TRIBUNA
Males mayores, bienes pequeños
El lunes España no será más de izquierdas. Puede ser un poco más llevadera; o puede ser mucho más de derechas, corrigiendo en las cortas distancias, donde Aristóteles siempre decide la cuestión, el 28-A
Santiago Alba Rico 21/05/2019
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Se llega inevitablemente a una edad en la que hay que evitar los males mayores (no sé, un infarto, un cáncer, un ictus, una caída), pero en la que, en el mejor de los casos, en ausencia de catástrofes siempre posibles, el cuerpo se puebla de “achaques”: se vuelve uno “achacoso”, adjetivo en desuso que nuestra inmortal civilización capitalista, en la que hasta los viejos tienen que ser jóvenes y felices, no ha sustituido por ningún otro. Cuando se consiguen evitar los males mayores, se está más o menos achacoso; pero los achaques (la lumbalgia, la artritis, la ciática, la próstata implorante) son aún compatibles con una vida salpicada de bienes pequeños. Si a las dolencias crónicas de la edad las llamamos “achaques”, ¿cómo llamaremos a los “bienes pequeños” que las hacen soportables? ¿Qué es lo contrario de un “achaque”? ¿Cómo nombrar esas modestas recidivas de bienestar concreto, esas bendiciones crónicas –deleites en calderilla– que se posan, como de paso, en nuestros cuerpos? No tenemos una palabra para eso. Al final de su vida, en 1956, el poeta alemán Bertold Brecht escribió un poemita con una lista de estos contra-achaques que nos atan a la vida: Vergnügungen. Unas veces este título se ha traducido al castellano como “placeres”; otras como “satisfacciones”, término que me gusta más porque incluye la voz latina “satis” (bastante o suficiente), evocando así esta idea de una criatura o una experiencia que llevan en sí mismas su propia medida. Brecht, entre otras, cita las siguientes: mirar por la ventana, nadar, rostros entusiasmados, el viejo libro vuelto a encontrar, la nieve, zapatos cómodos, la dialéctica, comprender, ser amable. Yo añadiría las flores, cada vez más amenazadas y que exponen a la vista el significado más riguroso del vocablo “lujo”; el queso y el vino, emparejados sobre una mesa, fertilizantes imprescindibles –chistosos o filosóficos– de toda ocurrencia decisiva; y la felicidad de los hijos, que es un imperativo mundano, una trascendencia laica y una curación.
Así que, a partir de cierta edad, el objetivo de una existencia realista y saludable debe ser triple: evitar los males mayores, aliviar los achaques y agarrar y defender, sin concesiones, los vergnügungen. Digamos de paso –excurso por las mismas ramas– que no es verdad, como se dice, que de jóvenes seamos de izquierdas y de mayores de derechas; sí es más cierto que de jóvenes somos platónicos y de mayores aristotélicos, y de un modo poco proficuo en ambos casos. La juventud es enérgica, pero abstracta: su energía se aplica sobre nada. La vejez, en cambio, es concreta, pero lánguida: su concreción carece de impulso. La juventud, digamos, mata por una idea, pero no por una flor. La vejez, por su parte, tiene ya mirada suficiente para un geranio, pero no fuerzas para defenderlo. Una por falta de concreción, la otra por falta de energía, lo cierto es que las dos edades –juventud y vejez– son incapaces de transformar el mundo sin dañarlo o de conservarlo con garantías. Podríamos decir que la única combinación realmente constructiva, la de concreción y energía, es “inhumana” o muy poco frecuente. Se da apenas en algunos artistas y en algunas mujeres –que no se dedican a la política. Pero estaría muy bien poder invertir el ciclo de la vida o mezclar las edades, de tal manera que de jóvenes fuéramos enérgicos y concretos y de viejos débiles y abstractos: de esta manera defenderíamos mejor nuestras vergnügungen y elaboraríamos mejor nuestras ideas.
De vuelta al cauce de este artículo, y si se me permite el paralelismo político, podríamos decir que el mundo ha alcanzado ya esa edad temblorosa: sobre él se ciernen males mayores (ecológicos, económicos y políticos), algunos de los cuales logramos evitar o aplazar en España el pasado 28 de abril. Lo que queda no es un país joven y saludable sino minado por los achaques: una sociedad achacosa, unas instituciones achacosas, unos partidos achacosos, una democracia achacosa. Cuando se razona, en términos electorales, en torno a la oposición males mayores/males menores (o cáncer o ciática) se deja siempre fuera la posibilidad misma de los vergnügungen, de los “bienes pequeños”. Es verdad que la energía abstracta se rebela contra los parches y las componendas; y que la debilidad concreta se acontenta con un melocotón y una rosa; y no menos verdad es que el mal introduce males mayores a más velocidad que el bien bienes pequeños. Ahora bien, en España, incluso en plena “restauración”, el eje platonismo/aristotelismo deja piezas sueltas en todas direcciones. Ninguna restauración restaura los mismos mimbres: el PSOE no puede ser ya el de Felipe González y Rubalcaba, aunque lo quiera o aunque lo empujen; y las llamadas “fuerzas del cambio”, que aspiraron a “asaltar los cielos” y que ahora tratan de asentarse de cuclillas en el suelo, forman ya parte del nuevo orden político. Uno de los cambios modestos pero reales que esas fuerzas han traído consigo tiene que ver con la introducción en nuestras achacosas instituciones de algunos vergnügungen: unos zapatos más cómodos, una ventana abierta, el libro reencontrado. España no es más de izquierdas que hace cinco años, pero sí es más llevadera. Y eso tiene que durar si queremos que se amplíe.
