EL SALÓN ELÉCTRICO
Radiactividad mon amour
‘El conquistador de Mongolia’ se rodó a 200 kilómetros de los hongos atómicos de Yucca Flat, en Utah. Hasta 150 personas del equipo murieron después por cáncer
Pilar Ruiz 12/06/2019
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El 6 de agosto de 1945, a las 08:15, el bombardero Boeing B-29 Superfortress –llamado Enola Gay, como la madre del piloto– suelta una bomba nuclear sobre la ciudad de Hiroshima. La ciudad japonesa queda completamente arrasada. Tres días después otra bomba cae sobre Nagasaki. El genocidio sobre la población civil supuso la victoria de los Aliados, el fin de la Segunda Guerra Mundial, el comienzo de la Guerra Fría y de la Era Atómica. Los aprendices de brujo del Proyecto Manhattan aún no conocían del todo lo que ponía en juego la fisión de átomos y menos sus efectos sobre los seres humanos, aunque lo cierto es que la radiactividad ya era popular: Madame Curie (Marvin LeRoy) se estrena en 1943 con gran éxito.
Greer Garson como Madame Curie (LeRoy, 1943)
Hoy los documentos y hasta el libro de cocina de Marie Curie se guardan en cajas de plomo por su alto nivel de contaminación radiactiva: el mundo sabe cuáles son las consecuencias de la exposición, pero durante décadas fueron clasificadas como “alto secreto” a un lado y otro del Telón de acero. Ni siquiera los cotillas de Hollywood supieron del riesgo de rodar El conquistador de Mongolia (Powell, 1956) en el desierto de Escalante, donde la lluvia radiactiva era moneda corriente: estaban a menos de 200 km de los hongos atómicos de la zona de pruebas en Yucca Flat (Utah), la zona más contaminada por bombas nucleares del planeta. Hasta 150 personas del equipo de rodaje murieron en los años siguientes a causa del cáncer, entre ellos el compositor Victor Young, tumor cerebral; el director Dick Powell, linfoma; Agnes Moorehead, cáncer de pulmón; Susan Hayward, tumor cerebral; John Hoyt, carcinoma de pulmón. Pedro Armendáriz se suicidó de un disparo al saber que sufría un cáncer de riñón terminal y John Wayne murió de cáncer de estómago: Marlon Brando siempre creyó que le salvó la vida rechazar la película. En Yucca Flat hubo pruebas nucleares hasta 1992, no hay datos sobre la contaminación de la población de las áreas cercanas y la zona se considera irrecuperable.
Cráteres atómicos en Yucca Flat.
A pesar de la KGB, la CIA o los intereses empresariales, la Historia siempre encuentra un fallo por el que fugarse: desde el mismo momento en que se supo del alcance devastador de la energía nuclear, la temática radiactiva se hace presente en la cinematografía mundial contaminando las pantallas hasta el día de hoy. Un buen contador Geiger detectaría su rastro a través del tiempo y en muchos subgéneros: monstruos, catástrofes y cine apocalíptico. También impregna el cine de autor: los franceses tienen la Bomba y dos obras maestras del cine como Hiroshima mon Amour (1959, Alain Resnais) basado en la novela de Marguerite Duras y La Jetée (1962) de Chris Marker, sombra alargada sobre la ciencia ficción contemporánea.
Hiroshima mon amour (Alain Resnais, 1959)
Pero son los cineastas japoneses de la generación de la posguerra quienes conocen de primera mano las consecuencias irreversibles de un ataque nuclear y dejarán testimonio visual de la herida incurable: Los niños de Hiroshima (Kaneto Shindo, 1952) escapa a la férrea censura de las fuerzas de ocupación de EE.UU. aunque tendrán que pasar muchos años hasta Rapsodia en Agosto (Kurosawa, 1991), Akira (K. Otomo, 1988) y sobre todo Lluvia negra, de Shoei Imamura (1989). Esa misma censura que pretende enterrar en el olvido las secuelas de la bomba –culpa, enfermedades, malformaciones, muerte prematura, rechazo social– dispara la imaginación nipona hasta construir un monstruo gigante imposible de ocultar. Hablamos, claro está, de Godzilla (Gojira), rey de los monstruos radiactivos desde los años 50.
El creador Ishiro Honda y un descanso en el rodaje: Godzilla trabaja desde 1954. No tiene jubilación.
Honda reconoce que la idea de Godzilla nace de un suceso real: en 1954 la tripulación de un pesquero japonés en alta mar se ve envuelta en una nube amarilla: han sido alcanzados por los coletazos de una bomba H detonada en el atolón Bikini por los norteamericanos, quienes seguían haciendo pruebas nucleares por toda la zona. Se sucedieron manifestaciones antinucleares y para acallarlas, el gobierno estadounidense indemnizó a las víctimas con 200.000 dólares.
Como los efectos de jugar a ser Dios con los átomos empiezan a ser más conocidos, las lecturas narrativas amplían los efectos extraños y el “bestiario”: La mosca (K. Neumann, 1958) y El increíble hombre menguante (Jack Arnold, 1957) que, como los pescadores japoneses, sufre los efectos de una nube radiactiva. Los personajes de Spiderman (Stan Lee, 1962) y Hulk (Stan Lee, Jack Kirby, 1962) que saltarán al cine en mil secuelas durante el siglo XXI, son monstruos super heroicos como consecuencia de la mordedura de una araña radiactiva y los rayos gamma de una prueba nuclear.
Menos de 20 años después de Hiroshima, la energía nuclear está aceptada como una forma más de generar electricidad aunque el uso militar justifique su existencia: hay que continuar con la escalada armamentística de la Guerra Fría. Las centrales nucleares se instalan en todos los Springfields del mundo, la primera de ellas en Calder Hall (1956) inaugurada por Isabel II y en funcionamiento durante 47 años: la central duró menos que la monarca, no así sus residuos –problema poco relevante para la mayoría de gobiernos–, altamente contaminantes durante 300 años, según el Foro de Energía Nuclear.
La Crisis de los misiles de 1962 contagia una histeria colectiva global ante la posibilidad de que una de las dos potencias que se reparten el planeta apriete el botón como en Teléfono Rojo, volamos hacia Moscú (Stanley Kubrick, 1964) y deja huella en las imaginaciones más pesimistas. Los cines albergarán infinitas películas de serie B donde el tema principal es la amenaza de la desaparición de la raza humana, es decir, cine apocalíptico y su culmen: El planeta de los simios (Shaffner, 1968).
El planeta de los simios (F.J Shaffner, 1968)
Aunque en España la imagen propagandística del chapuzón de Fraga, ministro de Información Turismo, y su famoso meyba lucido en Palomares (1966) tras caer cuatro bombas termonucleares estadounidenses en el mar de Almería resulta más impactante que la de Charlton Heston en taparrabos gritando "¡Malditos!" ante las ruinas de la estatua de la Libertad. Una sola película española se atrevió a tomar el pulso del miedo global: en Calabuch (G. Berlanga, 1958), un científico norteamericano huye de su propia responsabilidad destructiva para esconderse en una Peñíscola neorrealista y por supuesto, berlanguiana.
En los años 70, a rebufo del movimiento hippie, los peligros de la energía nuclear llegan al cine reivindicativo y político: El síndrome de China (James Bridges, 1979) gana nada más y nada menos que dos Palmas de Oro del Festival de Cannes –una para su director y otra para Jack Lemmon– además de 5 nominaciones a los Oscar, Globos de Oro, Baftas y David de Donatello, reconocimientos no tanto a la calidad de la película –solo un , solvente– sino a su capacidad de denuncia. El título hace referencia a que si el núcleo de un reactor nuclear situado en EE.UU. se fundiera, podría atravesar la Tierra verticalmente hasta llegar a China.
Lemmon, Douglas y Fonda (El Síndrome de China, 1979)
La temática sigue presente en los ochenta con Silkwood (Micke Nichols, 1983), sobre el caso real de Karen Silkwood, trabajadora de una planta nuclear contaminada por plutonio, y finalmente fallecida en extrañas circunstancias cuando había contactado con The New York Times para contar las irregularidades de la central. Tampoco decae la amenaza de las armas de destrucción masiva incluso en películas destinadas al público adolescente como Juegos de guerra (J. Badham, 1983) o la película de animación Cuando el viento sopla (J. Murakami), que provocó pesadillas infantiles y conciencia antinuclear a toda una generación. Fue estrenada el mismo año del accidente de Chernóbil: 1986, igual que la rusa Cartas de un hombre muerto (K. Lopusahnsky) apocalipsis de tono tarkovskiano con profecía autocumplida.
Tras tantas ficciones, la realidad siempre regresa al lugar del crimen, en este caso, a la explosión, 500 veces más destructora que la bomba de Hiroshima, de una planta nuclear en Ucrania; responsable de un número de muertes aún desconocido y de la del agonizante régimen soviético, esa sí bien conocida. Chernobyl (HBO, 2019) bate récords de audiencia con un tour de force visual, un guión tenso como un tambor y un reparto de campanillas, convenciendo al espectador como no lo harían miles de campañas de Greenpeace. También representa un ejemplo espléndido de cine histórico riguroso con las fuentes documentales que deja por los suelos el reclamo publicitario de “basado en hechos reales” y abandona el subgénero de catástrofes para inscribirse en el más grande del Terror: nada más pavoroso que descubrir que las vidas de millones de personas en el mundo entero están –estamos– en manos de insensatos, inútiles, bobos sectarios, patriotas desatados o codiciosos sin escrúpulos.
El éxito de la serie ha caído como una bomba de neutrones en el gobierno nacionalista ruso, heredero directo de la KGB en modos y maneras: responderán con escalada de armas audiovisuales produciendo una serie en la que culpan a la CIA de sabotaje. Ni está ni se espera una serie televisiva sobre el accidente de la central de Fukushima tras el terremoto de 2011 –otra vez Japón bajo la maldición Godzilla–; tendremos que esperar para enterarnos de las dimensiones de este desastre de nivel 7, idéntico al de Chernóbil. Pero como los efectos de una explosión radiactiva de esa magnitud duran 50.000 años, al menos tenemos la certeza de que la historia no pasará de moda.
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Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).
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