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LUCÍA MBOMÍO / PERIODISTA Y AUTORA DE “LAS QUE SE ATREVIERON”

“No es lo mismo ‘tengo un amigo negro’ que ‘mi hija está con un negro’”

Rubén A. Arribas 29/05/2019

<p>Lucía Mbomío.</p>

Lucía Mbomío.

Cristina Tovar

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Las charlas con Lucía Asué Mbomío Rubio son torrenciales. Inteligente, buena comunicadora y con sentido del humor, Lucía Mbomío (Alcorcón, 1981) enlaza temas y abre hilos de conversación como quien saca cerezas del frutero; eso sí, la mayoría atravesados por tres de sus grandes intereses: Guinea Ecuatorial, el activismo político y el periodismo. Así, a la par que cuenta anécdotas sobre su trabajo en el programa Aquí la Tierra, reflexiona sobre cómo representa la literatura blanca a las personas negras, detalla los pormenores de su investigación sobre José Carlos Grey Molay –un republicano negro que sobrevivió a Mauthausen– o habla del año que vivió en Guinea. Lo difícil, a veces, es centrarse y hablar de su libro.

De hecho, antes de entrar en materia sobre Las que se atrevieron (Sial, 2016), aparece un cuarto foco de interés: su “Alcorcón del alma”, como ella dice. Lo suyo con su ciudad natal no es ni pose ni orgullo fingido, sino pertenencia genuina. Piel. “Hablo mucho de Alcorcón porque ahí me siento en casa; ahí sí que me han reconocido. Me perdí con cuatro años, alguien me vio y dijo: ‘Ay, tú eres la hija del profe negro’. Y me llevó a casa. Es decir: ahí tengo un nombre, tengo una familia, una casa, soy de Alcorcón. En otros sitios he sido ‘negra’, ‘negra de mierda’, ‘la que viene a cuidar a los abuelos’ y otras millones de cosas”, compara.        

El dato ayuda a comprender mejor su posición como escritora: con un pie en una aldea de Niefang (Guinea), de donde migró su padre hace 54 años; con el otro en un pueblo de Segovia, de donde salió su madre hacia Madrid para estudiar Ingeniería Industrial; y con el corazón y el acento fieles al extrarradio sur madrileño, del que ha hecho incluso bandera periodística. En su libro habla de esa simbiosis cultural que la acompaña desde su nacimiento; pero, sobre todo, lo que hace es contar la historia de seis mujeres españolas –incluida su madre– que se casaron con hombres guineanos en los 60 y 70, y que formaron una familia con ellos. Son mujeres anónimas que, sin darse importancia ni militar en partido alguno, cuestionaron un triple yugo: el franquista, el machista y el racista.

Las que se atrevieron es un libro fundamental a la hora de reflexionar sobre la identidad afroespañola. En ese sentido, es una obra que está hermanada con ¿Y tú por qué eres negro?, de Rubén H. Bermúdez, y Ser mujer negra en España, de Desirée Bela, o que tiene vasos comunicantes con un documental como Gurumbé, que investiga nuestras raíces negras. Asimismo, el libro de Lucía Mbomío rima con obras que recuperan nuestro pasado colonial, como Un guardia civil en la selva, de Gustau Nerín; Historia de Guinea, de Donato Ndongo y Mariano de Castro; o el documental Guinea en patués. También con los libros de su querida Trifonia Melibea.

Esta entrevista nació de una conversación celebrada durante uno de los actos en la Feria del Libro de Getxo 2019. Eso fue a mediados de abril. Antes, durante y después de aquella charla, hablamos largo y tendido de Las que se  atrevieron. Este es el resultado.

En el libro habla de que, desde pequeña, quiso ser periodista. ¿Por qué?

Fue influencia de varios familiares. Tenía un primo que estudiaba Periodismo en Francia; él venía en verano y traía un radiocasete medio desvencijado, y hacía pruebas conmigo. Yo era su cobaya. Me parecía muy divertido. Además, mi padre fue maestro y me enseñó a leer cuando yo tenía tres años, por lo que siempre pensé en escribir. En todo caso, pensé en hacer radio, pero luego apareció la tele y, como tampoco se puede escoger, pues dije: “Adelante”. También hubo otra figura importante: Donato Ndongo, escritor. Para mí ha sido un referente porque, además de ser uno de los mejores escritores africanos en lengua española, es amigo de mi familia.

