Los inmigrantes desaparecidos de Hungría
A pesar de que es un fenómeno casi inexistente en el país centroeuropeo, Viktor Orbán continúa con su cruzada antiinmigración y se niega a alimentar a personas recluidas en los centros de tránsito
Javier Pérez de la Cruz 22/05/2019
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“No, hace tiempo que por aquí no se ven. Desde que levantaron la valla”. La camarera pasa la fregona entre los cinco clientes que se resisten a ir casa. A unos cientos de metros de este bar se encuentra la frontera con Serbia, y sobre ella la polémica valla construida bajo las órdenes de Viktor Orbán, el primer ministro de Hungría.
“Antes la plaza del pueblo estaba llena de negros. Ahora no”, asegura, despreocupada, mientras el olor a lejía invade la habitación y anuncia a los parroquianos que es de cerrar.
Por negros la mujer se refiere a las decenas de miles de refugiados, solicitantes de asilo y migrantes que atravesaron la frontera en 2015 en dirección a Alemania y otros países del norte de Europa. Aquello queda ya lejos, pero sigue vivo en la memoria de muchos húngaros.
“Hace unos años sí se veían. Muchos. Recuerdo estar pescando en un estanque cercano y que se acercaran preguntando cómo llegar a Szeged”, dice un joven del pueblo sin bajarse de su bicicleta. “Pero hace ya tiempo que no”.
Y sin embargo, es el gran tema en Hungría en estas elecciones europeas. El único tema, se podría decir. Por decisión expresa de Fidesz, el partido Orbán. Carteles que rezan “Mensaje a Bruselas: la inmigración debe parar” empapelan las calles de Budapest.
La inmigración de países africanos y de Oriente Próximo, la procedente de la ruta de los Balcanes, a la que realmente se refiere Orbán cuando utiliza la palabra inmigración, ha desaparecido. Para ello solo ha tenido que expulsar a decenas de miles de personas y detener a cientos.
“Desde finales de marzo de 2017, cuando Hungría legalizó las expulsiones colectivas, a cualquier persona que la policía encuentre sin el derecho de estar aquí, es decir, sin visado, documentos, etcétera, se le expulsa directamente a Serbia”, explica András Léderer, del Comité Húngaro Helsinki (HHC, por sus siglas en inglés) en la sede de la organización, en el centro de Budapest.
El HHC es una de las pocas asociaciones que quedan en el país que defienden y apoyan a refugiados y solicitantes de asilo. Por su trabajo, el Gobierno les acusa de “representar los intereses de los migrantes ilegales y de aquellos que están en contra de Hungría”.
“Según cifras oficiales de la policía, desde la legalización de las expulsiones colectivas hasta el final de marzo de este año, más de 50.000 personas han sido devueltas a Serbia o se les ha denegado la entrada al país”, añade Léderer.
Pero al Gobierno húngaro no le basta con las expulsiones.
Con la construcción de la valla, que cubre la frontera con Serbia y Croacia, las autoridades húngaras han conseguido reducir el número de llegadas prácticamente a cero. Han logrado terminar, casi por completo, con la llamada “inmigración ilegal”, el supuesto objetivo de la cruzada de Orbán y la justificación de sus votantes para defender un discurso xenófobo, racista y de extrema derecha.
Ahora solo se puede acceder al país a través de dos centros de tránsito situados junto a la frontera con Serbia. Y a pesar de que al otro lado de la valla, según un representante local de ACNUR, hay cerca de 3.500 migrantes esperando, Hungría solo permite el paso a estos centros a una media de dos personas por día laboral. “Así que mejor no lo intentes en un día festivo”, bromea con tristeza Léderer.
La prensa tiene prohibido acceder a los centros de tránsito; y los solicitantes de asilo, salir de ellos. Al solicitar permiso para visitar una de las instalaciones, la Oficina de Asilo e Inmigración húngara asegura que “no es posible” ya que quieren “proteger la privacidad y preservar la paz” de los internos. ¿Quién podría pensar que la razón para declinar la solicitud es para que no se vea lo que allí ocurre? Ante la pregunta sobre las irregularidades que denuncian las oenegés, las autoridades optan por no responder.
