En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
A nosotros, no soy yo solo, nos horroriza que nos vean mientras nos miramos al espejo. A veces, cuando encontramos más gente en el baño, fingimos acciones muy pautadas (maquillaje, revisión de lentillas, enjabonado de manos), movimientos que nos anonimizan, nos reducen a pieza de la rutina, a mueble humano; fingimos para escanearnos los ojos, para echarle una miguita de pan al tipo del reflejo, para decirle que será más tarde, que confíe, que nos observaremos con más calma.
Nos sabemos movedizos, somos escépticos de la constancia, desconfiamos de la estructura de nuestras células, de nuestro genoma. La vida y el tiempo son formas de radiación. Es una rémora infantil, la fontanela de nuestra identidad nunca se cerró. Dudamos de lo que somos (de ser algo), nos sentimos intrusos bajo el esqueleto y vamos al espejo a sujetarnos. Nos vigilamos las proporciones, sospechamos. Dejarnos ver en ese tránsito es desvelar nuestro talón de Aquiles, permitir que un extraño sepa qué centímetros de nuestro rostro son más vulnerables, qué facciones o qué gestos requieren más comprobaciones y artificios; por dónde se nos escapa el alma.
Miradnos. Nos reconoceréis porque vamos dando sorbos de nosotros mismos en las lunas de los coches, en los escaparates de las tiendas más oscuras, en las franjas de vidrio de los portales. Nos reconoceréis también en los ascensores sin espejo porque, de repente, nos arrugamos como un envase de plástico sobre una llama.
Sabemos antes que nadie dónde están los metales más pulidos de un bar o los azulejos más brillantes. Es un acto defensivo, no es que nos apetezca duplicarnos en cualquier superficie (aunque no lo parezca, estamos hartos de nuestra cara), es, más bien, que no nos gusta encontrarnos sin tener el ojo predispuesto; la composición, el balance de blancos, los centros de impacto visual bien armados. Cuando ocurre, nos sentimos allanados... El rostro absurdo debajo del rostro acostumbrado del que hablaba Albert Camus.
Detestamos las fotos porque son libres, nos hiere el dedo de los otros en el disparador, y el dedo propio, que es arbitrario y libertino. Hay un trecho maldito desde la mano hasta el cerebro.
Estamos, digo, hartos de nuestra cara. Padecemos una persecución, y alimentamos a nuestro captor para que nos siga persiguiendo. "Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé! Golpes como del odio de Dios", lo escribió César Vallejo, que no sabemos si espurgaba su faz de tótem como espurgaba su sintaxis. Reconoceríais esos golpes en nosotros (si nos dejáramos ver) porque acudimos con urgencia a los espejos y nos baldeamos la piel y nos fruncimos y nos presionamos los pómulos y crispamos la mandíbula. Somos locos e infantiles. Incluso creemos que alguien se nos muere porque se nos ve en la cara; creemos que basta con restaurar el rostro, con limpiarle la sombra de la pérdida, para desandar el tiempo, para desamordazarlos y regresarlos.
A nosotros, no soy yo solo, nos horroriza que nos vean mientras nos miramos al espejo. A veces, cuando encontramos más gente en el baño, fingimos acciones muy pautadas (maquillaje, revisión de lentillas, enjabonado de manos), movimientos que nos anonimizan, nos reducen a pieza de la rutina, a mueble...
Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí