Imperios combatientes
Chernóbil, la advertencia incomprendida
Si un país realiza pruebas nucleares o registra un accidente en una central nuclear, toda la humanidad paga por ello. La serie de HBO ignora el carácter universal de este riesgo
Rafael Poch 12/06/2019
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La serie Chernobyl del estadounidense Craig Mazin y los canales HBO y Sky ha fascinado a mucha gente. Aquel terrible accidente y la URSS quedan lo suficientemente lejos como para resultar desconocidos a toda una generación. Los escenarios están muy bien recreados, las psicologías no tanto. Algunas escenas y detalles son vulgares concesiones a la denigración del enemigo histórico. Los personajes centrales, el académico Valeri Legásov o el vicepresidente Boris Sherbina, han sido caricaturizados para que encajen en la habitual estructura maniquea de la industria del entretenimiento gringa, alérgica por definición a las realidades de tonos grises, precisamente las que dominaban en la URSS y en la humanidad en general. Pero todo eso son detalles sin importancia, al lado de su peor defecto: la serie ignora por completo el carácter universal de aquel accidente.
Chernóbil no es un caso aislado. Tampoco la estupidez del sistema soviético, ni la mentira, ni el secretismo, ni la irresponsabilidad técnica. Al dar la vuelta al mundo, las nubes radiactivas de la central ucraniana fueron una advertencia para toda una civilización. El peor defecto de la serie es, precisamente, su ignorancia de todo eso.
Desbarajuste
Viví aquel accidente en la redacción de la agencia alemana de prensa en Hamburgo, la DPA, seguramente la peor agencia de prensa del mundo occidental. Cuando acababa mi turno de guardia llegó un teletipo extraño fechado en Estocolmo en el que se daba cuenta de una anormal radiación junto a una central nuclear sueca, en la que, extrañamente, no se encontraba fuga alguna. Cuando volví al trabajo al día siguiente ya se había declarado el incendio informativo. La agencia Tass no emitió su primera nota hasta dos días después y el gobierno soviético no divulgó su primera información oficial hasta pasados cuatro días. En occidente se interpretó como ocultación de datos y mala fe lo que en gran parte era pura desorganización y chapuza. Al secretismo y la irresponsabilidad se sumaba el desconocimiento al más alto nivel.
“No sabíamos qué demonios estaba pasando allí. Aquella misma mañana decidimos en el Politburó concentrar directamente toda la información disponible, nuestra máxima preocupación era que reventara el reactor y que su contenido llegara a los ríos Prypiat y Dnieper poniendo en peligro la vida de millones de personas, sobre todo en Kiev”, me dijo años después Mijail Gorbachov recordando aquellos días.
En occidente se interpretó como ocultación de datos y mala fe lo que en gran parte era pura desorganización y chapuza
Pero el peligro no estaba en el sur, donde se encontraba Kiev con sus tres millones y medio de habitantes, sino que venía determinado por la dirección del viento que empujó la nube radiactiva, primero hacia el oeste y luego hacia el norte, en dirección a las ciudades de Gomel y Mogiliov, en Bielorrusia.
Aquel abril, en Alemania el desbarajuste era total. Cada región improvisaba sus medidas preventivas, cuyo catálogo era más abultado allí donde había gobiernos de coalición verdes-socialdemócratas, con lo que la peligrosidad o no de la radiación dependía de quien gobernara la región. El resultado era que los camiones que venían del este eran rociados con agua en algunos puntos y en otros no. En Hamburgo, de repente, la lluvia se convirtió en algo peligroso. Se procuraba no salir de casa, se lavaban impermeables, y letreros colocados en los parques infantiles desaconsejaban que los niños jugaran con la arena. En otras ciudades y “länder” todo eso se ignoraba. En Francia, el país más nuclearizado del continente, las consecuencias de Chernóbil no eran noticia y las autoridades no tomaban ninguna medida ante los mismos parámetros de radiación que en Alemania provocaban pánico.
Al este del edén
En todo el bloque del este el accidente se vivió, sobre todo, como una calamidad más provocada por el “hermano mayor”, dominante pero política y tecnológicamente retrasado. Esa común sensación no impedía una gran diversidad de percepciones y actitudes. Si en la politizada Polonia había restricciones de lácteos y manifestaciones antisoviéticas, en Hungría, Chernóbil no parecía quitar el sueño a la opinión pública.
Aquel julio de 1986 atravesé en bicicleta la Rumanía de Ceaucescu para hacer un reportaje. En una aldea sajona de Transilvania, la minoría alemana procuraba alimentar a algunas de sus vacas con forraje del año anterior y sólo consumía leche de ellas. La producción del ganado alimentado con el forraje del año corriente, “contaminado” por Chernóbil según la opinión general, se vendía a lo rumanos, me explicó un pastor protestante de Brasov, que hablaba en voz baja de política en su propia casa y se refería a Ceaucescu como “él”. En las oficinas de turismo de Cluj, grandes carteles informaban de que la costa del Mar Negro reunía óptimas condiciones sanitarias para pasar las vacaciones. Se intentaba desmentir el pánico soterrado sin ni siquiera mencionar el accidente.
