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La empresa es una institución protagonista del proceso económico, pero también de nuestra vida social y personal. La retórica dominante actual coloca a la empresa como el tipo de organización más eficaz y eficiente para organizar la provisión de bienes y servicios para la vida, y la ensalza como principal modo de integración y organización social para la generación de riqueza económica y bienestar social.
Ahora bien, empresas y formas de gestión de la empresa existen de muchos tipos. Sin embargo, hay un modelo dominante de empresa que determina mayoritariamente el orden de los procesos económicos, así como también las formas de entendernos como agentes económicos en la sociedad. Nos referimos al modelo de la empresa capitalista. Un modelo cuya lógica y motor de acción es la acumulación, la maximización y el crecimiento del capital económico invertido, y que concibe a los individuos como agentes económicos esencialmente egoístas, que operan en competencia y bajo el supuesto de libertad contractual. Siguiendo este planteamiento, este modelo apoya el control de los medios de producción en los propietarios del capital, por lo que convierte a la empresa en una forma de acción económica dirigida casi únicamente a responder a los restrictivos criterios de rendimiento financiero.
Pero lo inquietante de este modelo, que naturaliza el sistema capitalista y el individualismo competitivo derivado de éste como tendencia humana, es que entra en profunda contradicción con las bases que sostienen la vida. Esto quiere decir que su inercia al crecimiento constante, y con ello a la escalada extracción y destrucción de los recursos del planeta que requiere, no respeta la capacidad de resiliencia de éste, tal como nos lo demuestra el cambio climático, la pérdida de biodiversidad o la alteración humana de los ciclos de fósforo y nitrógeno. En este sentido, es tal el alcance de las presiones ejercidas sobre la vida y los sistemas biosféricos derivadas de este modelo de desarrollo económico, que la actividad humana se ha convertido en una fuerza geológica que ha justificado el uso del término “Antropoceno” para designar a la actual época geológica en la que nos encontramos.
También, por otro lado, cabe decir que la inercia acumulativa de este modelo despoja cada vez a más personas de los medios que son necesarios, tanto para participar en el sistema como para sostener el trabajo reproductivo y de cuidados que hace que éste funcione. De ello deviene la actual crisis de cuidados a la que asistimos y se va agudizando, dado que la centralidad de las relaciones de mercado que se impone en un sistema capitalista, desestabiliza y limita nuestros tiempos y posibilidades sociales para la crianza, el cuidado de amigos y familiares y, en general, para el mantenimiento de los hogares y de las comunidades más amplias; siendo éste un trabajo material y afectivo que es tan invisibilizado y minusvalorado como imprescindible para la vida.
Adicionalmente, el proyecto político neoliberal nos expone cada vez más a la posición que podemos ocupar en la organización de los flujos de capital global, de modo que estas creencias se infiltran también en la propia comprensión de nosotros mismos. Esto quiere decir que la lógica de valorización mercantil y acumulación indefinida de la empresa capitalista se extiende también sobre nuestra forma de vivir y relacionarnos, e incluso sobre la manera de identificarnos y valorarnos a nosotros mismos. El proyecto político neoliberal instaura –y propone como única alternativa posible– una racionalidad según la cual los individuos se han de aceptar a sí mismos y gestionar su propia vida como si de una relación empresarial se tratara. Es decir, bajo este marco político y su retórica, se crea lo que podríamos definir como una nueva subjetividad, que lleva a los sujetos a definirse a sí mismos como “una empresa de sí”, como diría Michel Foucault, convirtiendo la vida y a uno mismo en un proyecto individualizado, en el que se han de asumir riesgos e invertir de forma constante para adquirir “competencias” útiles en términos de mercado.
Esto es así, tanto en relación con la presión que se ejerce sobre una inmensa mayoría de personas a través de la flexibilización y precarización laboral, como con el abandono social del Estado, que genera un ambiente social de desamparo, cada vez más fragmentado y, por ende, más competitivo. En este ambiente en el que se pretende hacer a los sujetos únicos responsables de su bienestar y de las condiciones en las que viven, los individuos se ven forzados a adoptar una actitud defensiva ante su entorno, así como a asumir una disposición de permanente adaptación hacia las fluctuantes demandas del mercado laboral. Todo ello, para no verse “expulsados” como diría Saskia Sassen, de una sociedad en la que se valora exclusivamente la capacidad productiva y adquisitiva de las personas.
