Tribuna
El nicho vacío: el ascenso de la extrema derecha y el fin de la excepción española
Vox está detectando y ocupando los espacios que la izquierda deja libres porque nos resultan conflictivos, porque es difícil intervenir en ellos o porque no les damos importancia. La buena noticia es que lo están haciendo muy mal
César Rendueles 10/07/2019
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Mítin de Vox en la plaza de Vistalegre, Madrid.
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Durante algunos años parecía que España, con Portugal, Grecia, y algunos países latinoamericanos eran excepciones a la marejada reaccionaria mundial que ha arreciado tras la Gran Recesión. Tal vez incluso nuestros países fueran la punta de lanza de un contraataque democratizador que emergería del Sur global. Parece evidente que, al menos en el caso de España, esa excepcionalidad ha terminado: el ascenso de las fuerzas de ultraderecha es una especie de certificado de defunción del ciclo político que se inició el 15 de mayo de 2011 y de la normalización de la situación política española en el contexto europeo.
No obstante, conviene matizar el miedo y el desencanto. A veces, la respuesta a las posiciones abiertamente iliberales que se han expandido como la pólvora entre la derecha española está siendo una especie de delectación morbosa. Hay gente que casi parece contenta de enfrentarse al enemigo con el que siempre había tenido pesadillas. En realidad, de momento el ascenso de la reacción en España parece un fenómeno relativamente limitado que surge de una situación muy peculiar marcada por la confluencia de una serie de factores coyunturales sólo parcialmente relacionados entre sí: por encima de todo el conflicto catalán, pero también la descomposición del PP a causa de la corrupción (Vox se ha limitado, casi matemáticamente, a recoger los votos que ha perdido el PP), una lógica de recambio generacional entre las fuerzas de la derecha y, por último, la aparición de nuevos caladeros de voto protesta.
Me atrevería a decir que en España es difícil, aunque desde luego no imposible, que un proyecto tan nihilista como Vox se haga mayoritario. El mayor enemigo de Vox es Vox: tiene un programa económico ultraliberal, candidatos recién salidos de una viñeta de Martínez El Facha y un proyecto territorial propio de la Restauración. Si tuviera que explicarle a alguien que hubiera permanecido en coma los últimos diez años qué es Vox le diría que se trata de una mezcla de UPyD y Jesús Gil. En el sentido de que su ascenso está íntimamente asociado a una preocupación social muy concreta –el independentismo catalán, como UPyD explotaba el terrorismo– y recoge el voto protesta más antipolítico, como hacía Jesús Gil. Y es perfectamente posible que tenga una vida corta, como ocurrió con UPyD o el GIL. En cualquier caso, a día de hoy la extrema derecha española carece de la capacidad orgánica o ideológica para impulsar un proyecto de revolución pasiva en nuestro país.
Eso no significa que no haya motivos para la preocupación. Todo lo contrario. El auge de Vox a pesar de sus espectaculares limitaciones organizativas y discursivas muestra precisamente que existe espacio en España para que un proyecto de ultraderecha prospere. De hecho, creo que ya estamos asistiendo a tres dinámicas reaccionarias alarmantes.
La primera es que se están normalizando políticas extremistas entre los gobiernos de derechas. La presencia de Vox –que no necesita atender a su electorado más centrista, como le ocurría al PP– no sólo desplaza hacia la derecha las agendas de sus compañeros de viaje. También incrementa la posibilidad de una regresión democrática a través de reformas legislativas autoritarias, sobre todo porque algo así se encabalgaría sobre precedentes muy cercanos, como la Ley de Partidos, la Ley Mordaza, el cierre de medios de comunicación como Egin o Egunkaria y, por supuesto, la represión del independentismo catalán.
En segundo lugar, es posible que la visibilidad de Vox y grupos afines acabe teniendo efectos performativos. Es decir, puede llegar a crear el fenómeno en el que supuestamente se basa y que creo que por el momento es puramente virtual o emergente en España: una ultraderecha organizada minoritaria pero significativa y, sobre todo, muy movilizada y dinámica.
