El ‘fact-checking’, la nueva cámara de eco del periodismo
En muchos casos, nos encontramos a nosotros mismos compartiendo comprobaciones de las que ya somos plenamente conscientes
Manuel Gare 14/05/2019
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“No, Carmena no creará zonas para que los gais puedan follar al aire libre”. Es un tuit de Comprobado España, el nuevo proyecto de fact-checking en español formado por medios nacionales y locales. En el texto, se detalla que el bulo ha sido verificado por hasta tres medios: RTVE, Público y El Faradio. Más abajo, otro tuit asegura que “Irene Montero no ha tuiteado que se le esté haciendo duro hacer el Ramadán”. El tuit fake, lanzado desde una cuenta parodia, ha sido comprobado por El Confidencial, RTVE, Maldita.es y Datadista.
El periodismo ha encontrado en el fact-checking una mina de oro. Ante un lector saturado de información, que consume noticias sin ton ni son y que, además, no indaga ni confirma lo que lee, las agencias de verificación de hechos aparecieron para contarnos si lo que estábamos leyendo en internet es verdad o no. En España, la tendencia iniciada por Maldita.es se fue extendiendo a través de diferentes ramas –datos, hemeroteca, deportes– hasta la aparición de nuevas firmas, caso de Newtral y, ahora, de Comprobado España, basada en el cross-checking o comprobación cruzada entre distintos medios.
Más allá de discutir si tiene sentido que cuatro medios diferentes se pongan a comprobar la veracidad de un tuit vertido desde una cuenta parodia, la proliferación masiva del fact-checking lleva a plantearse su utilidad y, sobre todo, quiénes son sus consumidores.
Hace solo unos días que David Barker y Morgan Marietta –autores del libro One Nation, Two Realities (Oxford University Press)– escribían en el Nieman Lab, de la Universidad de Harvard, sobre las dificultades del fact-checking para proliferar entre la población que basa sus creencias en ideales, en lugar de en datos o conocimiento.
Barker y Marietta explican cómo nuestras opiniones proceden de algo más profundo que la prensa que consumimos o las cosas que leemos en Facebook. De las encuestas realizadas por el tándem entre 2013 y 2017, se extrae que el factor predictor más potente para que una persona “considere que el racismo es altamente prevalente e influyente” no es el partido político con el que se identifican, del mismo modo que no lo es su ideología o raza, sino “el grado en que priorizan la compasión como una virtud pública”.
Siendo este el caso, ¿cómo puede actuar el fact-checking sobre una persona que está inherentemente en contra de los inmigrantes y que, por tanto, comparte asiduamente noticias falsas sobre inmigración ilegal o criminalidad? Del mismo modo, a alguien empeñado en desprestigiar una tendencia política y a quienes están ligados a ella –véase el caso de Carmena, Irene Montero o Podemos, en general–, ¿realmente le afecta que una firma de fact-checking le diga que lo que está compartiendo es falso?
Esto nos lleva al auténtico quid de la cuestión: ¿quién consume todas estas verificaciones de noticias y datos?
Más allá de lo anecdótico, de este revés de noticias virales en forma de “No, el color del que ves la zapatilla no depende de tu hemisferio dominante del cerebro”, la realidad es que quienes difunden noticias falsas contra colectivos o contra ideas políticas no están demasiado interesados en saber si la información es real o no. Es una reafirmación de sus ideas, de sus creencias, de sus valores. La persona que comparte una noticia sobre musulmanes “envenenando perros en Lleida” busca, con toda probabilidad, acrecentar el miedo y rechazo sobre la población musulmana. Y no es, con toda seguridad, consumidora de periodismo fact-checking.
No es casualidad que quienes comparten las publicaciones de Maldita.es, Newtral y otros portales sean en su mayoría periodistas y personas informadas que ya saben de qué va la película. Personas con cierta capacidad para distinguir entre lo que es real y lo que es paródico, fake o, simplemente, viral. El efecto, en definitiva, es el mismo que el de una cámara de eco: en muchos casos, nos encontramos a nosotros mismos compartiendo comprobaciones de las que ya somos plenamente conscientes.
El fact-checking cada vez copa más espacios en los medios y redes sociales. Twitter es un hervidero de comprobaciones que, en muchos casos, rozan lo absurdo. Aún así, nos las hemos arreglado para posicionar al fact-checking como la salvación de la prensa, cuando no deja de ser una forma de dar continuidad a una forma de periodismo ‘fast-food’ que se consume a través de un titular o tuit y nada más.
Esto no quiere decir que el fact-checking no sea necesario. Necesitamos seguir desenmascarando a políticos y grandes empresas que utilizan información sesgada en función de sus intereses, a medios de comunicación que publican noticias falsas y, seguramente, a tuiteros, youtubers y otras figuras virales que difunden disparates. Pero necesitamos un periodismo de fact-checking responsable. Uno más pendiente de la información que de los clics –esto ya lo teníamos y no nos hace falta más– y más empeñado en profundizar en la historia y dar sentido a la labor periodística. Un fact-checking capaz de perpetuarse cuyo mayor logro sea algo más que llamarse fact-checking.
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Manuel Gare
Escribano veinteañero.
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