Esta racionalidad empresarial, madurada dentro el marco del proyecto neoliberal, se proyecta ahora desde todo tipo instancias (educativas, profesionales y políticas, públicas y privadas, etc.) y adopta cuerpo principalmente a través de metáforas como “el emprendimiento” y la figura del “emprendedor” por extensión (entendiendo a éste como un sujeto económico que hace las veces de pequeño empresario, precariado asalariado o falso autónomo, tal y como define Jorge Moruno). Estas metáforas se ensalzan ahora por encima de cualquier otro referente, en detrimento de la figura del “trabajador” principalmente, y de la garantía de derechos que –en mayor o menor medida– acompañaba a esta figura. Sirven así, por tanto, estas metáforas para eliminar la representación político-social que antes tenía el sujeto económico como trabajador, sujeto de derechos; y a la par para ensalzar la empresa, no sólo como institución y actor central de la sociedad contemporánea, sino también como –único– modo de vida y subjetividad posible dentro del proyecto neoliberal. Y este proceso es parte de lo que podemos definir la “empresarialización de la vida”, como propone Santiago Álvarez Cantalapiedra.
No obstante, ante este escenario también se han despertado voces críticas que han aprovechado esta tesitura para plantear contrapropuestas a este proceso neoliberal de empresarialización de la vida. Precisamente, es a partir de distintas reflexiones teórico-prácticas sobre el encaje de la vida –en toda su extensión– fuera y dentro de la empresa, y las formas posibles de empresa, que se nos recuerda que el modelo de empresa capitalista dominante no es la única fórmula posible de organizar nuestras relaciones económicas. Así mismo, a través de la reflexión más profunda que esto motiva sobre la definición de “lo económico” en un sentido más amplio, se resalta que son muchos y muy diversos los espacios en los que se producen relaciones económicas, más allá de aquellas que responden a la lógica de valorización mercantil y acumulación indefinida de la empresa capitalista.
Por lo que, en este contexto donde este modelo de empresa domina la esfera pública política y social, pero también la esfera privada de nuestras vidas, se (re)abren vías para pensar “lo económico” como forma de organizar los procesos que sostienen la vida. Algunas de las propuestas que se hacen en esta línea son más recientes, y otras ya tienen una larga tradición, pero todas ellas, de un modo u otro, confluyen en un cuestionamiento del paradigma económico dominante, enfatizando la imposibilidad de convertir a todos los seres humanos y la naturaleza en factores meramente productivos en términos de mercado.
En este sentido, ejemplos como el modelo de empresa cooperativo-asociativo que asume los principios que define la Economía social y solidaria, pueden ser una de las piezas clave para el desarrollo de una “cultura económica” más colectiva, democrática y sostenible, social y medioambientalmente hablando. En este modelo, que nace desde la amenaza de la exclusión y la marginación que genera el sistema productivo capitalista, lo que se nos enseña es que una empresa puede poner en el centro de su operativa el bienestar de la comunidad de trabajo y de su entorno más amplio y ser viable económicamente. Esto es, aplicando principalmente unos principios de no-lucro, de solidaridad democrática y de arraigo territorial, que se reflejan tanto en sus fórmulas horizontales (participativas-asamblearias) de generación y distribución de la riqueza y de toma de decisiones, así como en su apuesta por la creación de relaciones de proximidad y el trabajo en red entre productores y consumidores. Son ejemplos de este modelo empresas como Fiare Banca Ética, Som Energia o Som Connexió, y también iniciativas como los mercados sociales o las cooperativas integrales. Lo interesante de estos ejemplos es que enfocan la reproducción del capital como un medio, en vez de ensalzarlo como un fin en sí mismo, y que tienen como fin generar una “democratización económica” (entendiendo aquí “democratización” en un sentido amplio, como un proceso de revisión crítica de nuestras formas de producir y consumir, para ponerlas al servicio de la comunidad). De esta forma, este modelo cooperativo-asociativo de empresa, nos da cuenta de que existen unos modos de sociabilidad económica alternativos al “todos contra todos” excluyente que define y se naturaliza en la empresa capitalista, recordando en este contexto neoliberal que es posible responder de forma colectiva –no individual– para resolver las necesidades de la vida.
