Imperios Combatientes
La cuestión UE: dilemas y fantasmas
La actual construcción es irreformable sin ruptura, pero el miedo de los progresistas al nacionalismo paraliza todo propósito y alimenta lo que quiere evitar
Rafael Poch 6/03/2019
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La cuestión de la UE divide y lastra a las fuerzas progresistas europeas hasta la impotencia. ¿Por qué? Por un lado, cada vez se acepta más el hecho de que, por lo menos desde los años noventa, la UE se construyó y se concibió como la franquicia de la mundialización neoliberal en esta parte del mundo. Es una construcción blindada porque toda la política neoliberal, de austeridad, privatización, de supremacía de las finanzas y las empresas sobre los Estados, de destrucción del estado social, de deslocalización e incremento de la desigualdad en beneficio de los ricos, todo eso, está metido en los tratados fundamentales de la UE.
Esos tratados, que nadie ha votado, son prácticamente inamovibles porque cualquier cambio exige el voto de todos los Estados miembros, algo prácticamente imposible. Cualquier proyecto de transformación choca con los tratados. Los tratados blindan la política y las instituciones del neoliberalismo en Europa, porque colocan a esa política y a esas instituciones fuera del alcance del parlamentarismo y de la soberanía, es decir fuera de la democracia.
Esta estúpida y retrógrada construcción de cemento alemán no tiene marcha atrás. Como dijo Jean-Claude Juncker en su famosa entrevista con Le Figaro de hace un par de años, “no hay democracia fuera de los tratados”. Así que para cambiar las cosas y hacer posible una política social en los Estados europeos es necesario romper la actual arquitectura germana de la UE. Reforma aquí es igual a ruptura. Y ahí es donde nos topamos con la Iglesia.
La sacralización de la UE, factor de su desintegración
Para un gran sector de la progresía europea, romper la UE es anatema. La UE está sacralizada. No ya romperla, sino únicamente criticarla es hacerle el juego a algo a lo que esa progresía le tiene mucho más miedo que al neoliberalismo: el nacionalismo, generalmente capitalizado por la extrema derecha, xenófobo y ultramontano que nos trae ecos de la Europa parda de Estados enfrentados entre sí de los años treinta. Antes que apuntarse al soberanismo, que es nacional-estatal, porque ese es el marco de la única democracia (de baja intensidad) que tenemos y enfrentarse a la UE, esa progresía, por miedo a ese espectro, prefiere seguir comulgando, como dice Frederic Lordon, con el internacionalismo europeísta, es decir, “el internacionalismo de la empresa, de la economía neoliberal, de la moneda, del comercio y de las finanzas”, en otras palabras: con todo aquello que ha deteriorado la vida de la mayoría social en las últimas décadas.
Evidentemente, todo eso no tiene nada que ver con el internacionalismo social de la izquierda, ni con el humanismo “de los que aún creen en el legado de Erasmo, Dante, Goethe y Comenio”, como afirma el manifiesto “Europa en llamas” lanzado por el patético Bernard-Henri Lévy “en defensa de la civilización”. Este temeroso alineamiento con el neoliberalismo y sus autopistas institucionales europeas de la progresía mediática y política, generalmente acomodada, es lo que ha hecho que las clases populares desfavorecidas huyan como de la peste de los discursos de la izquierda europeísta y de su (neo) liberalismo social que va en el mismo paquete. No es que los de abajo se hayan vuelto locos. Lo que pasa es que esto dura ya muchos años, que ya hay una experiencia vivida que ha generado alergias masivas a esa mezcla de avalar la degradación socioeconómica y potenciar cuestiones de género e identidad para compensar lo anterior que está en el discurso progresista-europeísta. Así que muchos antiguos votantes de la socialdemocracia o bien no votan, o bien lo hacen, cabreados, por opciones que venden rupturas, aunque sea por la puerta falsa.