El terreno de los bienes pequeños es el de las instituciones pequeñas, las municipales y autonómicas, cuyas elecciones se celebran el domingo. El pasado 28 de abril evitamos un mal mayor; pero los achaques no protegen de los infartos ni de las fracturas de cadera. Necesitamos una llovizna de bienes pequeños. Y los que, por edad, por experiencia y por cabezonería no podemos votar al PSOE –que es como votar una lumbalgia crónica– tenemos que ayudar a que el bloque de la derecha no nos robe esos vergnügungen apenas posados –hace solo cuatro años– en Madrid y Barcelona; y también a que abandone con sus zapadores dinamiteros el gobierno de la Comunidad de Madrid. Si fuese barcelonés, no tendría dudas: Ada Colau, con todas las dificultades y todas las limitaciones, con juventud casi aristotélica (o energía concreta), ha trasladado al ayuntamiento de Barcelona su pasión por los “bienes pequeños”: la casa, la luz, la infancia, el cuerpo, antídotos pedestres, y por eso mismo “revolucionarios”, contra los males mayores y abstractos del neoliberalismo. En Madrid, tanto a nivel municipal como autonómico, la elección es más difícil, pues hay dos fuerzas –que antes fueron una– que se disputan el voto de la izquierda no socialista. Manuela Carmena debería haber llegado más lejos y no estoy seguro de que vaya a hacerlo en una nueva legislatura, pero que dure es la única manera de poder seguir criticándola; y la única manera de conservar, y eventualmente extender, los muchos vergnügungen, no desdeñables, que ha introducido en estos años; los que hacen de Madrid una ciudad mucho más “llevadera” –incluso estética y culturalmente– que nunca. Hay una discusión en torno a si, para que Carmena dure, es más útil votar a Más Madrid o a Madrid en Pie. Sería bueno que estuvieran las dos formaciones en el Ayuntamiento, pero mucho me temo que es menos inseguro votar directamente a Carmena (responsable de la división de Ahora Madrid) que sostenerla con un improbable 5% de Madrid en Pie. Que cada uno saque sus propias conclusiones. Lo que es seguro es que el regreso del PP al Ayuntamiento –avalado por Vox– sería un batacazo cósmico, sin fácil retorno, del que Madrid tardaría en recuperarse mucho más de cuatro años –pues la propia Carmena, artífice en buena medida de estos bienes pequeños, quedaría fuera de juego en ese tiempo.
En cuanto a la Comunidad, veinte años no es nada, como dice el tango, pero veinticuatro son demasiados. Existe realmente la oportunidad de derrocar el “régimen de Madrid”, como lo define justamente Ignacio Escolar, y ello pasa por un buen resultado de Unidas Podemos, partido ya achacoso pero aún necesario, y un mejor resultado del Más Madrid de Íñigo Errejón, a quien se pueden reprochar muchas cosas, pero que ha comprendido mejor que nadie la necesidad –discursiva y material– de los “bienes pequeños”, incluidas las “cursilerías” de las que tanto se burlan los enérgicos abstractos. La derrota de la derecha –y la posibilidad de presionar al mismo tiempo sobre un PSOE ganador y un Podemos reumático– pasa por una “sorpresa” no inverosímil de la formación de Errejón. El lunes que viene España no será más de izquierdas. Puede ser un poco más llevadera; o puede ser mucho más de derechas, corrigiendo en las cortas distancias, donde Aristóteles siempre decide la cuestión, el resultado del 28-A. Votemos el domingo a los bienes pequeños; es la única manera de poder seguir luchando luego, con todos nuestros achaques, contra los males mayores que siguen ahí, al acecho, en realidad activísimos, rebañando ríos y bosques, privatizando escuelas y hospitales, cerrando fronteras, robando los recursos comunes.
Si otro mundo es posible, tendrá que estar habitado por jóvenes aristotélicos y viejos platónicos. También de eso van un poco las elecciones del domingo.
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Santiago Alba Rico
Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".
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