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Sin duda hay pocas aventuras tan largas, misteriosas e infructuosas como la de la búsqueda del Paso del Noroeste. Empezó muy pronto. Tras los primeros pactos papales al respecto, las potencias comerciales europeas –Inglaterra, Holanda– se quedaron sin ninguna ruta, propia y segura, para poder acceder a Oriente. Era preciso encontrar un paso, que bordeara América, y que no estuviera en manos españolas. Lo lógico era situar ese paso al norte de Canadá. Ya desde finales del siglo XV empezaron las expediciones inglesas, como la de John Cabot, un fracaso. Le siguieron las de Martin Frobisher y Willem Barents. Todas acababan igual. Iniciaban el viaje en verano, pero al poco comenzaba el frío, el mar se congelaba y los barcos quedaban atrapados en el hielo. En el siglo XVI, un español, Lorenzo Ferrer de Maldonado, afirmó haber encontrado el paso, pero tras dar razones y parámetros se consideró que mentía. A principios del XIX el Gobierno Británico ofreció una recompensa de 20.000 libras a quien diera con el paso. John Franklin aceptó el reto. Murió, con el resto de su tripulación, congelado, en un barco envuelto en olas petrificadas de hielo. Se sucedieron los intentos hasta el siglo XX, todos infructuosos. Tan tarde como en 1906, Roald Amundsen consigue cruzar el temido y legendario Paso del Noroeste. Lo hace en un pequeño barco velero, en el momento justo, ni antes ni después, evitando la muerte. El viaje sirvió para constatar que nunca jamás un barco comercial podría cruzar aquellas aguas. Se cerraba y se sellaba un sueño imposible. Y se hacía con un éxito, que era en cierta medida un fracaso.
Pero, de pronto, en 1969, un petrolero gigantesco, el SS Manhattan, atravesó el paso del Noroeste. Iba precedido por otro barco, a escasos metros. El CCGS John A. McDonald. Un barco rompehielos, que le abrió el camino. Tras casi cinco siglos de exploraciones, todo el mundo pensaba que el Paso del Noroeste era una ruta, un espacio, un recorrido. Y no, no era nada de todo eso. Era una máquina. Un rompehielos.
Casi todas las cosas que no se cumplen, es que eran otra cosa. Casi todas las búsquedas infructuosas parten de un error, o necesitan, para verse cumplidas, de algo inimaginable, que aún no existe. Desde hace tres siglos apostamos por cambiar el Estado, por ejemplo. Pensábamos que ahí transcurría la democracia, la igualdad. Pero todas nuestras aventuras y búsquedas han finalizado atrapados en olas de hielo, o llegando a la meta en barcos tan pequeños que son anecdóticos. Es posible que la democracia, la igualdad, sea otra cosa y transcurra en otro sitio. No sé. Dentro de tus zapatos. Los zapatos, a su vez, son una suerte de máquina, como el rompehielos.
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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