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Hay personas aterradas, personas que temen que se les necrose el pene. Me preocupan.
En general, nadie les ha dado todavía una respuesta clarificadora. Viven con el susto, todo el rato, sin saber cuál será finalmente el detonante. Solo intuyen que ocurrirá de forma inclemente, a saco: irán a mear y todo estará perdido. ‘Cuando no hay una causa definida todo es causa’. Esa es una ley básica de la religión, y del alcoholismo. A veces creo que el machismo no es más que ese eterno temor de quedarse sin genitales.
Total, que van por ahí a ciegas, como una avispa encerrada en una copa de humo, repartiendo aguijonazos, haciendo todo tipo de temeridades. Los identificaréis porque abundan en los carriles izquierdos de las autopistas.
Hace unos días, regresando a Madrí desde Zaragoza, me topé con varios, pero hubo uno especial, un pura sangre cincuentón. Llevaba un coche de una marca de esas que dicen que hacer aviones les sirvió para aprender a fabricar coches guapísimos (un mensaje tranquilizador que deja claro que, aunque el coche sea más o menos chato y abarcable, en origen viene de una máquina con forma de pene gigantesco, alado). Al tipo le sentó mal que fuéramos cumpliendo los límites de velocidad y que, encima, no tuviéramos la decencia de desintegrarnos. No podíamos cambiarnos de carril, acabábamos de empezar el adelantamiento y había camiones a la derecha.
Lo vi por el retrovisor agitando la cabeza, alarmadísimo, fogueando luces, aproximándose y alejándose: eran embestidas de muestra, perreo en carretera. Le indiqué con la mano que se relajara, traté de hacerle ver que me estaba asustando un poquito y que, por lo tanto, sus genitales estarían bien. Entonces zizagueó y cuando percibió que iba a cambiarme de carril y le cedía el paso, aceleró fuerte, casi rozándome, y me descerrajó una risa con gingivitis. Obviamente, no atisbé si sufría de encías o no, pero en la risa en sí, en la emoción que la sustentaba, había sarro a espuertas.
Recuerdo otro, hace años. Llovía. Me acerqué a un semáforo ámbar y me detuve. Al muchacho de detrás aquello le pareció penalti. Tuvo la piedad de no venir a sacarme del coche y convertirme en alioli. Se limitó a bufar con el motor y a buscarme los ojos. No le hice caso. Al arrancar sacó la cabeza por la ventanilla y escupió hacia adelante con mucha propulsión de clavícula. Escupió aunque el esputo no podía afectarme de ningún modo: estaba lejos y tenía el coche continuamente lavado por la lluvia. Comprendí que el tipo tampoco es que tuviera ganas de apalizarme (podría haberlo hecho tranquilamente; no tengo media hostia, y se me ve), pero algo debía hacer. Tenía miedo. La necrosis.
Recuerdo, por último, a otro señor al que atendí cuando trabajaba en una librería. Se acercó con un libro de recetas de ensaladas. “Perdone”. “Dime, dime”. “Le quiero hacer un regalo a mi hija... ¿Este libro es de ensaladas o es vegetariano?”. Revisé la portada y las primeras páginas. El libro no se postulaba como vegetariano, pero tampoco incluía ensaladas de carne. “Lo digo porque si es de vegetarianos no me lo llevo. ¡Que no me lo llevo, te digo! ¡No puedo, eh! ¡Me revienta que la gente sea tan intransigente!”.
Este caso se sale un poco del tema tráfico, pero había que incluirlo. Compréndase: era un señor gritándole a un libro.
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Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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