Máscaras y sacacorchos
Apuntes de cuaderno, 2
Bruno Montané Krebs 4/05/2019
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El poeta y editor Bruno Montané lleva décadas llenando pequeños cuadernos en octavo con apuntes y anotaciones en los que reflexiona contumazmente –no sin buenas dosis de saludable escepticismo y de ironía– sobre la práctica de la escritura, sobre sus condiciones materiales, sobre sus límites y su sentido. He aquí la SEGUNDA de tres entregas de una selección sumarísima de este revelador caudal de un pensamiento goteante y perforador.
¿Procrastinar, aplacar el lado reflexivo o aceptarlo como indagación o investigación?
Estar ante la frase como un león enjaulado –o como un animal afín, aunque parezca desconocido–.
¿Poemas, textos o simplemente periodos de escritura? La posible comunicación de esto tendría que ver con otro tipo de lectura.
Extrañeza por no poder o, simplemente, no tener interés en escribir «directamente» acerca de lo que he visto.
La extinción de las palabras como la comprobación de la desaparición de una porción de tiempo.
Dejar de sentirse culpable por no escribir nada útil, o por roturar un tiempo que sólo sería mental.
«Es muy bueno ir anotando en cuadernos espaciales todo lo que uno piensa, calcula, etc. Observar los adelantos propios sustenta el esfuerzo y proporciona una razón suplementaria para estar alerta», G. C. Lichtenberg.
Hay cuestiones en las que nunca se acierta y sobre las cuales no se puede sacar conclusión alguna.
Saber que no se ha aprendido a esperar; saber que al sabernos limitados reconstruimos un muro de materia que constantemente emerge desde el fondo de la nada.
En el juego de las reducciones categóricas, todos hemos sido obvios e incautos más de mil veces.
Un laboratorio mental múltiple.
Un clásico: Lichtenberg cuenta que Molière no mandaba a imprimir una obra si antes no la leía su cocinera.
Respice finem (‘Ten en cuenta el final’).
Creía que podría haber descrito los cuadros de H., como si él se hubiera convertido en un corazón con ojos, una boca y una mano para escribir.
Sobre la (dudosa) perfección de lo inacabado. Los errores no pueden ser adjudicados a la falta o desconocimiento de una morfología dada –aunque esta sea importante–. Lo crucial es obviar lo falible, pero admitir lo imperfecto. Conocer los detalles y configurarlos, aprender a conformarlos más allá de la perfección, allí donde el proceso ha congregado otras tensiones y entrecruzamientos –nunca del todo controlados–, allí donde lo perfecto o lo imperfecto ya no importa.
No hay impostura alguna en pensar que normalmente las cosas no van bien, de algún modo es el estado natural de cierto tipo de trato entre las personas, y de las relaciones que estas establecen con las cosas. En realidad, casi todo el tiempo le ponemos una máscara a lo que sucede para creer que todo va mejor de lo que parece. (El caso de la ideología.)
Atiendo a la bajada del nivel de tinta de los bolígrafos que utilizo, constatando que de alguna manera esa tinta entra en el mundo.
Reconoce que no ha aprendido de sus falsos intentos. Pero, como no le queda otra opción ante lo ya perdido, confía en que se produzca otro tipo de acumulación, y aunque esta última parece evidentemente intangible, sospecha que tiene que existir un buen espacio para todo aquello, a algún lugar tiene que haber ido toda esa deriva.
Ese sofocamiento congelado que debemos olvidar (o atravesar) cada vez que intentamos escribir una frase.
«Imaginar poemas.» Decirlo como si se tratara de un título.
«Siempre quise saber qué era un fantasma, un fantasma que vive entre la gente, un ser que no viene de otro mundo; no uno que ha estado aquí, se ha ido y luego se le ocurre volver. Siempre quise saber cómo nos vamos transformando poco a poco en indefinibles y alienados fantasmas.»
La torre hecha con fósforos. La construí durante días y días. Cuando estuvo acabada me di el placer de prenderle fuego y ver cómo se consumía en menos de cinco minutos.
Aquel tipo que nos llevó en autostop –nosotros en sus manos– mientras mascullaba entre dientes «lica, lica…», como si meditara o amenazara.
Un desarrollo discreto y una manifestación [expresión] terrorífica.
Así como cierto nerviosismo nos hace «hablar más de la cuenta» –sobre todo en un contexto en el cual no es lo que se espera de nosotros–, ese nerviosismo deberíamos aprovecharlo para escribir, o por lo menos para prefigurar un proyecto, una frase, un balbuceo definitivo…
Ojo con las reflexiones megalómanas –las propias y las de cualquiera–.
Cielo nocturno: mi abuelo materno se pasaba gran parte de la noche mirando el cielo con la esperanza de que llegaran los extraterrestres. Mi padre nos invitaba a ver las estrellas, nos decía sus nombres y lograba que nos hiciéramos una mínima idea acerca del tamaño del Universo. Nosotros estirábamos el cuello e intentábamos descifrar qué había más allá del reguero luminoso y polvoriento de la Vía Láctea, o qué era lo que sujetaba la clara y espaciada geometría de la Cruz del Sur.
Una extraña falta de concentración… He de concentrarme para realizar el trabajo pagado, pero esto me saca de la posible concentración para la escritura: es como verse reflejado en el espejo humeante: una falta de concentración lleva a la otra.* [* Toda la vida humea].
