TRIBUNA
Madrid o la incógnita del bocadillo de calamares
La clase media constituye la oficialidad del país, determina el estilo del político, del profesional del periodismo, de todo lo que huela a Estado: determina lo decible y lo indecible
Emmanuel Rodríguez 19/05/2019
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“Bocata calamares”. Con esta imagen resuelven los “periféricos” (catalanes, vascos, gallegos, andaluces) el obvio autocentrismo de los pobladores del Foro. La imagen tiene algo de grotesco, y por ello de significativo. Viejo menú popular, que seguramente ni el 10% de la población de esta ciudad haya probado en el último año, quizás tampoco en la última década, se compone de ingredientes más bien pobres. Pan, por lo general chicloso y malo; anilla de calamar (o pota), seguramente de los pescados más baratos hasta la ruina de las pesquerías del Atlántico Norte y el Mediterráneo en la década de 1980; todo engordado con más harina en forma de rebozado y aceite refrito de procedencia dudosa. Pero atención: el bocadillo de calamares no es más que el “original” elevado de un sustituto todavía más pobre y menos conocido, que cambiaba la proteína animal por más harina: el bocadillo de churros. El entrepà de pasta de harina frita es, en efecto, un manjar poco conocido, pero que hasta la década de 1980 se servía con gusto en muchos bares populares del centro y sur de la capital.
Hoy relegado a exotismo para turistas y a cena de emergencia en algunos barrios de la ciudad, el bocadillo de calamares nos lleva a otro juego de invisibilidades e incomprensiones, también hecho de oposición entre centro y periferia, pero a otra escala y con otros protagonistas. La oposición que se quiere reflejar aquí es la que hace a la región metropolitana de Madrid la segunda o tercera gran ciudad de la Unión Europea con mayor desigualdad, terreno de un contraste social agudo y pocas veces reconocido, y que sin embargo marca tanto la política local como la del Estado. Atender a esta cuestión, para desgracia de “periféricos”, tiene una relevancia que va más allá de su marco: de esos siete millones largos de personas que viven entre el final del Corredor del Henares en Guadalajara y el profundo sur madrileño de la comarca toledana de La Sagra; entre las amables aglomeraciones suburbanas de los altos valles del Guadarrama y el Lozoya, y el “colector sureste” de las depuradoras, vertederos y la gran incineradora del curso bajo del Manzanares y el Jarama.
Existe en Madrid una frontera “histórica”, que no ha parado de hacerse más profunda en estas décadas de neoliberalismo rampante. Esta línea rompe la capital por el Manzanares y la M-30 y se extiende al este por el Corredor del Henares (A2) y al suroeste por la Autovía de Extremadura (A5). Al norte, el Madrid rico; al sur y al este, el pobre. En ambos campos algunas manchas de leopardo, pero poco significativas, cada vez más absorbidas por lo que les rodea. Este mapa merece muchas páginas y no pocos matices.
A punto de volver a votar en municipales y autonómicas, nos servimos en este recorrido del análisis geo-electoral de los resultados del 28 de abril. El mapa por sección censal que ha preparado El País –y que bien lo habría podido preparar el INE o el Ministerio de Interior con tecnologías de geolocalización disponibles desde hace más de 20 años– refleja claramente la brecha norte / sur, oeste / este. Como se podía prever, al norte se concentra el voto a las derechas, al sur el de las izquierdas coincidiendo con lo que antiguamente se llamaba el cinturón rojo. No obstante, la información que nos ofrece es mucho más precisa. En el norte de la ciudad y de la región metropolitana, al igual que en el sur, observamos patrones complejos.
El voto a las derechas alcanza umbrales del 80%, siempre con mayoría de los populares, en muchos de los barrios previsibles del viejo y el nuevo ensanche de Madrid, principalmente en la orilla izquierda de la Castellana, en los distritos de Salamanca y Chamartín, lugar de residencia tradicional de la vieja pequeña y mediana burguesía de la ciudad, ligada a la nobleza de Estado (altos funcionarios), el empleo profesional y los negocios. Se trata de un patrón que se extiende, si bien con mayor presencia de Ciudadanos, a los municipios del arco noroeste, los “pueblos más ricos de España”, como Pozuelo, Majadahonda, Aravaca, etc. En estos barrios tradicionales de la derecha madrileña domina el voto envejecido. También se percibe una oscilación importante hacia Vox, que alcanza alrededor del 20% de las papeletas. El gran bastión del voto de ultraderecha, que roza el 40%, se encuentra sin embargo en las zonas de residencia militar, alrededor de los cuarteles de El Pardo, el Goloso, la base aérea de Torrejón y la academia militar de Guardias Civiles de Valdemoro. Son los restos reciclados del viejo “partido militar”, hoy afortunadamente impotente. Vox tiene mucho de consolación y de reacción, pero poco de futuro mientras sea un partido tan socialmente específico.