Justo un año después, en 1987, estuve en Bielorrusia estudiando ruso. Minsk, la capital, se parecía a la actual Pyongyang. Los domingos se cortaba el tráfico en la principal avenida de la ciudad, la Avenida Lenin, y la gente paseaba por ella en silencio mientras por megafonía se retransmitía la radio local. Mi petición de entrevistarme con un académico para hablar de ecología provocó un pequeño seísmo en la universidad. Todas las relaciones de los estudiantes extranjeros, incluidas las sexuales, estaban organizadas por el KGB a través de las juventudes comunistas. Unos jóvenes me contaron que el 26 de abril del año anterior habían estado todo el día en el parque tomando el sol y que luego tuvieron problemas de impotencia con sus parejas a causa de la radiación recibida. Si en Rumanía casi todas las fuentes disidentes de mi reportaje resultaron ser confidentes de la Securitate (de eso me enteré luego, cuando mi nombre apareció en los archivos policiales abiertos por el poscomunismo rumano), el de la impotencia de los jóvenes de Minsk fue el máximo secreto que logré desvelar aquel verano bielorruso.
Los accidentes soviéticos
La URSS disponía de una dramática experiencia en materia de accidentes y desastres nucleares. Antes de Chernóbil, cerca de un millón de soviéticos habían sido afectados por radiación en diversos accidentes, pruebas y trabajos, vinculados al estatus de superpotencia nuclear. Sólo en la flota submarina nuclear se habían producido quinientos casos de “enfermedades por radiación aguda”, 433 de ellos mortales, pero los tres grandes accidentes anteriores a Chernóbil habían tenido por protagonista a la gran fábrica secreta de reprocesamiento Mayak, en la región de los Urales. El primero de ellos consistió en el vertido continuado de sustancias radiactivas, entre 1949 y 1952, a los ríos Techa e Iset, contaminando a un colectivo de 124.000 personas. El segundo, el llamado “accidente de Kyshtum”, en 1957, fue la explosión termal de uno de los contenedores en la misma factoría. Su resultado fue la contaminación de una superficie de 23 kilómetros cuadrados poblada por 270.000 personas. El tercero se registró en 1967, cuando el viento dispersó el polvo radiactivo deficientemente almacenado, a 75 kilómetros de distancia, en el lago Karachai, un área poblada por 40.000 personas.
Antes de Chernóbil, cerca de un millón de soviéticos habían sido afectados por radiación en diversos accidentes, pruebas y trabajos
Esta experiencia dio lugar a estudios y conclusiones médico-biológicos, pero era desconocida por la mayoría de los científicos que trabajaron en el accidente de Chernóbil, en parte a causa del secretismo que rodeaba a todo lo nuclear, y en parte también por la estupidez administrativa característica del régimen soviético, enraizada en los mismos fundamentos del sistema desde antaño. En las situaciones de emergencia como la de Chernóbil, la improvisación, el voluntarismo y el sacrificio personal compensaban aquella realidad.
Aunque la propaganda de la guerra fría se encargó de ventilarla con particular ahínco, la serie nuclear soviética tenía claros paralelismos con las pruebas nucleares estadounidenses en Nevada o las islas Marshall, o con las francesas en África, porque el problema no es el régimen político sino la tecnología nuclear.
70 años de radiación sin fronteras
En 1998, un estudio encargado por el Congreso de Estados Unidos (accesible aquí) reveló el precio humano que los propios americanos han tenido que pagar por las pruebas nucleares. Se trata de 33.000 casos de cáncer, 11.000 de ellos mortales, que, según el Center for Disease Control and Prevention (CDC), se produjeron en Estados Unidos como consecuencia de once años de pruebas nucleares, entre 1951 y 1962. Según Robert Álvarez, un funcionario del Departamento de Energía de la administración Clinton, 19 pruebas nucleares estadounidenses lanzaron cada una de ellas a la atmósfera niveles de radiación de una escala comparable al accidente registrado en abril de 1986 en Chernóbil. El estudio del CDC no es completo –las pruebas continuaron hasta mucho más allá de 1962– pero demuestra que los efectos de la lluvia nuclear y los casos de cáncer se registraron por toda la geografía de Estados Unidos.
“Desde 1951, cualquier persona que vivió en Estados Unidos estuvo expuesta a lluvia radiactiva y todos sus órganos recibieron alguna exposición a la radiación”, señala el informe oficial. El estudio no contabiliza las pruebas atmosféricas chinas realizadas en Lob Nohr (provincia de Xinjiang) desde 1964 hasta 1980, ni las francesas, de 1963 a 1974, ni las explosiones anteriores a 1951 (estadounidenses en las islas Marshall, y soviéticas en Kazajstán), ni las tres explosiones pioneras de 1945 en Nuevo Méjico, Hiroshima y Nagasaki, ni la contaminación de Hawai por las pruebas americanas del Pacífico, ni la de Alaska por las soviéticas en Nóvaya Zemlya. La radiación no conoce fronteras y si un país realiza pruebas nucleares o registra un accidente en una central nuclear, toda la humanidad paga por ello.
