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Con la versión alemana del fascismo adueñada del país, y desde su exilio obligado, Bertolt Brecht nos regaló una lección de marketing político moderno: “un buen propagandista”, escribió, “convierte una cosa en tanto mejor cuanto peor es la mercancía. No se precisa un gran hombre para vender un arenque como si fuera un arenque, pero sí que hace falta un hombre de primer orden para vender un arenque como si fuera un lucio”. Los nazis vendieron, y la sociedad alemana compró, una mercancía moralmente averiada que pivotaba alrededor de un axioma: que hay individuos de diferente valor (mejores y peores), e individuos sin valor, infrahumanos, portadores de vidas indignas de ser vividas.
Viene a cuento rescatar la observación de Brecht para mejor entender el auge de los populismos de derechas con querencias autoritarias en las democracias liberales, porque de un tiempo a esta parte nuestro escenario político se viene poblando de vendedores de productos que la tradición ilustrada de las luces y la razón habría enviado sin contemplaciones al vertedero de la inmoralidad. El nacionalismo desatado y excluyente de que hacen gala expresiones políticas de la extrema derecha en la Europa de hoy, desde Vox a Alternativa por Alemania, desde el Frente Nacional a la Liga, por no hablar de los gobiernos de países como Polonia o Hungría, muestra un aire de familia con los fascismos clásicos, igual que lo hace su búsqueda de chivos expiatorios (en particular las personas inmigrantes de origen musulmán) y la reinvención de teorías de la conspiración (apuntando al feminismo y a su supuesta infiltración en las instituciones para socavar el dominio “natural” del varón, por ejemplo). Ahora bien: comparar, identificar vectores compartidos y avisar de los peligros no es lo mismo que equiparar ideologías o programas. Es simplemente eso: comparar, identificar, avisar… y contribuir a establecer las medidas profilácticas necesarias para evitar que controlen resortes de poder quienes no participen del consenso básico en el escrupuloso respeto de la dignidad moral de todas las personas con independencia de su género u origen. No faltan a nuestro alrededor ejemplos de cordones sanitarios. En Alemania lo practican todas las fuerzas políticas desde los cristiano-demócratas a Die Linke, pasando por Die Grünen, socialdemócratas y liberales; en Francia se ha activado el “frente republicano” cada vez que los Le Pen, padre e hija, han pasado a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales.
Interesa el qué, su programa y proyecto, pero también cómo la familia populista de extrema derecha que se ha instalado en las instituciones representativas de la mayor parte de Europa conquista los corazones y los votos de la ciudadanía, marcando de paso la agenda pública y forzando un reposicionamiento del resto de fuerzas políticas. Apremia, pues, reparar en las técnicas que emplearon los charlatanes políticos para hacerse con las riendas de países como Alemania en el periodo de entreguerras, sin duda el periodo de la historia europea que mejores enseñanzas nos ofrece para orientarnos en el aquí y ahora cuando tratamos de este tema.
Otra cima de las letras universales y coetáneo de Brecht captó el signo de su tiempo desde otro rincón de Europa: “las sociedades están dirigidas por agitadores de sentimientos, no por agitadores de ideas”, resumió Fernando Pessoa. Quienes entonces, y ahora, inducen y agitan miedos y rabia proceden como emócratas o manipuladores de emociones. Prometen soluciones sencillas, inmediatas y drásticas para revertir situaciones construidas de pérdida de esencias patrias o de desafección frente a las élites políticas, por traer a colación dos vectores que atraviesan los populismos de ese sesgo. Redes sociales mediante, la política del argumento mejor cede el paso, y los votos, a la política de las tripas más revueltas.
Nada mejor que la manipulación mentirosa para voltear las emociones de la ciudadanía. Colar un arenque como si fuera un lucio implica engaño, y ahí radica una herencia que los propagandistas de ayer han legado a los demagogos ultranacionalistas de hoy. Los fascistas históricos –consta en su diabólico haber: solo había que leer o escuchar a Hitler o Mussolini para saber lo que querían– fueron diáfanos y sinceros a la hora de presentar sus programas de expulsión del ámbito de obligación moral de categorías sociales enteras, como hicieron los nazis con los judíos; en su desprecio de la democracia parlamentaria; en su declaración de guerra a las izquierdas, en sus discursos y en el cuerpo a cuerpo en la “lucha por la calle”; en su apuntalamiento de la división ancestral de los roles de género. Al mismo tiempo trufaron su misión agitadora de mentiras, la de mayor alcance (porque pavimentó el camino al Holocausto) aquella que apuntaba a los judíos, menos del uno por ciento de la población alemana, como enseñoreados del país gracias a una conspiración con aires de taumaturgia. Los emócratas de hoy tampoco camuflan las líneas maestras de sus proyectos, ni tampoco sus fuentes de inspiración. Por entresacar a Vox de ese espectro de partidos: en su ánimo figura combatir el “yihadismo de género”, y en su corazón la apología de fusilamientos franquistas, que fueron hechos “con amor”. Lo hacen agitando miedos que a menudo carecen del respaldo de los datos. Dos botones de muestra: ni los inmigrantes son responsables de la mayoría de los crímenes de violencia de género, ni se ocultan los datos de violencia doméstica con varones como víctimas.
El nutriente de los emócratas de nuestros días son las mentiras al servicio de una causa desestabilizadora del orden social. Como en el fascismo de entreguerras.
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Jesús Casquete es profesor de Historia del Pensamiento Político en la UPV/EHU y fellow del Zentrum für Antisemitismusforschung (Berlín).
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Jesús Casquete
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