En sus intervenciones públicas y en sus artículos, la lectura tiene un peso enorme. En estos tiempos de teleseries, parece conveniente preguntarlo: ¿por qué es tan importante leer para usted?

Porque encontré mis vidas —o parte de mi vida— en esos libros; una parte que no he encontrado en otros sitios. He construido África desde ahí. Al final, como no te hacen sentir española y te extranjerizan constantemente preguntándote de dónde eres, eso hace que te busques una Ítaca, un lugar al que volver... Aunque nunca hayas ido. Por eso, siempre me sentí africana y terminé haciendo una construcción no solo idealizada de África, sino completamente inventada. Después de vivir un año en Guinea, supe que me la había inventado.

¿A qué se refiere?

Bueno, a que tú te sientes del sitio del que te ha contado tu padre, y tu padre te cuenta desde los recuerdos; y esos recuerdos, normalmente, son positivos porque tienen que ver con la nostalgia. Mi padre me ha contado la Guinea de cuando él era pequeño; la Guinea de cuando jugaba con sus hermanos o iba al pueblo, y son anécdotas muy divertidas... Pero esa nostalgia es peligrosa; debido a las ausencias, construyes con los recuerdos, a través de las fotos, con la familia que viene a visitarte o a través de los libros. Te buscas. Recuerdo lo fuerte que fue cuando leí en la Facultad cómo Europa había subdesarrollado a África. También cómo de importante fue comprobar que buena parte de los libros que tenía habían sido escritos por personas blancas... Ni uno solo estaba escrito por personas negras, salvo que fueran amigos de mi padre. Y recuerdo también cómo empecé a leer historias que sucedían a no sé cuántos kilómetros y me decía: “Yo esto lo conozco”. Y así, de repente, empecé a encontrarme en libros como Los pescadores, de Chigozie Obioma, un escritor igbo nigeriano. No me encontraba en todo, claro, pero muchas cosas me sonaban porque me las había contado mi padre. Entonces, me dije: “Qué fuerte... A lo mejor aquí hay otra familia de la cual beber”.

¿En qué otros libros se ha encontrado?

Un libro fundamental para mí es Todo se desmorona, de Chinua Chebe, que tiene anécdotas de un señor igbo nigeriano parecidas a las que me contaba mi padre de mi abuelo. Y otro, Las tinieblas de mi memoria negra, de Donato Ndongo, que es brutal y va de un tipo que cuenta su infancia en Guinea Ecuatorial.

Tengo entendido que usted tardó mucho en escribir su libro.

Sí, al principio, pensaba que no interesaba. Estaba poniendo las periferias en el centro, y no solo desde un punto de vista figurado: hablaba de personas negras y de parejas mixtas, pero también de Móstoles, Fuenlabrada o Alcalá de Henares, sitios que no parecen ser dignos para contar una historia. Sin embargo, a Móstoles lo llamaban Malabo 2 desde los años 70 debido a la concentración de familias guineanas. Además, tenía que poner la historia de mis padres: no tenía sentido contar historias de personas que se conocieron en la época franquista y que no hablase de mi familia... Me daba un pánico atroz descubrir que quizá mi padre no era tan guay. También me daba pánico conocer mejor a mi abuelo materno, que luchó con diecisiete años en la batalla del Ebro y que tuvo una foto de Franco en el salón hasta el día en que se murió.

a Móstoles lo llamaban Malabo 2 desde los años 70 debido a la concentración de familias guineanas

En el libro explica que mezcla ficción y realidad. ¿Qué cambió y por qué lo hizo?

