Soberanistas de todos los países, uníos
Levantar organizaciones de todo tipo, sindicatos, centros sociales o cooperativas tiene poco o nada que ver con hablar de los pobres y con prometerles un Estado y un gobierno que les protegerá en sus vidas precarias
Nuria Alabao / Emmanuel Rodríguez 10/07/2019
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La política moderna se organiza en bloques ideológicos. Hablamos así, sobre todo, de izquierda y de derecha, o de izquierdas y derechas. No obstante, la formación de un bloque ideológico dista mucho de ser coherente. A pesar de su apariencia de solidez, las ideologías y aún más las constelaciones ideológicas suelen ser un complejo abigarrado de elementos dispares, en el que coinciden procedencias diversas, intereses contradictorios, aspiraciones de nuevas élites del Estado y malestares sociales siempre abiertos a distintas lecturas. En cierto modo, toda ideología es un pastiche y una chapuza que se presta a pretensiones nunca del todo claras. Y sin embargo, de lo que no cabe duda es de que detrás de toda ideología hay una aspiración relativamente coherente de ordenación del mundo.
Es lo que ocurre con lo que podemos dar el nombre de “soberanismo”. Se dirá que el soberanismo ni siquiera responde a una voluntad coherente; que hay soberanistas de izquierdas y de derechas, de aspiración democrática y neofascista, socializantes y nacionalcapitalistas. Y en efecto, en el soberanismo emergente, que hoy recorre Europa y EE.UU., se reconocen viejos republicanos y viejos conservadores, comunistas nostálgicos y aguerridos neofascistas del nuevo orden nacional, socialistas convencidos de que el welfare solo puede ser nacional y jóvenes nacionalistas que se afirman en sus presuntas raíces culturales, neoconservadores defensores de la familia y femonacionalistas que aborrecen del machismo de los “atrasados” inmigrantes, especialmente si son musulmanes. Apenas se pueden considerar unos elementos comunes, pero los hay. El primero y fundamental es el rechazo de lo que llaman “globalismo”: entiéndase, la fase de globalización económica iniciada en los años setenta y que comprende la financierización de la economía y la fragmentación y deslocalización de las cadenas de valor a nivel planetario: un producto cuyos materiales vienen de Zambia, Uzbequistán y Australia, se fabrica en Vietnam, se ensambla en China, se empaqueta en España, etc.
El diagnóstico común al soberanismo es que este capitalismo globalista empobrece a los viejos países europeos (así como a Estados Unidos), destruye el empleo industrial, arruina a sus Estados por la evasión fiscal transnacional y apenas favorece a una minoría conectada con estos flujos, cada vez más desarraigada de sus países de origen. El proyecto soberanista implica, por tanto, un retorno a lo conocido y cercano, frente a la incertidumbre del nuevo capitalismo financiero y su gobierno desencarnado. “Tomar el control”, “recuperar lo que es nuestro”, en definitiva, volver al Estado-nación, construirlo cuando no está. En ocasiones, el discurso de la recuperación de la soberanía aspira a una presunta democracia perdida; en otras, la vuelta a una comunidad nacional imaginada. En este último caso –a veces también en el primero–, culturalmente, el enemigo es un “cosmopolitismo” sin heimat (la tierra natal que inspirara la revolución conservadora alemana de la primera postguerra). Las resonancias con el viejo antisemitismo, del judío errante y confundido en el capitalismo global, no deberían sorprender. Al fin y al cabo, el soberanismo es una enfermedad de la vieja Europa.
entre la clase real (no imaginaria) y la izquierda obrerista hubo un desencuentro casi constante
Interesa, no obstante, revisar el soberanismo apellidado de izquierdas, revisar algunos de sus lugares comunes, y observar cómo se alinean elementos, en principio muy heterogéneos, antes de comprender su posición –¿antagónica?, ¿funcional?– a lo que seguramente es un desplazamiento de las formas de gobierno a escala planetaria. El punto de partida del soberanismo de izquierdas es una crítica interna, crítica a lo que se considera que es la posición hegemónica en la izquierda. Su ataque se concentra en el globalismo liberal. La acusación es que la izquierda mayoritaria ha abandonado a los pobres, a la clase obrera, a los desfavorecidos, en pro de la celebración global y cosmopolita de la diferencia y de los derechos civiles. Según su relato, la agenda se ha desplazado del enfrentamiento con el capital global a movimientos como el feminismo, el LGTBI, el antirracismo, etc. Demasiado cómoda en este festejo multicolor, la izquierda se ha ido separando de sus conciudadanos trabajadores, más groseros y machistas que sus nuevos amigos de las mil diferencias.