Los centros de tránsito están construidos de manera que solo se puede entrar a ellos por Serbia, pero según una ley aprobada en 2018, cualquier persona que llegue a Hungría a través de “un país seguro”, como por ejemplo Serbia, es considerada “inadmisible” y su solicitud, rechazada. Hecha la ley, hecha la trampa. “Da igual de dónde vengas; le ocurre a sirios, a afganos, a iraquíes…”, afirma Léderer.
Pero al Gobierno húngaro sigue sin bastarle con la ‘inadmisibilidad’.
Las oenegés denuncian que en agosto del año pasado, las autoridades dejaron de dar comida a solicitantes de asilo en los centros de asilo. Detuvieron la práctica en septiembre, solo para retomarla en febrero de este 2019 con personas a las que se les había denegado la solicitud. Desde el HHC se sostiene que la única forma de pararlo es recurriendo, caso por caso, al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que obliga a las autoridades a proporcionar comida. Hasta en ocho ocasiones ha tenido que intervenir este tribunal.
“A los niños menores de 18 años sí se les da comida, por lo que se les pone ante la situación de tener que compartir la ración con su familia, a la que no alimentan”, asegura Léderer.
Incluso la ONU ha tomado cartas en el asunto denunciando la situación, que es, en realidad, la única carta que la Organización de las Naciones Unidas tiene capacidad de jugar. Pero al igual que sucede con las advertencias procedentes de las altas instituciones de la Unión Europea, Budapest no se da por aludida. “Hungría no es responsable de las personas que no piden asilo ni de aquellas a las que se les ha denegado su solicitud”, rezaba un comunicado oficial.
Pero el Gobierno húngaro parece que nada de esto le basta.
Hace solo unos días, las autoridades organizaron el primer vuelo de deportación directa a Afganistán. Tres familias iban a ser trasladadas hasta Kabul, en un vuelo asistido por Frontex, la agencia fronteriza de la Unión Europea. Deportaciones de este tipo se producen también en otros países de la Unión Europea, pero la diferencia es, según las organizaciones no gubernamentales, que en Hungría debido al principio de ‘inadmisibilidad’ sus solicitudes de asilo no han sido procesadas correctamente, por lo que no sabe si al enviarlas de vuelta a su país de origen corren o no peligro.
El HHC se enteró de las planes del Gobierno de deportar a estas tres familias y pudo interponer un recurso en el último minuto ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Los jueces decidieron detener la deportación en base a la situación de una de las tres familias, en las que se encontraba un menor al que operaron del corazón hace apenas dos meses. El Gobierno se quedó sin vuelo de deportación y canceló la rueda de prensa convocada para anunciar la expulsión. Aun así, dos familias fueron trasladadas hasta la frontera y obligadas a cruzar a Serbia.
Todos estos casos pasan desapercibidos entre la opinión pública húngara, cuyo panorama mediático está dominado, casi en su totalidad, por medios directa o indirectamente progubernamentales. Incluso para la población joven y progresista de la cercana Szeged (destino de muchos Erasmus españoles) lo que sucede en los puntos fronterizos es totalmente desconocido.
En un país con una tendencia demográfica claramente negativa, donde cada año mueren más personas de las que nacen, con una tasa de natalidad por debajo de la media de la Unión Europea, en un país donde cientos de miles de ciudadanos se han ido al extranjero en busca de mejores condiciones laborales, la inmigración es la gran preocupación del Gobierno.
La población inmigrante de Hungría es inferior al 1,5% del total de la población, menor a la que presentan otros países de la zona como Austria o la República Checa. Las autoridades argumentan que, en realidad, la inmigración sí está creciendo. Cierto. En los últimos años, en concreto, ha aumentado en más de un 11%. Eso sí, más de la mitad del total proceden de Ucrania, donde a pesar de su ortodoxia, siguen siendo cristianos.
La llamada crisis de los refugiados de 2015 fue todo un trampolín para la popularidad de Viktor Orbán, quien puso sobre la mesa el discurso ultranacionalista, de mano dura y favorable al cierre de fronteras antes que ningún otro mandatario europeo. Ahora el primer ministro se encarga de mantener vivo el peligro de una “invasión”.
“Seguro que si esa valla no estuviera allí, los negros volverían a llenar la plaza del pueblo”, dice la camarera del bar de Röszke con ganas de cerrar por fin e irse a su casa.
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