Reseña
El otro liberalismo
En el delicado panorama social y económico actual, leer a Shklar obliga a no bajar la guardia y relajar el debate sobre los logros concretos que nuestras sociedades liberales han conseguido
Miquel Seguró 26/06/2019
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“Aparte de prohibir las interferencias con la libertad de los demás, el liberalismo no contiene ninguna doctrina positiva concreta acerca de cómo deben conducirse las personas en la vida, ni de qué decisiones personales deben tomar. No es, como afirman tantos de sus críticos, sinónimo de modernidad. Tampoco es que el de modernidad sea un concepto histórico cristalino. Por lo general, no alude simplemente a todo lo sucedido desde el Renacimiento, sino a una mezcla de ciencia natural, tecnología, industrialización, escepticismo, pérdida de la ortodoxia religiosa, desencanto, nihilismo e individualismo atomista”.
La cita es de Judith Shklar y se encuentra en su libro El liberalismo del miedo (como el resto de referencias aquí realizadas).
Shklar (1928-1992) fue una de las figuras más relevantes del pensamiento político estadounidense del pasado siglo. Nacida en Letonia, su juventud estuvo marcada por reiteradas huidas que la llevaron, a ella y su familia, a emigrar a Suecia, Japón y luego Canadá, país en el que finalmente se afincaron (no sin antes pasar, cabe reseñar, por un centro de detención de inmigrantes ilegales en Seattle).
Tras doctorarse en Harvard, obtuvo la cátedra del Departamento de Ciencia Política de dicha universidad. Fue la primera mujer en hacerlo. En 1990 se convirtió también en la primera mujer en ejercer el cargo de presidenta de la Asociación Americana de Ciencia Política. Su obra, que viene a ser un testimonio de las complicadas circunstancias históricas de su época, está atravesada por una desconfianza no disimulada frente a las grandes ideologías, así como por una defensa de los colectivos vulnerables de la sociedad. En los últimos años su legado está siendo recuperado y reivindicado, y, de hecho, en castellano se puede leer también Los rostros de la injusticia.
Wolfgang Schäuble, presidente del Bundestag alemán, advertía hace no mucho que la mayor amenaza para la democracia es darla por hecha. Shklar alertaba décadas antes de que “quien crea que, cualquiera que sea su apariencia, el fascismo está muerto y enterrado debe pensárselo dos veces antes de decirlo”. Así que hay que procurar más y mejor democracia.
Para ello bien se puede echar mano del liberalismo político, que tiene tras de sí una larga aunque tampoco cristalina historia. Estrechamente ligado a los procesos de emancipación ético-social y de reivindicación de la autonomía de la razón y, por lo tanto, de la libertad individual, a veces se le ha achacado que en su desarrollo comunitario adolece de ir a rebufo de los derechos del sujeto. Con todo, basta acudir al contractualismo social de Rousseau o al reino de los fines de Immanuel Kant para constatar que subjetividad e intersubjetividad se entrelazan de manera inalienable. Que la viabilidad de una y otra van de la mano.
Dejando para otras ocasiones la distinción y comparación crítica entre liberalismo político y republicanismo, la presentación que aquí hacemos de Judith Shklar toma como orientación algo que justamente puede señalar uno de los ángulos muertos de uno y de otro, de liberalismo político y republicanismo.
El siglo XX ha conocido robustos intentos de articulación procedimental de raíz kantiana en busca de sociedades equitativas (John Rawls) y dotadas de validez y fundamento ético en sus procesos de comunicación intersubjetiva (Jürgen Habermas). Propuestas cuya solidez argumental, ahora de nuevo puesta de relieve, otorgan a la exigente ecuación “derechos y obligaciones-individuales y colectivos” potentes resortes y puntos de trabajo para profundizar en su consecución. Sin embargo, conviene no perder de vista lo que Judith Shklar advierte acerca del liberalismo del miedo, que ella reivindica.
Para poder aspirar a sociedades más justas y, en consecuencia, más felices, señala que ante todo hay que luchar contra aquello que las imposibilita: el summum malum.
“El liberalismo del miedo no descansa en realidad sobre una teoría del pluralismo moral. No ofrece, sin duda, un summum bonum por el que todos los agentes políticos deberían luchar, sino que comienza ciertamente por un summum malum que todos nosotros conocemos y deberíamos evitar, si pudiéramos. Ese mal es la crueldad y el miedo que despierta, así como el miedo al miedo mismo. En esa medida, el liberalismo del miedo realiza una afirmación universal y particularmente cosmopolita, como ha hecho siempre históricamente”.
Es decir, que además de (pre)ocuparse por lo que debemos entender por libertad, qué bienes individuales y sociales se deducen, qué implicaciones comunicativas y de equilibrio reflexivo equitativo se derivan, lo imperioso y urgente es la lucha contra aquello que la bloquea, de raíz. Que el verdadero principio de posibilidad de la libertad, sin el cual no hay pregunta por el desarrollo comunitario justo, y por lo tanto prioridad de todo liberalismo, es la erradicación del miedo.
¿Duda alguien de que estamos en la sociedad del miedo? Porque a dónde quiera dirigirse la mirada no solamente se encuentra inestabilidad, o incertidumbre, o cambio, elementos inherentes a la existencia vulnerable que encarnamos, sino también un plus prescindible de grave malestar Un plus de injusticia. Y eso genera miedo, demasiado; gratuito e innecesario. Y además es cruel, dice Shklar, no como dato abstracto, sino por los efectos concretos, efectivos, tangibles, que en la vida corriente ocasiona:
“¿Qué se entiende aquí por crueldad? Es la deliberada imposición de daños físicos –y en consecuencia emocionales– sobre una persona o grupo más débil por parte de otros más fuertes que se proponen alcanzar algún fin, tangible o intangible”.
En un aquí y ahora especialmente delicados en lo que atañe al horizonte de lo social y de lo económico, leer a Shklar obliga a no bajar la guardia y relajar el debate sobre los logros concretos que nuestras sociedades liberales han conseguido. No es que no estemos tan mal, es que podemos no estar mal. Así que debemos exigirnos lo que podemos y convencernos de que defender el liberalismo político conlleva no solamente la promoción del ejercicio de la autonomía en convivencia ciudadana, sino prioritariamente denunciar y revertir, activa y eficazmente, las injusticias psico-sociales que el (neo)liberalismo económico ocasiona. Porque comprometen la posibilidad misma de la libertad. Porque mientras discutimos de qué modo organizamos y reglamentamos nuestras sociedades ideales, los males, reales, amenazan y condicionan tantas subsistencias cotidianas. Incesantemente. Y estos por sí solos no van a desaparecer. Más bien no. ¿O acaso lo olvidamos?
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Miquel Seguró
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