Como ocurre casi siempre en cualquier movimiento reactivo, esta crítica tiene su momento de verdad. Reconoce en lo “progre” una hipocresía: la colaboración de décadas de gobiernos y partidos de izquierda con políticas de expolio financiero, al tiempo que se desmantelaban los viejos sistemas de bienestar. Falla –nos tememos que de forma intencionada– a la hora de señalar a sus responsables. En colaboración con conservadores de toda ralea construye enemigos de cartón piedra, mete en un mismo cajón a partidos, intelectuales, opinadores, con esa misma constelación de movimientos sociales. Movimientos que muchas veces han sido durante décadas la única oposición real a esas políticas neoliberales y que se han partido la cara con gobiernos tanto de izquierdas como de derechas para ampliar aunque fuera mínimamente el campo de los posible. Todo ello en sociedades, que por mucho que se prediquen liberales, siguen atrapadas en sus viejos fantasmas.
La clase hoy es plural
Un elemento que se deduce de esta crítica es lo que podríamos llamar “obrerismo”. El punto de apoyo de los nuevos soberanistas es la clase obrera, o trabajadora, o desfavorecida, según se prefiera. Sea como sea, se reconoce aquí una suerte de fetichismo de clase, que corresponde con un arcaísmo. El único molde disponible para estos nostálgicos es la vieja clase obrera industrial europea. Habría que hacer un breve análisis histórico de esta clase –y sus contradicciones–: de sus luchas contra el trabajo en los años setenta, de la colaboración de los partidos comunistas –los partidos de clase– en su derrota y en la aceptación de la disciplina de fábrica durante la crisis –en España los Acuerdos de la Moncloa de 1977–, de la heroína que como un sarpullido recorrió los barrios obreros desde 1977-1979 mientras mucha de esta izquierda obrerista miraba con indiferencia o desprecio a estos jóvenes, etc. No hay tiempo. Baste solo señalar que entre la clase real (no imaginaria) y esa izquierda obrerista hubo un desencuentro casi constante.
Las dudas más serias surgen, sin embargo, cuando se considera lo que es la clase trabajadora “realmente existente”. Y ¡oh! sorpresa, está hecha de un inmenso precariado de los servicios y la logística, mucho más que de la industria: precariado formado principalmente por mujeres y migrantes, y por no pocos gays, lesbianas, trans, negros, amarillos y marrones. La diversidad –¡qué paradoja!- es hoy la forma de la clase. Cualquier política soberanista que se lance sobre la defensa de los nacionales contra los extranjeros, tendrá el inevitable efecto de atacar los hilos de solidaridad, escasos pero reales, que existen dentro de esta complejidad. Los únicos capaces de generar vínculos a partir de las precariedades vitales que nos atraviesan y las luchas a las que dan lugar, y que por fuerza tienen que ser la base de nuevas articulaciones de “clase”.
Al lado de este obrerismo fetichista y poco simpático, el nuevo soberanismo de izquierdas ensalza lo “popular”, que se tiende a confundir con la nación. La izquierda soberanista funciona según la vieja lógica maoísta de la discriminación de la contradicción principal, antepuesta a aquellas consideradas secundarias. La contradicción principal es, cómo no, la del capital-trabajo, ahora bajo la forma de pueblo-globalismo: todas las demás son secundarias y dividen a la clase-pueblo. El objetivo no es otro que la toma del Estado y la utilización del mismo en un programa de socialismo democrático, que bien recuerda al eurocomunismo de los años setenta: control de capitales, banca pública, nacionalización de sectores estratégicos, etc. Merecería la pena considerar la oportunidad de este programa en los tiempos de la fábrica global fragmentada, y en una economía como la española en donde entre el 20 y el 25% del consumo depende del turismo y de rentas y plusvalías inmobiliarias altamente globalizadas. Otro debate pendiente.
La cercanía del soberanismo con el rojipardismo (conjunción de izquierda y fascismo) es de solo medio paso
Valga decir, por el momento, que esta operación de enfrentar al pueblo contra la oligarquía financiera y globalista requiere de la unificación de ese mismo pueblo. Si recuerdan a Errejón –que durante un tiempo pretendió ser la síntesis entre la izquierda progre y la nueva izquierda soberanista con el nombre de “populismo”– se trata de “construir pueblo”. El soberanismo no puede, por eso, dejar de ser nacionalista. Aún en su versión de izquierdas, la cuestión de las migraciones se presenta como un nudo problemático, y a la postre irresoluble: el migrante sigue siendo extraño al pueblo, quien en el mejor de los casos tardará mucho en integrarse y quien siempre “compite” por los salarios. La cercanía del soberanismo con el rojipardismo (conjunción de izquierda y fascismo) es de solo medio paso.
