EDITORIAL
Necesitamos más traidores a la patria
8/02/2019
José Antonio Primo de Rivera, al frente de una manifestación contra 'los separatistas catalanes', en la Puerta del Sol (Madrid), el 7 de octubre de 1934. El líder de Falange camina detrás del abanderado.
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El Gobierno ha abandonado la propuesta de adoptar un relator en la mesa de partidos catalanes, y todo indica, además, que ha roto las negociaciones con PDeCAT y ERC tanto para los Presupuestos como para encontrar una solución al conflicto catalán. Cabe señalar que, en efecto, es difícil negociar con el procesismo. Cualquier cosa. Fue difícil, imposible, en 2017, que finalmente aceptara lo que pactó con la mediación del lehendakari Urkullu. El carácter diletante de la clase política catalana –nueva, formada rápidamente, y en un contexto en el que el contacto con el Gobierno central hacía años que no se producía– dificulta mucho las cosas. Igual que el carácter variable de sus exigencias.
Puigdemont, por ejemplo, mientras amenazaba con una independencia, que finalmente –es preciso recordarlo– no se promulgó el 27-O, declaraba que aceptaría la vuelta al Estatut de 2007. Pero, por encima de todo, dificulta cualquier salida el hecho de que encontrar una solución puede ser algo no necesariamente deseado por unos partidos (de aquí y de allá) que han aprendido a rentabilizar electoralmente el desencuentro y el conflicto, hasta convertirlos en una suerte de identidad. Con todo, es necesario exigir a este Gobierno lo que no hizo el de Rajoy: que dialogue, que busque soluciones y mecanismos para viabilizarlas, y que no someta la política al código penal. Y no sólo eso: es necesario exigirle que no sea cobarde y no sucumba a los marcos y las reglas que imponen las tres derechas españolas, cada día más bannonizadas y joseantonianas.
Y es muy posible que eso sea exactamente lo que ha pasado. Un relator en una mesa de partidos catalanes es lo que quedaba de la propuesta inicial, por parte del procesismo, de un observador internacional en una reunión bilateral Govern-Gobierno. Era, pues, un acuerdo, una rebaja categórica, el fruto –sumamente anecdótico– de un diálogo. Carecía de importancia, salvo la de ser uno de los pocos acuerdos alcanzados entre el Govern y el Gobierno desde 2014, cuando se produjo el acuerdo, secreto, de no penalizar la consulta del 9N. El escaso diálogo anterior, desde 2012, y la ausencia de diálogo alguno posterior, han llevado al Estado a su crisis más absoluta en décadas, simbolizada en el próximo juicio al Procés, que explica a dónde lleva la ausencia de diálogo. Lleva a situaciones absurdas, a sociedades crispadas, a conflictos radicalizados, al auge de los esencialismos y, por su aplazamiento, a la erosión misma de la democracia. El acuerdo nimio de reunirse, y de que en esas reuniones hubiera un relator era, por tanto, mucho. Este dato debía primar sobre su informalidad. Por otra parte, desde 2011, cuando se inició por todo lo alto esta crisis política, han proliferado los apaños informales que han ido paliando un Estado encallado, afuncional y contradictorio, de manera opaca. ¿Por qué no aplicar la informalidad, y más cuándo crea levedades como un relator, para la solución de conflictos, y no para su ocultación?
La renuncia al relator y, más aún, la renuncia a toda negociación, ilustra, no obstante, fenómenos más inquietantes. El Gobierno no ha aguantado ni 48 horas las presiones de los tres partidos de la derecha. Es decir, no ha aguantado la vertebración de una postverdad en los medios, que han reproducido una falsedad: que el Gobierno admitía observadores internacionales en una mesa bilateral. En vez de crear un marco propio, en vez de dibujar una propuesta nítida, que defienda el diálogo, sus ventajas, la solución de conflictos e, incluso, la inteligencia por encima de la barbarie organizada, ha tirado la toalla. En la Crisis del Relator, han ganado las tres derechas, de manera absoluta. Es decir, ha ganado algo nuevo y que apenas ha empezado a formularse.
Posiblemente esa es la novedad que pueden aportar estas tres derechas. Desde los años 90, el PP, detrás de construcciones lingüísticas electrizantes, ha escondido su ultranacionalismo y todo ese mundo de negocios a la sombra del Estado que se engloba bajo la palabra neocon. Ha convertido la política en un escenario sentimental y crispado, tras el cual ocurren las cosas importantes y no explícitas. En esta crisis apenas iniciada ha dado un giro cualitativo, cargado de futuro y cotidianidad. Ha unido los conceptos nación, democracia y ley. Ha optado, a través de Vox, ese instrumento del viejo PP de Aguirre y Aznar, por nuevas formas postdemocráticas, de populismo conservador, que vienen de Estados Unidos, y que se están plasmando en Europa a través de nuevos partidos nacionalistas, que reducen la democracia al voto, otorgan todo el poder –incluso el de interpretar la ley– al representante, circunscriben la política y la democracia a la identidad nacional, y expulsan de la política, de lo posible, a quienes se ubican antes fuera de esa identidad nacional. Recurren, por otra parte, a la informalidad de una democracia movilizada en la calle, como pretenden hacer en la manifestación del 10 de febrero, en la que, dato importante, se utiliza la mentira para conmover a las masas y provocar una movilización política frente a un problema sentimentalizado.
El discurso del rey
Sí, son parte de los ingredientes y herramientas del Procés. Pero sumamente más peligrosas. Disponen de un Estado. Las tres derechas se reformularon y accedieron a su actual itinerario con el discurso del rey del 3-O de 2017. Y pueden llegar a ocupar, además, el Gobierno Central, sin más programa que la unidad nacional y una identidad españolista sobreactuada, que precisa exhibición y choque antes que diálogo. En un momento de crisis institucional y democrática, en el que la sociedad debe elegir entre la verticalización y el nacionalismo o la extensión de la participación y los derechos, parece que la propuesta más madura y con mayores canales sea la primera. Esta es la muy mala noticia. La otra mala noticia es que el Gobierno les ha dado la razón. Ha demostrado que sus métodos funcionan. Que mandan, que son imparables.
Los representantes de algo más del 40% de la sociedad catalana consideran innegociable su programa identitario y autorreferencial. Los representantes de –ya veremos– algo menos del 40% de la sociedad española pretende lo mismo, pero con mayor efectividad, ambición y posibilidades. ¿Qué puede salir mal? Todo. Hay sobredosis de patriotas. Y es necesario que emerjan más traidores a las patrias. Traidores que desprecien el nacionalismo, la tribu, sus mitos, sus gestos simbólicos. Es necesaria ambición democrática, capacidad de enfrentarse a los patriotas –a todos– con agendas inclusivas, con discursos valientes –más valientes que el de reivindicar la figura del relator–. Discursos reales que reviertan las contrarreformas democráticas de Rajoy, que apuesten, sin cálculos, por la libertad y la participación, y que, por ejemplo, utilicen las posibilidades de ser Gobierno para regular el precio de los alquileres o para defender otra vez la universalidad de la sanidad o la educación con nuevas lógicas, ahora que el Bienestar se apaga en Europa.
O se es radicalmente demócrata o, en efecto, los patriotas vendrán a poner orden y banderas. Y sólo habrá, debajo de ese orden y esas banderas, ese gran desorden que suponen el autoritarismo, la desigualdad, el odio al diferente y la reducción de derechos. Ya se les ha invitado a ello, se diría.
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