: establecido y regulado por la administración, aunque lo puedan operar empresas concesionarias).
No es, stricto sensu, un “servicio público”, pero por su regulación, y por esa sanción histórica del uso de toda la comunidad, tampoco puede ser considerado como Cabify o Uber: empresas –ahí el matiz– exactamente privadas. Esto puede explicar que un VTC ofrezca ciertas prestaciones; puede explicar que sus chóferes sonrían “siempre”; y puede que también explique el encono con que los taxistas están encarando el conflicto. Un conflicto, cabe pensar, que se habrá venido cociendo a temperaturas cada vez mayores cada día, cada noche: en ese mismo territorio del tráfico urbano tan susceptible de hacer perder los estribos a cualquiera; quizá más a quien ve cómo se le va yendo un trozo del (disputadísimo) pastel en las narices.
–¿Tanto han notado la bajada en lo que ganan?
–En un 20% por lo menos –dice Alfonso, en la protesta de Génova–. No se puede jugar así con las familias. Vamos a volver a matarnos por la comida, como en la Edad Media.
–Nosotros tenemos un carné profesional, una cartilla para ser taxistas... Lo único que ellos tienen es más dinero –señala Antonio. Se refiere a las empresas, no a los chóferes en cuestión–. Porque la verdadera mafia está ahí; no somos nosotros. Aceptamos una competencia, pero legal.
–¿Serían piratas, en su opinión?
–Ahora mismo sí. No cumplen la ley... Y hay una cosa muy clara: aquí en Madrid al menos podemos malcomer, pero en las ciudades pequeñas se los están cargando. En Segovia por ejemplo, en la estación del AVE, el Uber te pone un coche de 14 plazas, que va dejando a los pasajeros en sus sitios. Esos conductores tienen un trabajo precario, mal pagado, pero es que además a los catorce o veinte [taxistas autónomos] que había allí se los han cargao. Esto no pasa sólo en el taxi sino en todos los sectores. Y al dueño de Uber lo vamos a ir haciendo cada vez más rico. Esto es lo que tenéis que decir los medios de comunicación. Ahí es donde tenéis que ir.
–Puede haber algún golfo, claro –responde Alfonso al sacar a colación el lucrativo negocio de la reventa de licencias por un solo individuo, también en el sector del taxi–... Pero hay otra cosa mucho más peligrosa: el día en que estas empresas se hagan con el taxi, que antes o después se van a hacer, vamos a pagar el doble por el viaje. Eso es de sentido común.
–En San Francisco se han cargado el taxi –interviene un tercero.
Tiene razón. La cooperativa Yellow Cab, que aglutina a taxis clásicos de esa ciudad californiana, se declaró en quiebra a finales de 2015, ahogada por la competencia de Uber y Lyft. Según contaba Brian Solomon en este artículo de la revista Forbes, las prestaciones de estas compañías para los clientes, así como la flexibilidad de horarios, no sólo provocó la pérdida de clientela sino una sangría de conductores, que pasaron a engrosar las filas de la competencia. Si bien los responsables de Yellow Cab se lo tomaron a la americana, como un reto para resurgir de sus cenizas (su deseo era retener y conseguir conductores que “estén contentos de estar detrás” de su marca “porque ofrezcamos la mejor oportunidad de ganarse la vida con un taxi”), Yellow Cab, decía el periodista, “puede ser la primera pieza de dominó en caer en el asalto global al negocio del taxi. Muchas compañías locales de taxi han reclamado legislación para protegerles de Uber, pero la empresa”, con un respaldo de más de 60.000 millones de dólares, “es dura de derrotar”.
El problema, o matiz importante, es que no todas las empresas dedicadas a estos servicios son Uber. Y, dentro de Uber, también habrá siempre clases.
Al día siguiente de la concentración de taxistas en Génova, en la mañana del 29 de enero, los conductores madrileños de VTC hacen lo propio, pero ante la sede nacional de Podemos, en la calle Princesa, bajo el lema Somos trabajadores, no multinacionales. Según explica uno de los manifestantes, llamado Iván, a través del micrófono, la formación morada estaría tratando a taxistas y VTC’s como “marionetas políticas”, porque “mienten continuamente”. “Dan un discurso precioso hacia el taxi y mienten. Aquí [los conductores de estos vehículos] también somos autónomos y pagamos nuestros impuestos en España. No sé si lo hacen por mala fe o por ganar el voto del taxi, pero de esto comen muchas familias también... Estamos cansados de que nos pinchen las ruedas, de que nos disparen; de trabajar con miedo”.
Otra conductora, venezolana, toma a continuación el micrófono para decir que sólo aspiran a “trabajar dignamente”. “Yo sólo sé que mi empresa me paga en blanco, que me dio de alta en la Seguridad Social y que tengo derecho a mis vacaciones. Me siento orgullosa de ser conductora de Uber”... Al mismo tiempo, preguntamos al azar entre la multitud a uno de los manifestantes. Resulta ser rumano, residente en España desde hace quince años, y trabajador de una de estas empresas (cuyo nombre prefiere omitir). Opina, cauto, que “cada cual defiende lo suyo” en este conflicto. En su opinión, los taxistas “quieren seguir con su monopolio, pero hay trabajo para todos”. “Nosotros nos conformamos con un sueldo de 1.300-1.400 euros trabajando seis días a la semana entre diez y doce horas”; en su caso, con un sueldo base al que luego suma comisiones.