el mayor éxito de Vox es seguramente su capacidad de intervención en el ámbito de las corrientes de opinión
En tercer lugar, el mayor éxito de Vox es seguramente su capacidad de intervención en el ámbito de las corrientes de opinión. El caso más espectacular es el del antifeminismo. Por supuesto, era de esperar que la fuerte movilización igualitarista que estamos viviendo generara resistencias. Pasó lo mismo con el matrimonio homosexual. Lo preocupante es que esa reacción está obteniendo éxitos discursivos importantes, algo que no consiguió la reacción homófoba. La ultraderecha ha sabido detectar algunos puntos conflictivos o complejos del discurso feminista para tratar de posicionarse no como partidarios de un retorno a la subordinación machista sino, al contrario, como defensores de la libertad frente a una izquierda que queremos regularlo todo y meternos en las casas y los dormitorios de la gente a decirle cómo debe vivir. Un segundo éxito discursivo de la ultraderecha –tal vez aún más preocupante que el antifeminismo, pues afecta a grupos más vulnerables– es su capacidad para volver a colocar el debate migratorio en la agenda pública sin que exista correlato objetivo –hoy hay muchos menos migrantes que en lo más duro de la crisis– y mediante campañas de fake news que han circulado por debajo del radar de la izquierda.
El nicho vacío
En términos generales creo que la ultraderecha española está desarrollando una estrategia de nicho vacío: detectando y ocupando los espacios que la izquierda deja libres porque nos resultan conflictivos, porque es difícil intervenir en ellos o porque no les damos importancia. La buena noticia es que, de momento, lo están haciendo muy mal. Sin embargo, debería preocuparnos porque es una táctica muy potente que organizaciones y líderes más hábiles pueden refinar hasta convertir en un proyecto ganador.
El primer nicho vacío es, por supuesto, el patriotismo. Es un ámbito de intervención limitado en las sociedades occidentales contemporáneas, pero que la ultraderecha puede manipular a su antojo porque sencillamente no existe ninguna alternativa progresista. La izquierda en España no ha sabido, querido o podido romper la monopolización espuria de los símbolos nacionales por parte de la derecha. No importa si eso es una buena noticia que nos ha librado del lastre del nacionalismo, como siempre ha planteado la izquierda radical, o un error histórico. El hecho es que los conflictos territoriales han proporcionado a la extrema derecha un inmenso altavoz con el que dirigirse a una mayoría social que se siente española (con diferente grado de intensidad o entusiasmo) y la izquierda carece de recursos discursivos para disputar ese discurso identitario.
El segundo nicho es la familia. Desde luego, los intentos de intervenir en este ámbito por parte de los nuevos líderes de la derecha han sido muy torpes. Pero, de nuevo, el diagnóstico que han hecho es inteligente. En España los valores familiares son fortísimos, mucho más que en otros países europeos. Al mismo tiempo vivimos una fuerte crisis de los cuidados y de la natalidad: sin ir más lejos, sabemos que la mayoría de las personas que no tienen hijos no lo hacen como resultado de una decisión meditada sino a causa de las presiones laborales y de las dificultades materiales. Sin embargo, de nuevo, la izquierda carece completamente de un discurso acerca de la familia que no sea puramente negativo. Lo que tiene que decir la izquierda política es que la familia tradicional es opresiva –lo cual en parte es verdad– y que hay que promover la creación de organizaciones burocráticas públicas que se hagan cargo de las tareas de crianza y cuidados. Durante la pasada campaña electoral, Vox propuso crear un Ministerio de la Familia –de hecho, es el único ámbito en el que rompe su ortodoxia económica y apuesta por una ligerísima política de ayudas públicas– y Rivera proclamó que iba a ser el “presidente de las familias”. Nosotros nos reímos de ellos pero lo cierto es que no teníamos ninguna alternativa que oponer. De hecho, cuando una dirigente del PP madrileño hizo unas declaraciones particularmente disparatadas sobre las ayudas a las familias numerosas que iba a promover su partido, muchas personas de izquierdas se lanzaron a ridiculizar a las familias numerosas, como si todas estuvieran formadas por meapilas pijos del Opus. En realidad, casi el 50% de las familias numerosas están en riesgo de pobreza.
El tercer punto estratégico es el trabajo. Creo que hay mucha confusión sobre este asunto. No es cierto, en general, que el éxito electoral de los proyectos neoautoritarios se deba al voto de la clase trabajadora, como a veces se ha dicho (desde luego, no es el caso de Vox). Pero sí es verdad, en cambio, que están planteando un discurso que en parte apela a las clases trabajadoras, con independencia de su recepción por parte de estas, y que tiene potencialidades explosivas cuando se dan las circunstancias adecuadas, como pasó con Ciudadanos en las últimas elecciones autonómicas catalanas de 2017. En general, la reacción está sacando provecho de la experiencia colectiva de cierto narcisismo meritocrático herido, del derrumbe de las expectativas vitales de progreso individual creadas durante la burbuja económica española. Eso le da una ventaja enorme respecto a la izquierda, que durante los últimos diez años ha sido incapaz de conseguir que la indignación traspasara las puertas de los centros de trabajo. La movilización laboral de la izquierda necesita de organizaciones neosindicales que promuevan procesos de empoderamiento colectivo, a la derecha le basta con apelar al agravio narcisista. Con todo y con eso, también es cierto que están consiguiendo interpelar a grupos laborales que la izquierda ha menospreciado tradicionalmente, como el de los trabajadores autónomos, un colectivo numeroso que ha sufrido muchísimo desde el inicio de la crisis, enormemente desprotegido y cuyas reivindicaciones –por ejemplo, las reducciones fiscales– suelen ser ridiculizadas por la izquierda como corporativistas o reaccionarias.