Las seis personas de las que hablo son cercanas a mi familia; las conozco bien. Cambié cosas porque Guinea es un país muy pequeño y nos conocemos todos, en particular la gente del extrarradio y, sobre todo, la gente de esa época. Si bien se puede intuir quiénes son las personas de las que hablo, quería protegerlas para que se sintieran más libres; por eso, alteré el número de hijos, el sexo de los hijos, los nombres, los espacios... Eso sí, tenía claro que debía aparecer Móstoles, muy importante para la comunidad ecuatoguineana y donde se han celebrado todas las bodas, comuniones y bautizos que he vivido. Para mí ir a Guinea era ir a Móstoles, que estaba al lado de Alcorcón.

Pero los conflictos familiares, la boda en El Escorial, los divorcios, etcétera, ¿son tal cual?

Sí, eso sí. Todo lo que cuento sucedió así.

Utiliza varios puntos de vista: la madre, la hija, la esposa... ¿Por qué?

Porque me apetecía novelar. Una de las mujeres me contó que su madre se había desmayado cuando le dijo que tenía un novio negro... Claro, me parecía tan brutal que quería contar desde ahí esa historia. Además, quería divertirme contando; no quería hacer un ejercicio meramente periodístico, sino ponerme, por ejemplo, en la piel de una señora que estaba casada con un alto mando militar y cuya hija se casó con un guineano en El Escorial. Me parecía un hit meterme en la piel de esa mujer facha y ver cómo se pudo sentir.  

 “Mi hermano se atrevió a hacer lo que no hizo ni mi padre: me dio una paliza tremenda. Vivió mi relación como una afrenta personal y condenable”, cuenta María, una de las seis protagonistas. Una cosa es el recelo o la desconfianza, pero esto ¿cómo lo explica?  

Aquella era una sociedad muy gris; no en el sentido de aburrida, sino en el de que no había matices: todo el mundo era igual. Salirse de la norma –hacer algo que no hacía el resto– era, básicamente, meterse en un lío. Supongo que reacciones así tenían que ver con eso de “me has puesto en evidencia” y con que todo el mundo hablara de tu familia.

En general, las seis familias españolas reciben con sofocos, llantos, castigos o amenazas la noticia del novio negro. Ni siquiera van a la boda y tardan mucho en darse siquiera la oportunidad de conocer al chico guineano...

Hay que pensar todo eso en el contexto. En el caso de la chica de la paliza, ella prefiere vivir con cinco hombres negros con tal de irse de casa, cuando cohabitar entonces antes del matrimonio era algo completamente impensable. Al chocar con sus padres, ellas se iban metiendo en un agujero aún mayor, algo que las alejaba aún más. Esas reacciones familiares tienen que ver con eso: con la vergüenza que sentían, con el hecho de sentirse señalados y que les preguntaran “¿cómo has educado a tu hija?”. También, aunque en menor medida, con la construcción de hombre negro hipersexualizado –no se daba tanto entonces como ahora, pero ya estaba ahí– y con la idea de que, si estás con un hombre negro, eres una cualquiera y por eso estás con él.

Curiosamente, el padre de María se considera socialista y presume de haber educado a sus hijas para que fueran “mujeres independientes y formadas”. ¿El racismo no sabe de izquierdas y derechas?

Sí, el racismo no sabe ni de izquierdas ni de derechas. Lo que sucede es que el de izquierdas cree que no lo es por ser de izquierdas. También sucede que no es lo mismo “tengo un amigo negro” que “mi hija está con un negro”. Lo último ya es otro tema... Eso es enfrentarte a que tus nietos puedan ser negros, a que tu sangre se ensucie con la de un negro. Lo cuenta muy bien Marta Sofía López en el prólogo, y yo lo he vivido.

al apostar por una pareja negra, muchas mujeres se quedaron sin familia española y abrazaron con más fuerza si cabe la causa de sus maridos

Los seis varones guineanos tienen formación universitaria y han venido a estudiar carreras como Ingeniería Industrial, Ingeniería Aeronáutica, Medicina o Física. Todos, o casi todos, con becas. Hábleme de ellos.