Todo esto tiene diversas concreciones y lecturas en diferentes países. Ahí está buena parte de la explicación del brexit, de la Hungría de Orbán, de la intoxicada Polonia, del extraordinario auge que el Frente Nacional experimenta desde hace tantos años en Francia, de que el cinturón rojo de Barcelona se haya pasado a Ciudadanos, o del éxito general que se vaticina a la nueva ultraderecha en España –Cataluña carlista incluida– sin ir más lejos. Pero si hay que hablar de tendencias generales, yo diría que la sacralización de la Unión Europea para protegerla de la crítica es cada vez más insoportable para más gente.
¿Cómo solucionar esto? ¿Qué tiene que hacer la izquierda para afirmar un europeísmo que valga la pena, que no sea una estafa neoliberal, que no le obligue a comprar en el mismo paquete a Erasmo, Dante con el Banco Central Europea, Goldman-Sachs y la creciente desigualdad? ¿Es posible una reforma social en la UE sin salir del corsé de la moneda única? ¿Es posible una reforma social de la UE, sin que Alemania y otros beneficiarios del euro, rompan el club? Muchas preguntas y una sola certitud: continuar así, avalando el europeísmo sacralizado, es seguir alimentando la Europa parda. El razonable miedo de la progresía europeístaa la extrema derecha, solo puede engordar a la bestia. ¿Qué aportará a esta paradoja una nueva crisis como la del 2008, que muchos observadores ya consideran ineludible?
Había una vez un circo
A falta de respuestas, el establishment y sus papagayos mediáticos señalan al culpable: Rusia. La mayor noticia falsa de los últimos años, la elección de Donald Trump como consecuencia de la injerencia rusa, no solo se impone cuando aún está húmeda la anterior (las armas de destrucción masiva de Sadam Hussein), sino que crea escuela en Europa. La estupidez complotista alcanza niveles grotescos y afecta a los máximos líderes europeos. Merkel y Macron advierten de la injerencia rusa en las elecciones europeas, pese a que su teléfono no está controlado por el Kremlin sino por la NSA y pese a que el único embajador que flirtea descaradamente en Berlín con los fachas de la Alternative für Deutschland y se inmiscuye abiertamente en la política local es el de Estados Unidos. Macron suelta que Moscú manipula a esos “chalecos amarillos” que ya han invalidado la posibilidad de toda política socialmente regresiva en Francia bajo el actual presidente (por eso sostengo que Macron está acabado, incluso si gana las europeas).
En El País, un diario español que años atrás fue serio, pueden leerse cosas como: “Uno a uno, día tras día, como en un aterrador relato mitológico, polimórficos tentáculos se extienden desde la impenetrable atalaya del Kremlin y alcanzan y ciñen el hermoso cuerpo de Europa”. El artículo viene ilustrado con la foto de la hija del portavoz del Presidente Putin, que trabaja de becaria para un diputado ultra francés en Estrasburgo. En La Vanguardia, otro diario serio, se afirma sobre el grotesco procés que en Barcelona, “hay quien sostiene que el enemigo es España sin ponderar que podemos ser una pieza de tablero de ajedrez que se maneja a distancia desde Moscú”.
Lo de menos es que los periodistas hayan perdido el miedo al ridículo. Lo peor es que, en toda Europa, toda esta estupidez va de la mano de un rearme militar muy serio con incremento de las tensiones bélicas, incluidas las nucleares. Todo esto es un aviso de que la próxima crisis tendrá un marco de tensión internacional que apenas existía en la anterior crisis de 2007/2008. ¿A quién le importan las elecciones europeas en medio de este quilombo?
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Rafael Poch
Rafael Poch-de-Feliu (Barcelona) fue corresponsal de La Vanguardia en Moscú, Pekín y Berlín. Autor de varios libros; sobre el fin de la URSS, sobre la Rusia de Putin, sobre China, y un ensayo colectivo sobre la Alemania de la eurocrisis.
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