Por otro lado, nos sirven también para pensar de forma crítica esta empresarialización de la vida los aportes de otras miradas críticas como la planteada por la economía ecológica, que propone la necesidad de atender a las relaciones minusvaloradas de equilibrio y desequilibrio entre ecosistemas y sistemas económicos en un sentido amplio. Desde esta corriente de pensamiento se asume que las preferencias humanas, la tecnología y la cultura co-evolucionan y no son sino el reflejo de las oportunidades y limitaciones de la biosfera y los ecosistemas que las componen. Afines o derivadas de este planteamiento, se encuentran por ejemplo la ingeniería ambiental, la ecología urbana, la agroecología o la permacultura, que abordan el comportamiento físico y territorial de los distintos ecosistemas para adaptar a estos los sistemas y procesos económicos con la filosofía de trabajar con, y no a expensas de la naturaleza. Esta mirada nos permite así iluminar modelos organizativos que se definen de acuerdo al reconocimiento de los límites que exige respetar el mantenimiento de los ciclos de la biosfera: algunos operando bajo formatos que ponen el foco en una dimensión más técnica (ej. reducción del uso de materiales y energía, creación de valor desde residuos, procesos circulares o de simbiosis, durabilidad, etc.), y otros en la dimensión social (ej. sustitución del valor de la propiedad por un criterio de funcionalidad, promoción de la autocontención o idea de decrecimiento, o del criterio de proximidad para definir las pautas de consumo, etc.). Pero, en ambos casos, lo interesante de este planteamiento, es que inspira la definición de modelos de empresa que integran la idea de la ecodependencia tanto en la organización de los procesos económicos como en nuestra definición como sujetos económicos.
Y por fin, otra mirada crítica hacia esta empresarialización neoliberal de la vida, es la que viene de la mano de la economía feminista, una corriente de pensamiento que denuncia principalmente la separación ficticia planteada bajo el modelo de empresa capitalista entre el trabajo de productivo en términos de mercado (desarrollado en la esfera pública, remunerado, protagonizado tradicionalmente por hombres, generador de estatus social), y el trabajo de reproducción social (invisibilizado, minusvalorado o no remunerado, llevado a cabo fundamentalmente por mujeres, relegado a la esfera doméstica). Desde este planteamiento se trata de hacer consciente –a un nivel social y político fundamentalmente– el conflicto negado entre capital/vida que se sostiene bajo este modelo de empresa, que tiende a reducir (o precarizar) constantemente el tiempo que podemos dedicar a nuestro cuidado y el cuidado de otras personas en términos no-monetarios. Y, ligado a ello, se critica también la presión que se ejerce para externalizar este trabajo de cuidados hacia la esfera productiva, lo que agudiza esta dualización y, en muchos casos, ni siquiera es una opción que permita paliar este conflicto. De esta forma, la economía feminista ha tratado de enfocar dentro del ámbito de la empresa las cuestiones de género, haciendo visible las desigualdades que están arraigadas en los principios de la economía ortodoxa, así como ha incorporado una mirada atenta sobre los cuidados y la importancia del sostenimiento del ámbito comunitario en relación a éstos. Siguiendo este planteamiento, los proyectos de huertos urbanos, las comunidades de crianza, los grupos de lactancia, los proyectos de co-housing o los bancos de tiempo son algunos de los ejemplos que nos permiten visualizar iniciativas en las que se llevan a cabo actividades económicas de diversa índole que ponen el foco en generar prácticas que cuidan y sostienen a la comunidad.
Con todo lo mencionado, lo que nos interesa rescatar aquí es lo que nos encontramos en común entre estas miradas. Esto es, las vías que nos abren para pensar la diversidad realmente existente de formas de organizar los procesos económicos, demostrándonos que no hay un solo modelo de empresa posible, y que, finalmente, “la empresa” no es el único referente al que podemos acudir para definirnos como sujetos económicos. Se nos muestra así, por el contrario, que existen y están ya en marcha una diversidad de formas y espacios de experimentación y resistencia que, desde el ámbito económico, disputan a las lógicas dominantes, los saberes y las prácticas que pueden dar vida a nuestras sociedades.
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Gael Carrero es doctoranda en antropología social. Amparo Merino es profesora de gestión empresarial de ICADE.
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Autora >
Gael Carrero
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Amparo Merino (Economistas Sin Fronteras)
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