En Guinea había tres estamentos poblacionales: los españoles, que eran los colonos; los negros emancipados, que eran los que tenían derecho a estudiar y a hacer cosas tan sencillas como comprar jabón; y los negros no emancipados, que eran el grueso de la población y que no tenían acceso a bienes básicos. Los pocos negros que podían estudiar eran, bien de una etnia concreta, los krió –que formaron la primera burguesía negra–, bien gente excepcional que podía ir a primaria y que sacaba muy buenas notas, lo que les daba acceso a continuar estudiando. Ese fue el caso de mi padre, que caminaba descalzo veinte kilómetros para ir al colegio. Las primeras becas a estudiantes guineanos para venir a estudiar en España creo que se dieron alrededor de 1934. Todos los que venían en los 60 y 70 lo hacían para estudiar: ¿para qué se iban a mover si no de su tierra, si su tierra ya era España? Y, por supuesto, eran muchos más hombres que mujeres (que ocupaban el último escalón en la sociedad colonial...). Esta generación luchaba por la independencia y se estaba preparando para transformar Guinea, que había dejado de ser la Guinea española para convertirse en Guinea Ecuatorial, un país autónomo. Sin embargo, esa generación enganchó tres dictaduras seguidas: Franco, Macías y Obiang.

Una de las protagonistas dice que son una “generación vibrante, casi extinta”. Vinieron siendo españoles y, con la independencia (1968), se convirtieron en migrantes ecuatoguineanos.  

Muchos regresaron, y a muchos los asesinaron. Lo de extinta lo digo desde un punto de vista literal. Por un lado, vivieron una época muy nacionalista, donde Sevilla de Niefang –que tenía un puente de Triana y todo– pasó a llamarse Niefang o Mongomo de Guadalupe, Mongomo. Por otro, para el dictador Macías –un tipo sin mucha formación–, esa generación era una auténtica amenaza, y se los tragó a casi todos.

Algunas de estas mujeres españolas acompañaron a sus maridos en la aventura política guineana.

Sí, era una generación muy politizada y ellas se empaparon mucho de ese espíritu. Además, al apostar por una pareja negra, muchas de ellas se quedaron sin familia española y abrazaron con más fuerza si cabe la causa de sus maridos. Por eso se consideran guineanas blancas. En general, todas acogieron reuniones políticas en su casa; unas estaban ahí simplemente cocinando, pero otras participaban. Una de ellas incluso se fue a Camerún porque la idea de su marido era entrar desde ahí a Guinea para acabar con el régimen de Macías. Ella perdió un hijo por el camino.

En el libro habla de que las hijas y los hijos mestizos protegen a sus madres blancas y no les cuentan la experiencia cotidiana que tienen con el racismo. ¿Fue su caso?

Sí, muchas cosas no se cuentan. Primero porque piensas que es lo que te toca y después porque desde la niñez te acompaña un especie de estoicismo extrañísimo. También depende mucho de la persona. Por ejemplo, en mi caso no le contaba que había zonas de Madrid, como plaza de España, que tenía prohibidas en los 90, cuando había tantos neonazis. De hecho, de la plaza de los Cubos salieron el guardia civil y los otros dos neonazis que mataron en 1992 a Lucrecia Pérez, el primer asesinato tipificado como racismo aquí. Y tampoco le conté que la primera vez que fui a ver a la selección española de fútbol me encontré con una columna gritando “Hitler” y que, cuando metió un gol España, me agitaron la bandera española en la cara y me dijeron: “Gol de España, no de África”. Este año mi madre vino a una charla en la que yo hablaba sobre ciudad y violencia, y veía su cara al borde de las lágrimas mientras contaba todo eso. A mis casi 38 años y a sus casi 66, ella ha descubierto un montonazo de cosas que no sabía sobre mí.

Nos da mucho miedo –aunque hayamos nacido en Madrid– decir que somos españoles

En el libro hay una hija mestiza peleada con su parte negra y un hijo mestizo que no quiere saber nada de su parte blanca. No hay una sola manera de gestionar el conflicto identitario, ¿verdad?

