TRIBUNA
Piñeiro y Catalunya hoy
El independentismo se ha declinado, unilateral, restringiendo Catalunya a ese “sol poble”, que ni a mitad del pueblo alcanza
Raimundo Viejo Viñas 27/03/2019
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Ramón Piñeiro tal vez haya sido la figura más relevante del galeguismo en la segunda mitad del siglo XX. Tras la muerte en el exilio de Castelao –allá por 1950– acometió una triple tarea de envergadura histórica. Primero, contribuyó a reagrupar y reorganizar en la clandestinidad los restos del naufragio galeguista. Luego, se ajustó a la durísima realidad represiva de la época y diseñó una estrategia capaz de posicionar el galeguismo en el contexto de la supervivencia franquista a la Guerra Fría. Por último, logró que la nación gallega no perdiese en el futuro régimen democrático el estatus que había alcanzado en la II República.
Hombre inteligente, humilde y pragmático, alejado de cualquier exceso de épica e ideología, supo entender la adversidad del contexto que le había tocado vivir y dejó en herencia a sus sucesores unas condiciones de lucha mucho mejores que las que le fueron legadas. Ahí es nada. La obra política de Piñeiro, sin embargo, no escapó a la crítica ni a la ruptura generacional que el galeguismo encaró con el avance de la descolonización en la Guerra Fría, la mejora de las condiciones de vida en el Desarrollismo y el avance democratizador del antifranquismo.
Los jóvenes que no habían vivido los años más duros de posguerra inscribieron su estrategia de ruptura generacional en el horizonte abierto a escala planetaria por los movimientos de liberación nacional. No pocos optaron por considerar incluso la lucha armada, apelando a una continuidad –más imaginaria que real– con el maquis. La fascinación por el reordenamiento de las fronteras en la Guerra Fría y las luchas de liberación nacional contrastaban, no obstante, con la correlación de fuerzas efectiva sobre la que se sostenía el régimen franquista.
Pero lo más importante de la escisión estratégica del galeguismo en aquellos años se articuló en torno al lugar que debía ocupar en su discurso la idea de nación. Para el galeguismo “piñeirista”, la nación, para poder ser tal, debía operar como una asunción colectiva, un prerrequisito subjetivo fuera de cuestión. El funcionamiento democrático no era concebible sin otorgar a la nación el papel de una instancia de legitimación común a todos los actores políticos (partidos, corrientes o grupos de interés); y ello con independencia de las ideologías que pudiesen profesar. Galiza no era de nadie, porque era de todo el mundo. Llegado el caso, ser galeguista llegaría a ser posible incluso para el ministro franquista que lucía tirantes con la bandera de España.
Para los defensores de la ruptura generacional, por el contrario, Galiza debía ser situada en el centro del antagonismo y problematizada por oposición a España a fin de permitir la escisión del campo político en dos espacios de soberanía irreconciliables; dos sociedades disociadas en base a identidades excluyentes que antecederían al triunfo final del galeguismo sobre el Estado por medio de la lucha de liberación nacional. Bajo esta perspectiva se confiaba la suerte de la nación al éxito de las opciones explícitamente nacionalistas, limitando cualquier pluralismo a los márgenes del campo político que era propio a su definición identitaria de la nación.
Ramón Piñeiro ganó la Transición; incluso aunque sólo fuera en parte y de forma paradójica. Galiza no perdió el tren del reconocimiento como nacionalidad histórica y el canon histórico, simbólico y cultural heredado del galeguismo –protegido, conservado y enriquecido por su labor al frente de la Editorial Galaxia– fue restituido e instaurado con el gobierno autonómico. Los tres votos de Piñeiro, Casares y Casal (electos como independientes en las listas del PSOE) facilitaron la elección del primer presidente autonómico: un galeguista democristiano de nombre Xerardo Fernández Albor y candidato de … ¡Alianza Popular!
Sin el establecimiento del marco autonómico en los términos definidos por el “piñeirismo”, los éxitos posteriores del BNG –beneficiario directo del canon galeguista– no se podrían explicar. Tampoco se entendería la sorprendente metamorfosis galeguista de Fraga al dejar Madrid y regresar a su país de origen. Ni tampoco, en negativo, la penalización a quienes desafiaron la hegemonía articulada por Piñeiro: Francisco Vázquez pudo ganar A Corunha, pero a costa de perder el resto del país; Rajoy, Pastor y otros no pudieron llegar lejos en tierras gallegas y UPyD o Ciudadanos han permanecido siempre como fuerzas marginales. Quienes de entrada habían optado por las vías insurreccionales, acabaron asumiendo el autogobierno o derivaron en una lucha armada tan rechazada socialmente como, en cualquier caso, políticamente irrelevante.
¿Y qué tiene que ver todo esto con Catalunya hoy? Pues bien, en la última década hemos asistido al progresivo abandono de un catalanismo que hacía suyo el lugar que Piñeiro asignaba a la nación en el discurso: una Catalunya fuera de disputa, completa, dotada de pleno sentido y asumible por la inmensa mayoría –cuando no la totalidad– de quienes vivimos aquí. La Catalunya de los servicios públicos, de la productividad y la innovación, del deporte y la cultura, de la apertura a Europa y el mundo, etc, etc.
En su lugar, el independentismo se ha declinado, unilateral, restringiendo Catalunya a ese “sol poble”, que ni a mitad del pueblo alcanza. En vano se apela a lo que el “sol poble” de otrora pudo significar. La pragmática de las situaciones es mucho más poderosa que cualquier solipsismo de discurso pergeñado por los ideólogos de turno. La independencia como concreción política de la liberación nacional –el Estado como realización de la nación– ha pasado a ocupar el centro del antagonismo; a reordenar el tablero político desde una correlación de fuerzas, tan falaz en el reparto del poder real como fácilmente identificable en términos etnonacionales (basta con tener presente los artículos escritos por el president); y ello, a pesar de las notas de subalternidad añadidas en castellano por Rufián y los suyos a una hegemonía impostada.
Los resultados son hoy conocidos: Ciudadanos ha crecido hasta ser el partido más votado; del catalanismo mediador de los Antoni Duran i Lleida, Pasqual Maragall y muchos otros, no ha quedado apenas rastro en las instituciones; el procesismo gobierna el catalanismo y el 155 planea sobre Catalunya. La hegemonía que tan útil fue a la conquista de las mayores cuotas de autogobierno se ha puesto en cuestión sin por ello lograr realizar la independencia ni alcanzar siquiera mejores condiciones para lograr mayores cuotas de autogobierno. Los artífices de la declinación procesista del catalanismo se han exiliado, han sido encarcelados o siguen sin ser capaces de apartarse del error estratégico del unilateralismo. Los partidarios de la recentralización, la simetrización y la asimilación disputan ahora el espacio público y el poder político con más fuerza que nunca.
Visto lo visto, parece que hay buenas razones en Catalunya para repensar la idea de nación desde referentes como la obra de Ramón Piñeiro. Sólo es un ejemplo histórico y distante, claro está. Las salvedades que se pueden objetar son muchas; todas las que se quieran. A buen seguro, no faltarán guardianes de la memoria y el relato partidista que ataquen referentes como el de Piñeiro. Pero su lugar para la idea de nación en el discurso político nos sigue interpelando. No atender a lo que nos puede enseñar sobre cómo salir del embrollo actual podría llegar a ser incluso un error en pocos años.
En la Catalunya de hoy la idea de nación debería salir cuanto antes de la disputa entre dos legitimidades antagónicas sin solución de continuidad favorable para el catalanismo. El lugar que ocupa Catalunya en el discurso solo contribuye a ahondar un antagonismo que no encuentra fundamento en la constitución material de la sociedad catalana. No necesariamente tiene por qué ser un camino fácil. A buen seguro son muchos quienes tienen, hoy por hoy, un interés directo en evitar que se pueda producir ese retorno de la nación a su lugar en el discurso democrático; un lugar donde Catalunya, y no sólo España, se haga plurinacional y se instancie como igual dignidad de nacimiento para quienes viven aquí, indistintamente de su condición. Estamos a tiempo y es hora de hacer ese esfuerzo de consuno. Las generaciones futuras nos lo reclamarán cuando llegue el momento.
Ramón Piñeiro tal vez haya sido la figura más relevante del galeguismo en la segunda mitad del siglo XX. Tras la muerte en el exilio de Castelao –allá por 1950– acometió una triple tarea de envergadura histórica. Primero, contribuyó a reagrupar y reorganizar en la clandestinidad los restos del naufragio...
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Raimundo Viejo Viñas
Es un activista, profesor universitario y editor.
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