Ferlosio o la gran posmodernidad española
Santiago Gerchunoff 19/06/2019
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“La perfecta aeronave de la historia no puede, por lo visto, equivocarse, siempre está en su hora en punto, en su altitud exacta, en la velocidad de crucero prefijada. La aparición de un león en Düsseldorf es un error del león, nunca un error del principio que establece que en Düsseldorf no hay ni puede haber leones”.
Rafael Sánchez Ferlosio, La mentalidad expiatoria, 1982 (en Mientras los dioses no cambien, nada habrá cambiado, editorial Destino, Madrid, 2002, p.125).
Antes de haber leído a Ferlosio yo no respetaba el pensamiento español. Pero no sólo eso, quizás aún más fuerte, hasta leer a Ferlosio yo no respetaba el pensamiento posmoderno. El encuentro con Mientras los dioses no cambien, nada habrá cambiado fue para mí (a dos o tres años de haberme instalado en Madrid) una revelación escandalosa, el hallazgo de una especie animal doblemente extraño: un pensador español brillante, ingenioso, versátil, sin culpa, que, al mismo tiempo era un pensador posmoderno que no era un charlatán, que tenía toda la razón, al que era casi imposible refutar o, por lo menos, no seguir hasta el final en sus intrincados párrafos donde desarbolaba la metafísica con la que el humanismo moderno conquistó el mundo en los últimos cinco siglos.
Pertenezco a una de esas ya extravagantes generaciones de estudiantes de filosofía de finales de los 90 que tuvieron que soportar con la mayor hidalguía posible la entonces insoportable hegemonía del posmodernismo. Todos los estudiantes de entonces con un poco de personalidad, con un poco de espíritu rebelde, nos resistíamos a esa hegemonía y la despreciábamos más o menos en secreto. Lo hacíamos con las pobres herramientas que podíamos, intentando resucitar al desfondado marxismo, o el amor que nuestros profesores más viejos nos inculcaban por el racionalismo moderno avant la letre (y sus nuevos herederos tanto analíticos como cientificistas). Pero toda esa resistencia para mí terminó de vencerse cuando llegué a Ferlosio y encontré en él una lucidez caníbal, capaz de merendarse a los grandes ídolos de la modernidad (Historia, Progreso, Soberanía, Identidad, Patria) desde sus propias entrañas, que encontraría años más tarde en las mejores páginas de autores tan diversos y tan cruciales como Hannah Arendt, Isaiah Berlin, Michael Oakeshott, Albert Hirschman o Richard Rorty. La posmodernidad de verdad, potente. La crítica furibunda de la noción de Historia como un perfecto producto de la razón gobernado por los hombres.
Sé que es posible que esta lista de autores cause alarma y pasmo entre los actuales despreciadores de la posmodernidad que vemos campar a sus anchas en la actual conversación pública de masas. No hay ningún francés, son todos ingleses o alemanes y, salvo Rorty, ninguno de los otros suele ser identificado como “posmoderno”. Porque para el actual despreciador de la posmodernidad, ese que ha convertido la palabra en un insulto, la posmodernidad es simplemente una plaga relativista que se inició con un grupo de pensadores franceses (Foucault, Derrida, Deleuze) cuya recepción en los campus americanos en los 80 y 90 produjo la aborrecida industria de los estudios culturales y estaría produciendo actualmente, si escuchamos a los alarmistas, el fin de la civilización occidental. En efecto, el odio actual a la posmodernidad es tan chusco como transversal: hincha de orgullo la panza de necios tanto de derecha como de izquierda. Así, para los nuevos guardianes de las esencias tradicionales (a la derecha del espectro político convencional), la posmodernidad es la culpable de la disolución de la verdadera familia en estos nuevos y monstruosos modelos, la conversión de la sexualidad “natural” sana en esta miríada de géneros y subgéneros que estarían convirtiendo la vida moral occidental en un zoológico sin jaulas, en una peligrosa Babel de deseos y caprichos individuales retorcidos. Por culpa de la posmodernidad, para estos nuevos conservadores de derecha, ya no hay ni verdadero amor, ni verdadera amistad, ni verdadero compromiso con la verdadera patria. Ni ciencia, ni Estado de derecho, por supuesto. Pero también por izquierda, “posmoderno” se ha vuelto definitivamente un insulto, porque la posmodernidad sería la verdadera culpable de la disolución de la conciencia de clase en una miríada de falsas y caprichosas identidades burguesas que alejan a los trabajadores de la verdadera lucha para alienarlos en vacuas luchas fantasmas neoliberales.
Pero estos señores despreciadores, estos nuevos teólogos ideológicamente transversales, van a tener que seguir soportando lo posmoderno, no sólo porque erran el tiro, y no se enteran de dónde viene la mayor potencia del pensamiento posmoderno, sino porque no se dan cuenta de que la posmoderna es una condición, es su condición, nuestra condición: es la modernidad misma consumándose y no se puede escapar a ella reconstruyendo viejos castillos a fuerza de espumarajos indignados por su incapacidad de comprender la complejidad del presente.
La posmodernidad que es importante, operativa y de la que, de algún modo, casi todos participamos hoy señala en realidad nada más (ni nada menos) que si la modernidad sólo consistiera en sustituir a Dios por “el hombre” o la “providencia divina” por “la Razón humana”, habría que matizarla muchísimo porque su capacidad de destrucción y justificación de masacres se volvería tan infinita como la voluntad divina. Algo que es cristalino, por ejemplo, en la filosofía del abuelo más o menos consciente de todos los pensadores posmodernos, Kant: quien señaló que era la propia razón la que debía limitarse a sí misma, desplegándose en forma de “crítica”. Que no bastaba con Descartes y los descubrimientos de la física newtoniana, ni la geometría analítica. Que la tentación de confundir y resolver los problemas de la contingencia humana (morales y políticos) con los de la necesidad matemática es ilegítima y descabellada. Que todo ensayo filosófico que pretenda encontrar signos de bondad, racionalidad o sentido en el sangriento vuelo de la perfecta aeronave de la historia está condenado al fracaso.
Sustituir a dios por “el hombre” y a la providencia por la “razón de la historia” o del “progreso” no es en realidad cambiar nada. Esa es la advertencia fundamental de la posmodernidad que es hoy ineludible para todos nosotros. O, como sencillamente sintetizó Sánchez Ferlosio, el más brillante pensador español, el más brillante pensador posmoderno: mientras los dioses no cambien, nada habrá cambiado.
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Santiago Gerchunoff
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