No tan en contra de los cursos de escritura
¿Y si a los cursos de escritura no se tuviese que ir solo a aprender a escribir?
Azahara Alonso 2/02/2019
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Cuentan que, después de una conferencia de Camilo José Cela, uno de los oyentes se acercó al autor y le dijo: “Maestro, quisiera escribir una gran historia. Dígame cuál puede ser un buen argumento”. Cuentan que Cela respondió entonces: “Una mujer es infiel a su marido. Con esto puedes escribir Madame Bovary o el mal guion de una telenovela”. No sé cuándo ocurrió, no sé si el diálogo es verídico ni mucho menos si la anécdota es cierta, pero tampoco importa. Recuerdo que la escuché en un taller de escritura y la anoté, aplicada y con fascinación, en mi cuaderno. Todos buscamos argumentos de autoridad –más o menos velados, más o menos instructivos–: aquel chico, el de Cela; yo, el de mis profesores. Y somos capaces de ir a por ellos allá donde creemos que abundan. Hoy, en esto de los libros, tenemos las escuelas de escritura, lugares en los que autores –más o menos reconocidos, más o menos buenos docentes– imparten clases y nos recomiendan, como aquel, contar bien una historia o tener una buena trama, todo depende.
Me refiero yo a esto a raíz de un artículo de opinión de Gonzalo Torné que leí aquí, en El Ministerio. Se sumaba este a titulares análogos que han ido formando en mi memoria una hostil tradición hacia las escuelas de escritura –creativa o no–. Torné no es el único ni el más irritado crítico en este sentido: abundan textos y opiniones que consideran que los talleres son un fraude. Y es deber de todos, qué duda cabe, señalar a gurús, trileros y vendehumos, especialmente donde tanta ilusión y dinero parecen estar en juego. Pero a pesar de asentir a varias de las afirmaciones de ese artículo, creo que en él hay algún ángulo muerto.
No me demoraré más, lo diré inmediatamente: más allá de los timos o de la poca destreza docente de algunos autores reconvertidos en profesores para completar su sueldo, quizá el problema fundamental es entender estos cursos como talleres de escritura –creativa, poco importa–. “¿Qué si no”», me dirán, “si ese es su nombre, su reclamo”. Pues talleres de lectura. Y entonces se me seguirá objetando: “Eso lo puede aprender uno sin ayuda y contrastarlo después en un club”. Pero no, digo, y aun con la tecla pequeña añado: no solo (y vaya esto en su ambigüedad sin tilde).
La experiencia es un grado, sí, otra autoridad que parece irrefutable. Gonzalo Torné lleva, como indica en su artículo, “diez años (…) publicando con cierta visibilidad”, diez años coordinando “las lecturas previas de uno de los concursos literarios más conocidos de España”, y apenas terminaba yo la licenciatura por entonces –disculpen esta intromisión–. En todo caso, y por si sirviese como báculo argumental para dar unos toquecitos en la mesa, en este tiempo me he situado a ambos lados dentro de las polémicas aulas: cursé un máster en escritura –creativa, válgame Dios, aunque no suelo señalarlo– y años después y tras la publicación de mi primer libro, comencé a dar clases de aforismo y poesía. Con el tiempo, otra vez, he comprendido que una de las claves de este asunto la expresó con agudeza Grace Paley cuando dijo, casi literalmente y en contra de una de las últimas certidumbres de Gonzalo Torné en su artículo, que “enseñar a escribir no es un esfuerzo banal. Dado que las matemáticas no se imparten para convertir a los niños en grandes matemáticos, tampoco hay que pensar que todos los alumnos que salgan de un máster de escritura tienen que aspirar a ser novelistas ilustres”. De un lado u otro de la mesa, todo depende de la idea de la literatura que cada uno tiene. Y de hasta dónde se deja seducir en esto. Quiero decir que los talleres de escritura en los que he aprendido, en los que he intentado enseñar, no son fábricas de hacer best-sellers, gracias al cielo (para eso ya están algunas editoriales). Se parecen más bien a un pequeño ecosistema en el que cada alumno juega el doble rol de lector y autor, cápsulas de resonancia en las que una persona, pongamos por caso de nuevo a un matemático, dedicado por entero a su profesión como estadista, puede compartir tiempo, esfuerzos y lecturas de textos propios y ajenos, amateurs y clásicos consagrados, con gente de intereses parecidos, puede establecer una rutina de escritura y un ojo analítico para la literatura, por más que sea una aproximación y no una investigación filológica. Antes le gustaba leer, ahora sabe por qué le gustan los libros que le gustan.
En los talleres de escritura uno aprende a leer, decía, y por eso aprende a leerse. Ahí está el tema de las correcciones. En la escuela en la que trabajé durante seis años lo supe: “se aprende más de los propios errores que de una conferencia, por muy erudita que esta sea”. Pero ah, los propios errores, cómo verlos si tantas veces vamos a los talleres de escritura a que aplaudan nuestras humildemente enormes obras, tal como hace la familia, ese país de ciegos en el que somos tuertos. Por fortuna, después de una primera aproximación, incluso quienes peor encajan las críticas se adaptan a la honestidad de ese grupo de personas más objetivas con sus textos. Y con ellas, además, pueden intercambiar opiniones, recomendaciones, chistecillos internos… en fin, eso que hacen los autores consagrados con sus consagrados amigos autores.
Luego está la técnica. Y uno puede acabar, como señala Gonzalo Torné, elogiando “las audacias formales de Joyce, la narración a vuelo de pájaro de Bellow (…), las resonancias de Marías (…), los experimentos con el tiempo de Virginia Woolf”. Desde luego que sí. También puede ir más allá y convertirse en un pedante con pedigrí, que es lo que muchos deciden hacer cuando aprenden dos o tres cosas nuevas. Pero hay otra opción: ejercitarse en la identificación de esas técnicas para dejar de creernos lectores más listos que los autores (que ya basta…) y disfrutar en silencio de los andamiajes narrativos y otros hallazgos. Es algo parecido al paso a la vida adulta que damos cuando dejamos de señalar y leer en voz alta los carteles de la calle: “Mamá, mira, ahí pone 'Galerías Preciados'”. Se puede vivir sin hacer saber a los demás cuánto sabemos, porque además suele ser poco. Se puede vivir sin escribir una novela como un elogio de su técnica. Y se puede relativizar lo literario y aprender mucho en el ambiente adecuado de personas que han pasado por la experiencia de escribir una o varias novelas, aunque no sepan cómo afrontarán la próxima. Eso sí, de la creatividad y del talento ya hablaremos.
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Azahara Alonso (Oviedo, 1988) es licenciada en Filosofía. Autora del libro Bajas presiones (Trea, 2016), ha participado en varias antologías. Imparte clases de escritura. Es gestora cultural en la Fundación Centro de Poesía José Hierro.
Cuentan que, después de una conferencia de Camilo José Cela, uno de los oyentes se acercó al autor y le dijo: “Maestro, quisiera escribir una gran historia. Dígame cuál puede ser un buen argumento”. Cuentan que Cela respondió entonces: “Una mujer es infiel a su marido. Con esto puedes escribir Madame...
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