«No seas iluso –me dijo–, es más, no seas ingenuo. Todos los caminos llevan a alguna parte».
No quería ser un escritor de tono presuntuoso y remilgado, porque pensaba que su miedo al mundo se merecía algo más. Escribir algo con la sensación de que acaban de chuparte la nariz o partirte el cráneo no puede ser algo normal. Es como si siempre –un siempre refulgente y que no te deja tranquilo– tuvieses que cargar con esa extraña vibración, algo entre el puro sentido común y el decirse a uno mismo, una y otra vez –en el disco de la conciencia rayado con ácido–: este soy yo / no soy yo / yo soy…
Frases que aparecieron en tu mente como vuelos rasantes, palabras que, para ser leídas más tarde, requerían otro sumergimiento.
Los imperceptibles peligros de la autocontemplación (imperceptibles, pero igualmente reales).
Le recordé fragmentos de una mitología que le rodeaba, presentada como una ruina o un olvido; sin embargo –o más bien por eso– pareció enojarse.
Cambio de moneda: igualados ante la nada que regla el intercambio de la vida y la imposición de sus limitaciones.* [* «Celebrando» la llegada del euro].
Aquel vagabundo de La Serena que siempre aparecía trotando con un saco de arpillera al hombro. Lo llamaban Marco Polo (creo que era mi madre quien lo llamaba así). Luego, tiempo después yo le leía a mi abuela El libro de las maravillas de Marco Polo, en una delgada versión para niños, en una pequeña habitación arrendada junto a la casa, mientras el vagabundo quizá pasaba corriendo –a veces renqueando– por la calle.
El objeto de deseo de la escritura: ni dentro de uno, ni frente a uno, sino en un lugar –quizá intermedio– en que se forma un halo, un arco, un aire que se ha de cuidar.
¿Conclusión?: extraño aquí, extraño allá.
«El Olor del Sol».
Como en un estado de una incierta prefiguración de la locura. Porque el problema está en que no debe rehuirse la palpitación que asoma bajo el rostro de la incertidumbre.
La comprensión del equilibrio de varios estilos (o de su debilidad o ausencia…).
La novela de 999 páginas, plagada de insultos, crípticos juegos de palabras, desvaríos ontológicos, supuestas amenazas, propuestas de un equilibrio subterráneo; escrita con una exacerbación mentalmente suicida, pero sin embargo legible, transparente como el agua de un riachuelo…
La campana en llamas. La campana de fuego. La campana incendiada…
Esta conversación que estoy oyendo también la podría escuchar en el país al que se está criticando: según esos argumentos, los criticados serían todos los habitantes de este país donde ahora escucho esta conversación…
Como todos, a ratos he perdido o he mantenido la lucidez, he conservado la reflexión necesaria para ver la diferencia entre una mera confusión o «la más pura y definitiva nada».
Rodeado y lacerado por el lenguaje. La escritura se presenta como un espejo semienterrado, como una hoja vacía que cuelga en el centro de mi mente, pero que no logro (d)escribir.
«… en materia de arte y de reflexión, todo lo que no degenere en fervor es superficial, es decir, irreal…» (Cioran a Savater, según Sergio Pitol).
Sobre la utilidad de la escritura sólo se le debe preguntar al inconsciente –el denostado inconsciente.
Los temblores de la Máscara que escribe. Es en esos instantes cuando quien escribe se acerca más a aquello que insistimos en llamar realidad.
Cuidándose del constante secuestro de los conceptos… (el supuesto y velado derecho a usar las palabras como si fuesen máscaras o sacacorchos…).
(Modestas) revelaciones epigramáticas.
«Tardé años en comprender que de aquello había salido apaleado, herido, y, lo peor de todo, falto de lucidez».
«… posee la famosa “fluidez de estilo”, tan del gusto de los burgueses» (Baudelaire sobre George Sand).
Aquella persona se retiró de aquel lugar, pero dejó a su doble, un doble más opaco, más diferido, quizá más vulgar.
Esa vez, en París, cuando fui con Mario a ver a una octogenaria que llamaban la Princesa Rusa, tuve la sensación de que aquella mujer había vivido la Historia. Ella había vivido una inabarcable e ignota historia y no nosotros: yo, que había escapado de Chile en 1974 con mi familia; él, que apenas era un adolescente cuando en 1968 asesinaron a los estudiantes en Tlatelolco. Paradojas de la fascinación.
Hoy, 30 de diciembre de 2003, quise escribir un poema que se titularía «Balas», inspirado en las doradas y brillantes balas de un segurata que iba en tren a Sabadell Sud. No escribí el poema.
Los poemas que planeábamos escribir con Roberto, poemas sobre remos, sobre uniformes militares (su especialidad).
«Siempre he tenido –o tuve…– Weltschmerz»[‘melancolía’ o, casi literalmente, dolor por el mundo…].
«La profundidad está oculta. ¿Dónde? En la superficie» (Hofmannsthal citado por Villoro en un artículo sobre Arthur Schnitzler). Paul Valéry escribió esta misma idea en sus Cuadernos.
Se escribe para seguir : se escribe para resistirse a llegar a una conclusión.
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Bruno Montané Krebs
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