Un ejemplo claro en este sentido es el femonacionalismo que también tiene una versión “de izquierdas”, punto de convergencia entre la extrema derecha del continente y cierto feminismo. En esta construcción, los migrantes implican una amenaza, se dice, porque nos quitan el trabajo. Además son un peligro para las mujeres –y sus derechos–: el migrante, el musulmán, es opresor o violador en potencia. Las musulmanas, en esta ecuación, son únicamente consideradas en su condición de víctimas que hay que salvar. Curiosamente, su nuevo lugar, una vez “liberadas” del patriarcado islámico, sería el de trabajadoras domésticas, mano de obra barata y explotable, disponibles para salvar la crisis de cuidados, ahora en carne viva en las envejecidas sociedades europeas. La participación de cierto feminismo en este discurso islamófobo –los musulmanes son para los neofascismos lo que fueron los judíos para el fascismo clásico– constituye un refuerzo inestimable para la legitimación ideológica de las posiciones subalternas de esta mano de obra migrante y feminizada. Clase obrera también, y también invisible o desechable.
La geografía de la hostilidad del soberanismo es por tanto compleja y no está exenta de peligrosas ambigüedades. En lo alto, la élite globalista, simbolizada como también para los neofascistas en “Soros”, el plutócrata cosmopolita. A su lado, la izquierda “progre” satisfecha con la sofisticación de la multiculturalidad, de la diversidad sexual, de la continua invención digital mientras consiente reformas laborales y recortes. Por abajo, los “otros pobres”, que tienen ropajes diversos, pero casi siempre coinciden en la figura del migrante.
los musulmanes son para los neofascismos lo que fueron los judíos para el fascismo clásico
Por eso, conviene considerar esta izquierda en una clave compleja, que va más allá de su presunta necesidad y de las posiciones internas a su discurso. Estamos efectivamente en una crisis de gobernabilidad de escala planetaria. Por resumir: el neoliberalismo aplicado a la construcción de un mundo sin trabas para el dinero no ha sido capaz de generar instituciones de regulación fiables a medio plazo. Su compañero político de “izquierda”, la gobernanza liberal, que tendía a incluir derechos y diferencias, no es capaz de controlar y desviar ya los malestares sociales.
Entre la panoplia de opciones, parece que se construye una nueva forma de gobernanza en clave nacional-nacionalista, así como vagamente proteccionista y neowelfarista. Es del todo dudoso que esta sea capaz de una reversión, siquiera modesta, del modelo neoliberal. Véase en este sentido, los límites del Gobierno Trump, por no hablar de la opereta italiana Cinque Stelle-Salvini. No obstante, la izquierda soberanista puede ser tan sensible y funcional a esta nueva forma de gobernanza como lo es la izquierda progre al extremo centro liberal.
De hecho, lo que la nueva izquierda soberanista comparte con la izquierda liberal es justamente que las dos son izquierdas. Tratan de ofrecer un producto al público, de construir discurso, de representarlo institucionalmente con políticos, periodistas y profesionales de la opinión, y llegado el caso, de formar un gobierno con esos colores que será tan impotente como los anteriores en lo que a modificaciones reales del campo económico se refiere. De lo que ambas izquierdas carecen –y si no miren “los puntos de emisión”, básicamente políticos, periodistas e intelectuales– es de capacidad y voluntad de convertir los malestares en luchas y movimientos.
A la vez que mantenemos, por tanto, la crítica al progresismo inane es imprescindible recordar a soberanistas y rojipardos que no necesitamos consejos morales acerca de los compatriotas pobres. Lo que necesitamos es construir los puntos concretos de lucha y combate en cada lugar de fricción. Levantar organizaciones de todo tipo, sindicatos, centros sociales o cooperativas –y las movilizaciones y luchas que les acompañan–, tiene poco o nada que ver con hablar de los pobres y con prometerles, por enésima vez, un Estado y un gobierno que les protegerá en sus vidas precarias. Ese es el verdadero debate; un debate en el que nos lo jugamos todo.
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Nuria Alabao
Es periodista y doctora en Antropología Social. Investigadora especializada en el tratamiento de las cuestiones de género en las nuevas extremas derechas.
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Emmanuel Rodríguez
Emmanuel Rodríguez es historiador, sociólogo y ensayista. Es editor de Traficantes de Sueños y miembro de la Fundación de los Comunes. Su último libro es '¿Por qué fracasó la democracia en España? La Transición y el régimen de 1978'. Es firmante del primer manifiesto de La Bancada.
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