En los casi diez años que llevo publicando con cierta visibilidad no ha pasado un solo curso sin que me hayan ofrecido impartir un taller o unas charlas de escritura creativa. Hasta ahora mi respuesta ha sido siempre la misma: “No” (¿quién podía imaginar cuando solo soñaba con participar en este oficio que iba a ser tan importante gestionar el “no”?). El motivo es sencillísimo: solo sé cómo se escriben mis novelas, lo que no parece un gran reclamo para un curso, sobre todo si tenemos en cuenta que ya están escritas. Las novelas que me quedan por escribir (muchas o pocas) no sé cómo voy a escribirlas, y por grande que sea la aplicación que ponga, a lo máximo que alcanzo, cuando leo una novela, es a saber “cómo está escrita”, pero no “cómo se ha escrito”. La diferencia es importante, y volveré sobre ella. 

Inciso primero: mi negativa no está fundada en un desprecio hacia los cursos y talleres. Estoy convencido de que los alumnos van a buscar determinadas cosas y los profesores se las ofrecen. Ni siquiera tengo sospechas: conozco personas valiosísimas involucradas en el asunto. El caso es que lo único que me interesaría como profesor sería ayudar a que el novelista en ciernes fuese capaz de escribir su novela, y de eso no me veo capaz.

Vuelvo de inmediato a la diferencia entre saber “cómo están escritas” las novelas y saber “cómo se han escrito”. Propongo para entendernos emplear “técnica” como sinónimo del “cómo están escritas”, y enseguida despliego una anécdota, no nos vaya a quedar seco el artículo. Ahora no recuerdo si fue Bolaño quien le dijo a Vila-Matas o si fue el “catalán” quien le dijo al “chileno” (pero estoy 99’99% seguro de que eran estos y no otros los protagonistas de la anécdota) que en sus años como lectores de manuscritos para concursos o de aspirantes a la publicación se habían tropezado muchas veces con autores que tenían entre manos una buena historia pero a los que faltaba la técnica para contarla.

Mi experiencia es la contraria. Y no es una experiencia corta. Durante casi diez años he coordinado las lecturas previas de uno de los concursos literarios más conocidos de España. No exagero si añado que por delante de mis ojos han pasado unos trescientos manuscritos por curso; y me quedo corto, seguro. Mi impresión es que los autores se sabían una buena cantidad de técnicas; algunos, doy fe, se las sabían todas. Y aquí viene lo más sorprendente: mientras avanzaba en la lectura del libro no se me ocurría cómo mejorarlo cambiando de técnica. De hecho, si el libro no tenía arreglo es porque en un 86’72% de los casos la historia no tenía remedio.

Inciso segundo: con “historia” englobo bastantes asuntos que no pueden reducirse a la “trama” ni a la sucesión cronológica de los hechos (ni siquiera con la intromisión de unas cuantas elisiones). Se trata también del tema, de las conversaciones, de las descripciones, de los personajes y de los diálogos... De todo lo que no puede desprenderse (como quien deduce una ecuación) de una “técnica”. 

Y si lo pensamos bien, ¿qué grado de especialización interviene para que después de leer un libro salgamos elogiando la “técnica”? Yo no conozco a nadie (o para ser exactos apenas el 6’73% de los lectores con los que trato) que me venga con que: “Menuda tercera persona se gasta Fulanito”; “Hay que ver cómo borda Menganita el estilo indirecto”; “¡Qué diálogos telescópicos, qué bien ha leído este muchacho al joven Vargas Llosa!”. Ni siquiera ocurre tal cosa cuando descubrimos que el autor emplea narradores “homodiegéticos internos” (esto, por lo visto lo hago yo, pero soy bastante inocente, jamás lo hubiese advertido de no llamarme la atención un amabilísimo traductor). Estos recursos (no son otra cosa) empalidecen cuando nos ponemos a hablar de los asuntos importantes que se dirimen en un libro.    

– Pero, un momento, un momento, esto no siempre es así, elogiamos las audacias formales de Joyce, la narración a vuelo de pájaro de Bellow (como si empotrase resúmenes de novelas mucho más extensas), las resonancias de Marías (palabras que se agrupan en frases que se repiten a lo largo de la novela cambiando en cada empleo levemente su sentido como un estribillo, una salmodia o un hechizo), los experimentos con el tiempo de Virginia Woolf. ¡Incluso le he oído a usted elogiar sin la menor ironía los diálogos telescópicos de Vargas Llosa!

Y me viene bien la interrupción porque, pese a que admito el valor de todos los ejemplos citados, en el fondo me está dando la razón. Lo que elogiamos aquí solo parece una “técnica” cuando ha sido debidamente localizado y discernido, acotado y estudiado, y ya está listo para emplearlo como recurso. Pero la gracia de todas estas “técnicas” no está en su uso, no basta con ponerlas en el libro (qué nos importan los diálogos telescópicos de una pelma, quién querría leer los experimentos con el tiempo de un cursi), lo que nos subyuga en un primer momento es el hallazgo y la invención, y a continuación de qué manera específica (siempre específica) organiza la “historia”. Y esa historia en sentido amplio (trama, personajes, visión del mundo, vibración moral, diálogos, descripciones, ritmo) y que también engloba las técnicas no como recurso sino como principio operativo surgen a mi entender de una misma fuerza: la imaginación.

La imaginación es una fuerza muy misteriosa. Deja producto, pero no deja rastro, de manera que es imposible reconstruir su actividad (prueben a recordar cómo escribieron un texto de hace cinco años, prueben), de manera que es casi imposible de enseñar. Y si como sospecho el 82’71% de lo que nos gusta de un libro proviene de la imaginación enseñar a escribir novelas es un esfuerzo baldío. O eso pensaba hasta hoy. Justo mientras escribía este artículo (¡menuda trola!) se me ha ocurrido una manera que en su momento podría derivar en un curso, pero mejor se lo cuento en la próxima entrega.