Dos jóvenes españolas, no mayores de 30 años, se declaran trabajadoras de Cabify, pero de la rama administrativa: dicen estar “muy contentas” tanto con el trato que reciben de la empresa como con el ambiente “joven” (“esto no se mantiene sólo de conductores; también hay oficinas que llevan adelante el trabajo”). Defienden que sus superiores dan espacio también a gente mayor “que estaba ya fuera del mercado laboral, a la que le quedaban cinco o seis años para la jubilación”. “Yo llevaba parada año y medio, soy madre, y, si puedo, aquí me quedaré”. Respecto a los taxistas, opinan que “han estado monopolizando todo”. “Puede que en algunas cosas tengan razón, pero la forma en la que están protestando” no les parece correcta, por “agresiva”. “Y si consiguen parar esto [que los gobiernos autonómicos restrinjan este nicho de negocio, como ya está apuntando la Generalitat catalana], puede haber un precedente peligroso”. “Es como si McDonald’s le declarara la guerra a Burger King” por hacer también hamburguesas.
los conductores madrileños de VTC hacen lo propio, pero ante la sede nacional de Podemos, en la calle Princesa, bajo el lema Somos trabajadores, no multinacionales
La última persona con quien hablamos, también mujer, de mediana edad, se muestra asimismo muy contenta con su trabajo: “Me encanta dar un servicio especial, digno, porque el taxi muchas veces va de ‘me conviene, no me conviene’ [llevar al potencial cliente]; con nosotros, el coche es del cliente”. Esta conductora dice trabajar entre ocho y nueve horas y estar “encantada” con su jefe. Su jefe, dice, es autónomo, dueño de una licencia VTC. Tiene a otra persona contratada, además de ella; los dos perciben un sueldo fijo, están dados de alta en la Seguridad Social y tienen sus vacaciones... El jefe de esta mujer (“una persona encantadora”) resulta ser taxista.
Hablando de esas empresas, Uber y Cabify, el día anterior (aunque hay más, no tan conocidas, como Vector Ronda y Moove), Antonio, el taxista, apuntaba con la mirada al mismo edificio de Génova, 13 –mientras sus compañeros más furiosos gritaban a quienes se asomaban a las ventanas de la sede del PP: “Te va a votar / tu puta madre”–, para explicar el sentido de manifestarse precisamente allí: “¿Es que no hay una campaña [autonómica electoral] muy cerquita...? A lo mejor necesitan dinero [el PP], y puede haber empresas interesadas en pagarla... De eso es de lo que hay que hablar. Ése es el fondo de la cuestión. Nosotros aquí defendemos nuestro subsistir”. El presidente de la Comunidad de Madrid (PP), Ángel Garrido, ya ha asegurado que no piensa seguir “el modelo catalán” implantado estos días de restricción de los VTC.
Alfonso nos alcanza un papel, un panfleto repartido en la protesta. Figuran ocho señores, cuatro por cara del papel. Junto a cada foto, un nombre y un vínculo:
“Rosauro Varó. Hijo de Amalia Rodríguez, diputada en el Congreso por el PSOE. Acumula miles de VTC’s que explota a través de Uber y Cabify”/ “Jaime Castellanos. Banquero y cuñado de Emilio Botín. Acumula miles de VTC’s que explota a través de Uber y Cabify”... La fórmula es igual con Pedro del Corro (“consejero delegado de Mediapro y Globomedia”) y Bernardo Hernández (“exconsejero de Google y Yahoo”). Continúa con el exministro de Fomento popular Íñigo de la Serna (“NEC para la implantación de sistemas de tecnología de comunicación en las ciudades”) y concluye con Ildefonso Pastor(“de diputado y senador del PP a Uber”), Isaac Martín (“del Ministerio de Fomento con el PP a Cabify”) y Xavier Cima (“marido de Inés Arrimadas [Ciudadanos],de diputado catalán a Uber”).
Reflexionaba Iñaki Gabilondo en su videoblog, a cuenta de este conflicto, que “seguramente tienen razón” los taxistas, en la cuestión de las licencias. “Pero, con las luces largas, es una batalla que no pueden ganar, porque su verdadero rival no es la competencia, sino un cambio de página en la historia” al que adaptarse sin opción. “Es difícil, es duro, es incierto...”, pero así es, “inexorablemente”.
Renovarse o morir, sí, en un mundo en que el futuro ya no es mañana sino hoy mismo; todos los días. Y no hay industria que no termine siendo deglutida por el signo de unos tiempos híper tecnologizados. Y sin embargo, más allá de aplicaciones de móvil, esta guerra Taxi-VTC se parece bastante en el fondo a algo nada nuevo bajo el sol: tribus de iguales (igual de pobres) devorándose entre sí, con razones o no, para llevar comida a la familia. Como en la Edad Media. O la del Bronce.
Se habla, sobre todo, en torno a la guerra Taxi-VTC que lleva librándose en las calles desde hace más de una semana, de una suerte de choque de civilizaciones, de cambio de paradigma, de enfrentamiento fatal entre modernidad y decadencia. Pero puede que lo que subyazga en el fondo no tenga tanto que ver con...
Autor >
Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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