TRIBUNA
¿Qué hay de nuevo, Viejo?
Sobre la reivindicación de Piñeiro por la Nueva Política, cabría preguntarse lo mismo que se preguntaba Bugs Bunny en los dibujos de los Looney Tunes. Y responderse que de nuevo, lo que se dice de nuevo, hay poca cosa
David Rodríguez Rodríguez 3/04/2019
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Podría decir que me sorprendió leer el artículo de Raimundo Viejo en el que reivindicaba la figura de Ramón Piñeiro. Pero mentiría. No sólo no me sorprendió sino que en O canastro sen tornarratos, (Xerais, 2018), ya puse, negro sobre blanco, la continuidad ideológica existente, en muchos aspectos, entre lo que grosera pero eficazmente podríamos llamar el izquierdismo posmo presente en la Nueva Política y el piñeirismo.
A ambos les une la creencia en una pretensa superación del Estado-nación, cuestión en la que, además, engarzan con el “Ultraimperialismo” de Kautsky –estadio ideado como superación de la etapa imperialista y un equivalente, avant la lettre, del “Imperio” de Toni Negri.
Si no existe el imperialismo, ¿qué sentido tiene toda politización en clave nacional, ya sea para evitar que España se convierta en un protectorado alemán, ya sea para que Galicia continúe siendo un territorio prescindible en la geopolítica interna del Estado español y en un desierto verde cuya lengua desaparece un poco más con cada viejo que muere y cada bebé que nace?
Si en Piñeiro la superación del Estado-nación pasaba por reducir el antagonismo Galicia-España en aras de una posterior síntesis superior encarnada en la utopía europeísta y en la teorización deudora del heideggeriano y colaborador de la CIA Denis de Rougemont de las “comunidades básicas”, en la izquierda posmo la pretensa superación del Estado-nación vendría articulada a través de un municipalismo abstracto que es incapaz de verse a sí mismo como lo que, consciente o inconscientemente, es en realidad: una pata más del proyecto nacional(ista) español. Ese que, por enésima vez, pretende rematar a destiempo la revolución liberal para deshacerse con recetas homogeneizadoras francesas de los molestos “nacionalistas”.
El europeismo bobalicón propio de sureños acomplejados, como el galleguismo culturalista de Piñeiro, eran en realidad dispositivos despolitizadores. Hoy que el Estado autonómico y la Unión Europea sufren sus propias crisis de legitimidad, percibimos con claridad cómo el europeísmo acrítico dio como fruto un sur subalterno especializado en turismo, ladrillo y altas tasas de paro convenientemente puesto a raya gracias a los grilletes del euro. Y percibimos también cómo el Estado autonómico hace aguas en un tiempo, el de la financiarización de la economía, que en el Estado español toma la forma de hiperconcentración económica, mediática, cultural y política en Madrid.
Esta madreliñización de España lleva aparejada, primero, la subalternización de la llamada España vacía (auténtico subproducto de la capacidad succionadora de una capital del Estado que esquilma su periferia próxima); segundo, subalternización de todo el perímetro costero, densamente habitado y con vida propia cuando todavía quedaba algo de los polos de desarrollo ideados por el último franquismo; tercero, subalternización de los antiguos centros industriales que habían generado sus propias burguesías nacionales (y explicación, como reacción, del auge actual del independentismo catalán).
Allá donde la politización de la cuestión nacional fue más fuerte, es también más fuerte la resistencia a ese proyecto radial de España que pretende hacer de Madrid la gran megaurbe que capte inversiones globales.
En el caso de Galicia, donde los intereses objetivos del país pasarían más por un acercamiento a Portugal que por convertirse en la playa atlántica madrileña, la autonomía hegemonizada culturalmente por el piñeirismo y políticamente por el PP contribuyó a lo que Xosé Manuel Beiras (aliado, por cierto, del espacio político de Raimundo Viejo), gusta de llamar “brigada de demolición y etnocidio”.
Lo que quizá choque más del artículo de Raimundo Viejo es la sinceridad a la hora de confesar cuáles son sus referentes. Dice Viejo que Piñeiro ganó la Transición. Nada que objetar. No sólo la ganó sino que, lo mismo que de Carrillo, se puede decir de Piñeiro que él es la Transición. A él se debe en buena medida, efectivamente, que el lobby Realidade Galega se incrustase en la administración autonómica gallega, copando todo cuanto cargo de responsabilidad cultural creó la autonomía para dar una muerte lenta y dulce a la cultura y lengua del país y para cercenar toda la potencialidad emancipadora del galeguismo histórico (no olvidemos que Castelao rompió con Piñeiro precisamente por la discrepancia respecto de la necesidad de la lucha política).
Con certeza, también cabe endosar a Piñeiro que el venerable anciano galeguista que nos presenta Viejo cuando habla de Fernández Albor acabase de presidente de la Xunta (Albor también fue piloto de la Luftwaffe nazi, pero para qué pintar de negro lo que se puede pintar de rosa) y que el exministro franquista Fraga Iribarne pudiese darse una pátina de sano autonomista en tiempos en que ser franquista no cotizaba al alza.
Los servicios del piñeirismo al fraguismo son incalculables pero, a diferencia de Viejo, yo no veo en esto tanto un mérito de Piñeiro como del país. Las élites franquistas devenidas en demócratas necesitaban ese culturalismo galeguista para legitimarse en una Galicia en donde el gallego era la lengua aplastantemente mayoritaria entre la población. Cumplida esa etapa de culturalismo folclórico –lo que yo llamaría, echando mano de la famosa CT, la Cultura de la Autonomía en Galicia (consensualismo fatuo, folclorización, nulo antagonismo)–, los servicios del piñeirismo son cada vez más prescindibles para el PPdG de Feijóo, quién ya disfruta de una Galicia mucho más colonizada que la que se encontró Fraga.
En suma, sobre la reivindicación de Piñeiro por la Nueva Política, cabría preguntarse lo mismo que se preguntaba Bugs Bunny en los dibujos de los Looney Tunes: “¿Que hay de nuevo, Viejo?”. Y responderse que de nuevo, lo que se dice de nuevo, hay poca cosa.
La Nueva Política tiene más ideas para España que para las Españas. Por eso gusta de criticar al “Régimen del 78” por las nefastas consecuencias que tuvo para la empancipación de las clases populares del Estado español con una mano, al tiempo que, con la otra, nos lo pretende meter de nuevo en casa en forma de culturalismo regionalista revestido de (pos)modernidad.
Un paso atrás despolitizador y, sobre todo, subalterno a la España radial articulada alrededor de Madrid como gran megalópolis global. Un proyecto éste, hay que decirlo, frente al que la izquierda de la España estricta no tiene, hoy por hoy, ninguna alternativa seria.
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David Rodríguez Rodríguez es escritor, analista político y activista. Es autor de los ensayos Retomando a palabray O canastro sen tornarratos. Resistencia popular na era do capitalismo sen democraciay mantiene desde 2005 el blog O funanbulista coxo, además de colaborar en medios más o menos radicales. @ofuco
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