La identidad es una cosa personal e intransferible. En el libro no doy fórmulas; cuento lo que ha hecho cada persona. Cada persona es un mundo, y cada cual gestiona su identidad como puede y como sabe. No hay una sola manera. Por eso, en el canal de YouTube que tengo, Nadie nos ha dado vela en este entierro, me parecía interesante que la gente hablara de ello. En términos generales, noto una desafección nacional brutal. Nos da mucho miedo –aunque hayamos nacido en Madrid– decir que somos españoles. Es más: quien lo dice suele hacerlo como respuesta a quienes no lo consideran español, es decir, para que no ganen quienes no te consideran como ellos.

Pero usted escribió este libro para reconciliarse con su parte blanca, es decir, con su madre.

Siempre he idealizado la historia de mi padre: ese chaval que andaba veinte kilómetros para ir al cole y que es una referencia para mí, un padrazo, una biblioteca humana que sabe un montón. Pero mi madre tenía un padre facha y se plantó delante de él, con dos narices, y se casó con un negro por lo civil después de tenerme... Y me puso Lucía Asué en una época en la que todo el mundo llevaba el María delante de cualquier nombre, y tampoco me bautizó. Además, tiene una casa en Guinea y prepara carne con salsa de cacahuete como nadie. Por eso, me apetecía mostrar que esto llevaba pasando mucho tiempo y que gente como mi madre jamás se ha dado importancia porque no sentía que estuvieran haciendo algo guay... Quiero decir: hay mucha gente que se cree guay por viajar a Marruecos o a Tailandia o que va a Lavapiés como si fuera a un parque temático... Hay que desmontar eso; porque pensar que eso es ser moderno es olvidarse de una historia interesante, larga e invisibilizada que une a España con un continente negro donde hay gente que se apellida Crespo o Moreno porque desciende de personas africanas. Aquí ha habido personas negras toda la vida.

Su libro me deja una idea: aquellas mujeres fueron muy modernas sin necesidad de camisetas reivindicativas, palabras complicadas o peinados raros.

Sí, y además lo hicieron sin sentir que estaban haciendo algo importante. Su atrevimiento no fue estar con una persona negra, sino todo lo que eso implicó.

Por cierto, su abuelo era franquista y su padre, muy de izquierdas. ¿Se hablaban?

Sí.

¿De qué hablaban?

De política. Mucho. Mi padre se convirtió en el favorito de mi abuelo por el concepto de familia que tenemos los fang –y otros muchos pueblos africanos–, donde la familia de tu mujer también es tu familia. Mi padre nunca trató a mi abuelo como a un suegro, sino como a un padre. Y eso mi abuelo lo supo y lo apreció. Se querían un montón.

“Una planta con dos raíces siempre es más fuerte. Aguanta mejor las inclemencias del tiempo y absorbe mejor los minerales de la tierra”. Lo dice Elena a propósito de que su madre quedó viuda, pero podría leerse como una metáfora de la hibridación cultural. Mejor dos culturas que una sola, ¿no?

Yo soy rica, en ese sentido, porque tengo dos tierras... Lo quieran esas tierras o no. Me pertenecen y les pertenezco; lo quieran, repito, o no. He vivido y he bebido de manera muy natural de dos culturas. Por desgracia, no he bebido de dos lenguas porque los hombres de esa generación quizá no le dieron la importancia que merecían a sus lenguas. Ahí tuvimos una pérdida importante: no puedo relacionarme con mis tías mayores, por ejemplo, y eso es una pena terrorífica. Vivir dos culturas hace que, cuando vas a Guinea, haya ciertas cosas que te choquen, pero que otras muchas las vivas con una naturalidad tan aplastante que digas: “Estoy en casa también aquí, qué bien”. Durante la crisis muchos hijos de fuenlabreños o mostoleños se han vuelto a Guinea –y digo vuelto en vez de ido– y, en cierto modo, se han sentido en casa. Desde un punto de vista práctico, es muy potente tener dos casas.

En el libro un personaje dice: “Guinea Ecuatorial, un sitio al que pertenezco y me pertenece”.

Es que nos pertenece también. Y por eso digo lo de lo quieran o no, que también va hacia España. Nosotros también somos, estamos o pasamos por aquí, y esta es la España actual.

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