Más interesantes son los patrones de voto de las nuevas áreas residenciales. Existe, parece, un “voto PAU”, que corresponde con los barrios masivos de reciente construcción como Valdebebas, Montecarmelo, la ampliación norte de Alcalá de Henares, muchos de las nuevas zonas residenciales de Tres Cantos, Colmenar y los pueblos ricos del Noroeste, e incluso, de forma atenuada, en los nuevos PAUs (Programa de Actuación Urbanística) del sur de Madrid, más allá de Vallecas. Aquí el voto se escora a Ciudadanos, que puede rondar el 40%, y expulsa al PP como principal partido de las derechas. Son estos los barrios de la clase media joven, zonas residenciales para parejas profesionales con hijos. Barrios de ascenso social, que a veces recogen a antigua población del centro y sur de la ciudad, y que representan la expresión vivida de la propaganda económica. Aquella que dice que gracias a la inversión en educación, el esfuerzo sin límites y un calculado equilibrio entre carrera, deuda e inversión se puede vivir tan bien “como nuestros padres”, aunque sea en la periferia de la ciudad, aunque sea con una deuda que te golpeará durante 30 años y con el coste de más de una hora y media de transporte diario al trabajo. Transporte, dicho sea de paso, que se realiza por los más de 1.000 kilómetros de autovías de la región.
En lo que se refiere al sur y al este de la ciudad y la región, donde vive hasta el 60% de sus habitantes, el voto dominante es al PSOE, con porcentajes variables que van del 35% al 50% de las papeletas válidas. Así ocurre en Vallecas, en los Villaverdes, los Carabancheles, en Getafe, Leganés, Parla, etc... Y en las bolsas populares que todavía quedan en el norte de Madrid como el distrito de Tetuán y buena parte de Alcobendas y San Sebastián de los Reyes. Hay en este “Gran sur” algunas manchas discordantes, algunos bolsas con patrón dominante de C’s y que sociológica y urbanísticamente pertenecen al “voto PAU”. Y de otro lado, hay también bolsas de clara predominancia de Podemos, como es el caso del barrio de Embajadores (Lavapiés) o de Palomeras Bajas en Vallecas: el primero polo tradicional de militancia social, así como residencia y lugar de ocio de una “clase creativa” precaria pero ya bien establecida; el segundo es bastión, hoy residual, de una vieja militancia vecinal radicalizada.
No obstante, la diferencia del sur y este de la región respecto del norte y el oeste no reside únicamente en el patrón de voto. Entre los primeros, la participación electoral fue significativamente menor el 28-A que entre los segundos, con una media que no alcanzó el 75% frente al 85% de los segundos. En los barrios más pobres de la capital y de las ciudades del sur, la participación apenas superó de hecho el 50%.
Al patrón ideológico parece añadirse así otro patrón, cuya variable clave es la indiferencia o desafección respecto a la participación electoral. Es aquí donde reside la incógnita del bocadillo de calamares. En Madrid, como en Cataluña, Euskadi, etcétera, la política es ante todo un juego ideológico que pivota en torno a lo que genéricamente llamamos “clase media”. Las diferencias internas de ésta, descontados los efectos estructurales de su composición interna (que no hay tiempo para analizar), son de generación, y por tanto de mayor o menor vulnerabilidad a los pánicos morales de la inseguridad y el desclasamiento social; de adscripción nacional o ideológica –y aquí las distinciones se fijan entre identidades nacionales de uno u otro tipo o entre izquierdas y derechas–; y de “sensibilidad moral”, y aquí nos vemos abocados a las interminables batallas entre progres y reaccionarios. No obstante, lo que en este campo político de las clases medias, que es el único que tiene visibilidad en el país, no parece quebrarse es el consenso en torno a los temas fundamentales que pivotan alrededor de la clase media y que fundan su constitución material, como clase separada de los “realmente pobres”.
Se trata de cuestiones muchas veces poco confesables, que apenas aparecen en política, o que cuando lo hacen se estampan como motivos de oposición folclórica. Por enumerar algunos de los pilares de este consenso: la centralidad intocable de la propiedad inmobiliaria como fundamento de la organización económica y familiar (razón de nuestra incorregible propensión a la burbuja del ladrillo); la importancia del mérito como principio de justicia social (razón de la elevada desigualdad social del país); la aceptación casi universal de la enseñanza concertada (razón de la dualidad del sistema educativo y de su fracaso como medio de corrección de la desigualdad); o en el fondo, más allá de la teatralidad política de este tiempo, la moderación y el conservadurismo social que impide no ya las rupturas políticas efectivas, sino las reformas de cierto calado.
