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Con frecuencia se ha utilizado la expresión “década perdida” para referirse a esta última, puesto que el PIB per cápita se mantiene actualmente en valores muy similares a los de hace diez años, antes de que se iniciase la Gran Recesión.
Sin embargo, la crisis y el proceso de crecimiento económico al que asistimos durante estos últimos años no ha afectado a todo el mundo de la misma forma. Son muchas las personas que han visto cómo sus ingresos se estancaban, pero también son muchas las que hoy viven peor que antes: siguen en una situación de desempleo estructural, o bien sus salarios han retrocedido, están afectadas por elevados niveles de precariedad y carecen de expectativas de mejora.
Para la mayoría de la gente, el trabajo sigue siendo un enorme foco de preocupación e inseguridad. O bien porque carece de trabajo –y por tanto de ingresos–, o bien porque el trabajo que tiene es enormemente precario e inestable, o bien porque –para buena parte de la población empleada– trabajar es sinónimo de largas jornadas laborales difícilmente compatibles con la vida familiar y personal. Por acción o por omisión, por activa o por pasiva, el trabajo sigue siendo “un gran problema” para millones de personas en nuestro país.
El nivel de empleo actual aún está por debajo del que teníamos en 2007 –hoy tenemos 1,2 millones de empleos menos que entonces–, y de los 3,3 millones de parados que hay en España, casi un millón lo está desde hace más de dos años, y medio millón –particularmente personas mayores de 50 años– lleva más de cuatro años buscando un empleo sin encontrarlo.
En España se trabajan más horas que en el resto de Europa: unas 1.700 horas al año, a diferencia de las de 1.368 horas de Alemania o las 1.500 de Francia
Pero además, en 2018 se han firmado más de 6 millones de contratos temporales que no llegan a una semana de duración y el 40% de los contratos indefinidos no alcanza el año de vida. La temporalidad vuelve a situarse en niveles similares a los de 2007, la precariedad alcanza niveles insoportables y la inestabilidad de los contratos –gracias a la reforma laboral del Partido Popular– se generaliza incluso para los “indefinidos”.
Esta situación es impropia de un país desarrollado, como España, que ha incrementado sustancialmente su ingreso per cápita y sus niveles de productividad durante el último medio siglo.
Converger con los países de nuestro entorno, y tener un mercado laboral que se parezca algo más al de nuestros socios europeos, exige repensar las políticas laborales y fiscales de los últimos años, e implementar un plan de choque en materia de empleo.
Volver a alcanzar los niveles de empleo que teníamos hace una década –movilizando además a los desempleados de larga duración– se puede conseguir con un amplio programa de inversiones que impulse la transición ecológica. Un New Deal verde, que movilice fuertes inversiones en el ámbito de la rehabilitación inmobiliaria y las energías renovables, podría actuar como nuevo vector de crecimiento y creación de empleo, garantizando asimismo una drástica reducción de emisiones de CO2.
También, debemos asegurar la calidad y la seguridad del empleo que se crea, para que las personas puedan llevar a cabo sus proyectos de vida de forma digna. Acabar con la precariedad exige reformar la contratación temporal, para que esta se limite efectivamente a tareas puntuales y no se utilice en fraude de ley como se hace actualmente. El despido nulo cuando esta causalidad no exista evitará su uso fraudulento, y la fijación de topes en la duración de este tipo de contratación –por ejemplo, de 1 a 6 meses– evitará que se use para tareas de carácter estructural. La norma ha de ser el contrato indefinido.
Es necesario además derogar la reforma laboral de 2012 para abrir un espacio de diálogo con los actores sociales que alumbre una nueva regulación laboral más equilibrada, y que evite que la devaluación salarial quede incrustada en nuestro tejido productivo, como sucede ahora. Los salarios deben volver a crecer en línea con la productividad –evitando el descuelgue de los últimos años, que no hace sino reforzar las desigualdades sociales–. Terminar con la unilateralidad de las empresas para fijar condiciones salariales y laborales, y establecer la causalidad de los despidos objetivos para dar estabilidad a los contratos indefinidos, son también elementos clave.
no será posible la emancipación temprana de nuestros jóvenes si no garantizamos estabilidad laboral y condiciones salariales dignas
No se trata de volver atrás. Se trata de impulsar la regulación que un mercado de trabajo moderno necesita para hacer frente a los retos que tiene nuestro país: no será posible la emancipación temprana de nuestros jóvenes si no garantizamos estabilidad laboral y condiciones salariales dignas, y no cerraremos la brecha de género ni mejorará la natalidad si no impulsamos –además del empleo de calidad– medidas de conciliación.
Es en este contexto donde se plantea una propuesta como la reducción de la jornada laboral a 34 horas semanales. En España se trabajan más horas que en el resto de Europa: unas 1.700 horas al año, a diferencia de las de 1.368 horas que trabaja un empleado en Alemania o las 1.500 de Francia. Por ello, la reducción del tiempo de trabajo debe hacerse sin reducción salarial.
Esta medida, acompañada de una racionalización de los horarios, facilitaría la conciliación de la vida laboral y la vida familiar y personal, con un equilibrado reparto del tiempo entre trabajo productivo (remunerado) y trabajo reproductivo (no remunerado), y entre mujeres y hombres. Una reducción de la jornada laboral ayudaría además a corregir la fuerte desigualdad de rentas que se ha producido durante la crisis –hoy, con el mismo PIB, las rentas del capital reciben 2 puntos del PIB más que antes de la crisis–.
El trabajo no tiene por qué seguir siendo “ese gran problema” que experimentan diariamente millones de españoles. Pero no dejará de serlo si seguimos insistiendo en el mismo tipo de políticas económicas que nos han traído hasta este punto.
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Nacho Álvarez es Secretario de Economía, Podemos.
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Nacho Álvarez
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