En 2011, poco después del accidente de Fukushima, entrevisté en Viena a Yuli Andreyev, el ex vicedirector del Spetsatom, el organismo soviético de lucha contra accidentes nucleares. Andreyev fue asesor del ministerio de Medio Ambiente austriaco y de la Agencia Internacional de la Energía Atómica (AIEA), un organismo del sistema de la ONU que es la principal agencia de cooperación internacional en materia de energía nuclear. Me dijo que Chernóbil continuaba rodeado de mentiras, que el accidente no fue responsabilidad de los operadores de la central, como se dijo, sino de un claro defecto de diseño de los reactores RMBK resultado de la economía de costes. Un diseño apropiado de aquellos reactores soviéticos exigía una gran cantidad de circonio, un metal raro, así como todo un laberinto de tubos, técnicas especiales para la soldadura de circonio. Acero inoxidable y enormes cantidades de hormigón. Era un dineral, así que se decidió economizar, explicaba Andreyev, que me puso a caldo al académico Legásov, el héroe de la serie de marras. “Responsabilizó a los operadores de la central, que fueron encarcelados, mientras él continuó libre y aún pretendía que le condecoraran”.
Sin control independiente
Hoy, en el mundo hay unos 570 reactores –sin contar los construidos por los chinos en los últimos años–, de los que cinco (Harrisburg, Chernóbil y los tres de Fukushima) se fundieron accidentalmente. Eso arroja una probabilidad de accidente nuclear grave cercana al 1%. Además está el problema de los residuos y muchos imponderables sanitarios.
Sin KGB y siendo una superpotencia tecnológica, Japón se comportó con Fukushima de forma semejante a los soviéticos con Chernóbil
Sin KGB y siendo una superpotencia tecnológica, Japón se comportó de forma semejante a los soviéticos con Chernóbil, o a los estadounidenses con sus pruebas. Cinco años antes de Chernóbil, entre el 10 de enero y el 8 de marzo de 1981, hubo un grave accidente en la central nipona de Tsuruga. Se vertieron 40.000 litros de material radiactivo desde los depósitos de residuos de la central a las cloacas de la ciudad de Tsuruga, donde vivían 100.000 personas. La empresa silenció lo ocurrido y el público no se enteró hasta el 20 de abril.
La mítica “seguridad” se sacrifica a cuestiones egoístas, decía Andreyev. “En la URSS por razones de prestigio y por el coste del enriquecimiento del uranio, en Japón pura y simplemente por dinero. La localización de las centrales de Japón junto al mar es la más barata. Los generadores de emergencia no los enterraron en Fukushima y, claro, se inundaron enseguida. Detrás de todo esto hay corrupción: ¿cómo puede diseñarse una central nuclear en una zona de alto riesgo sísmico, al lado del océano, con los generadores de emergencia en superficie? Llegó la ola y todo quedó fuera de servicio. Fukushima no fue un error, fue un delito”.
En la URSS, el abaratamiento de costes y el diseño de los reactores RMBK incrementaron los riesgos. “Todo eso era contrario a las normas de seguridad, pero la supervisión nuclear en la URSS formaba parte del ministerio de Energía Atómica. Algo parecido ocurre hoy con la AIEA”, decía Andreyev, pues la agencia de la ONU depende de la industria nuclear. La ausencia de instancias de control independientes es un problema añadido a una tecnología peligrosa e inhumana por su escala.
“La misión de la AIEA es contribuir a la extensión de la energía nuclear y todo lo que vaya en contra de ella no lo va a divulgar”, explicó Andreyev. “No es una conjura, sino la conducta estándar que cabe esperar cuando se pone a la cabra de hortelano”.
La historia sugiere que la humanidad solo aprende a fuerza de batacazos. El problema de la energía nuclear, y de las tecnologías y armas de destrucción masiva, es que su escala temporal y destructiva es definitiva. Apenas hay margen para un batacazo didáctico-instructivo. Por eso Einstein ya dijo en los años cincuenta que lo nuclear lo había cambiado todo, “menos la mentalidad del hombre”. En ese retraso temporal entre la mentalidad y la tecnología reside el peligro. Con su fundamental defecto de ignorar la perspectiva universal del asunto, la serie Chernobyl, tan bien realizada, confirma modestamente el problema.
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Rafael Poch
Rafael Poch-de-Feliu (Barcelona) fue corresponsal de La Vanguardia en Moscú, Pekín y Berlín. Autor de varios libros; sobre el fin de la URSS, sobre la Rusia de Putin, sobre China, y un ensayo colectivo sobre la Alemania de la eurocrisis.
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