La clase media constituye, en definitiva, la oficialidad del país, determina el estilo del político, del profesional del periodismo, de todo lo que huela a Estado: determina lo decible y lo indecible. Y a la vez produce una expulsión de todo aquello que no supera estos filtros sutiles, pero siempre efectivos. La clase media constituye así la política española, también la madrileña. Aquí reside el inevitable sesgo clasista que se percibe en toda emisión de discurso que tenga voluntad de seriedad, esto es, de oficialidad.
Se preguntará: ¿qué queda al otro lado de la clase media, al otro lado de la M-30? Queda una población que sólo es clase media en términos de aspiración, que pivota alrededor de ese 40% de familias que tienen ingresos inferiores a los 1.400-1.600 euros al mes, y de cuyo acceso a la sociedad de propietarios apenas se puede decir que está pendiente, en situaciones de alquiler precario (para los jóvenes), de hipotecas al borde del impago (para los no tan jóvenes) o de pensiones ridículas (para los mayores).
Preguntar por lo que no es clase media en este país, y en concreto en Madrid, es lo mismo que preguntar ¿qué fue de la clase obrera? Cuestión compleja, y para lo que solo podemos dar unos apuntes. En los años setenta, la clase obrera fue por segunda vez derrotada en el siglo XX (la primera fue en 1936-1939), en una Transición que se hizo gracias a su fuerza pero sin su concurso. En los años ochenta, esta misma clase obrera se dio por disuelta en el océano de la modernización social –eran los tiempos del “enriqueceos” de Solchaga–, si bien a costa de una desindustrialización casi completa, del paro juvenil más alto de Europa y probablemente de 100.000 muertos a causa de la heroína. En los noventa, se le propuso un plan de mejora a través de la deuda y del patrimonio inmobiliario, que benefició a algunos y a otros les dejó expuestos a empleos poco cualificados y precarios, en una situación agravada por una inmensa losa hipotecaria. En los 2000, la vieja clase obrera, ya convertida en precariado de servicios, se vio engrosada por cuatro millones de trabajadores migrantes, casi un millón en la metrópolis madrileña. En la década de 2010, una nueva crisis volvió a caer como un diluvio sobre esta amalgama social, en forma de desahucios, retornos al país de origen y vulnerabilidad generalizada. En los 2020, quizás empecemos a conocer fenómenos urbanos casi desconocidos aquí, pero que bien podrían parecerse a las revueltas de los banlieusards de París o Marsella.
Durante ya casi medio siglo, no hemos visto una fuerza política que sea de raíz netamente popular. El voto de este importante segmento social, cuando existe o cuando es posible –muchos no tienen derecho por la absurda ley de extranjería–, es un voto delegado y sin condición “de sujeto”, como ocurre siempre en la democracia representativa pero de una forma más acusada. Así, hemos visto cómo, en el área metropolitana de Barcelona, este voto aletargado y muchas veces abstencionista se desplazó del PSC a Podemos; de Podemos a Ciudadanos, en reacción al procés; y de Ciudadanos de vuelta al PSC, y a buen seguro y en no poco tiempo a la abstención. En Madrid, las oscilaciones son menores, pero tienen direcciones parecidas.
Con todo su paternalismo del “trabajar para la gente” y “hacer política para los más desfavorecidos”, la política de la izquierda de la clase media no deja de reconocer la incógnita del “bocadillo de calamares”. Quiere representar a los pobres, pero sabe que no son el partido de los pobres. En Madrid ciudad, el 28 de abril, un 54% de los votos se decantó por la derecha de la clase media, un 43% por la izquierda de esa misma clase. La clave del 26 de mayo parece estar en parte en las tendencias a la desmoralización y la abstención del voto de derechas, pero seguramente en la posibilidad de una nueva activación del voto popular hacia la izquierda. No parece que el business friendly de Carmena y la retórica progre del “cuidado”, al lado del desprecio a los desahuciados, ponga a la jueza en una buena posición. En este sentido, tanto Podemos en la Comunidad como Madrid en Pie en el Ayuntamiento tienen un partido que jugar.
Sea como sea, pasado el 26 de mayo, quedarán en el aire las mismas incógnitas políticas que hoy se plantean. A fin de tranquilizarnos, el ruido mediático y la polarización de la opinión entre progres y reaccionarios jugarán su papel para liquidar toda discusión social significativa. Seguiremos pues esperando una política popular: una política no para los pobres, sino de los pobres.
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Emmanuel Rodríguez
Emmanuel Rodríguez es historiador, sociólogo y ensayista. Es editor de Traficantes de Sueños y miembro de la Fundación de los Comunes. Su último libro es '¿Por qué fracasó la democracia en España? La Transición y el régimen de 1978'. Es firmante del primer manifiesto de La Bancada.
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