El cuarto nicho son las ciudades pequeñas y el entorno rural en sentido amplio. De nuevo, la ultraderecha está actuando con una torpeza fascinante pero, no nos equivoquemos, el diagnóstico es certero: el sentimiento de agravio –en buena medida, justificado– de las zonas de España menos dinámicas económicamente y su desconexión con las organizaciones y los discursos progresistas constituye una fuerza política de primer orden, sobre todo si se tiene en cuenta el sistema electoral español. El desembarco de Vox en este ámbito ha sido sintomático. Prácticamente lo único que los líderes de Vox conocen de la vida del campo es lo que han visto desde sus todoterrenos cuando van de montería. Como recuerda Guillermo Fernández, el Frente Nacional interpela a los habitantes de la Francia rural a través de la reivindicación de la agricultura y la ganadería de proximidad y la promesa de dotación de servicios públicos. Vox se ha limitado a defender los derechos de los cazadores. Pero incluso ese mero gesto mínimo y caricaturesco ha sido percibido por no poca gente como un reconocimiento de la dignidad de formas de vida y espacios sociales completamente olvidados y marginados por la política mainstream.
El quinto nicho es la seguridad ciudadana. Es un terreno difícil de explotar en España porque vivimos en un país comparativamente seguro, con bajas tasas de delincuencia. Así que la ultraderecha se tiene que limitar a manipular delitos muy espectaculares que generan alarma e indignación social. Sin embargo, como ocurría con el patriotismo, la ultraderecha puede plantear casi lo que quiera porque se trata de un terreno en el que la izquierda se siente particularmente incómoda. Tenemos razonablemente claros los aspectos negativos que necesitan reforma de los cuerpos policiales, el sistema penitenciario o la legislación penal. En cambio, apenas tenemos apuestas propositivas consensuadas en torno a una organización alternativa de las fuerzas de seguridad, la persecución eficaz de los delitos o qué hacer con una pequeñísima minoría de criminales manifiestamente irreformables.
El futuro
Me gustaría terminar con una especie de distopía futurista. Tal vez lo que estamos viendo sea sólo una especie de experimento histórico previo del neopopulismo que viene, que será mucho más sofisticado y, este sí, capaz de generar amplias mayorías sociales, de desplazar el centro político y los consensos sociales básicos. Si algo así se materializa seguramente tendrá algunos rasgos novedosos que resultarán desconcertantes para la izquierda.
En primer lugar, y por encima de todo, yo apostaría por el intervencionismo económico como uno de esos rasgos. Una de las grandes limitaciones de la ultraderecha española es su compromiso con las políticas mercantilizadoras. Es algo que tiene que ver con la propia composición de las élites económicas españolas, muy dependientes de los mecanismos extractivos y especulativos. Una ultraderecha rojiparda que proponga programas sociales novedosos dirigidos a la España “vacía y que se queda atrás” con políticas familiares generosas tendrá una baza importantísima que nos resultará mucho más difícil combatir.
creo que los movimientos de ultraderecha más exitosos profundizarán en las retóricas modernizadoras e irán abandonando sus adherencias conservadoras, católicas y moralistas
En segundo lugar, creo que los movimientos de ultraderecha más exitosos profundizarán en las retóricas modernizadoras e irán abandonando sus adherencias conservadoras, católicas y moralistas. De momento en España lo están haciendo a un nivel muy superficial, en términos de imagen. Seguramente podrían dar pasos adicionales, por ejemplo, buscando liderazgos femeninos fuertes que critiquen el igualitarismo en nombre de la libertad frente a una izquierda que retratarán como cómplice del multiculturalismo antiliberal y censora de las opiniones incómodas. Por desgracia el progresismo ha preparado en los últimos años el terreno para este giro apoyando ingenuamente la criminalización de las ofensas reaccionarias y celebrando la persecución de los “delitos de odio”. Esta aceptación social de los crímenes de opinión ha dejado libre el terreno para que la ultraderecha pueda hacer una carambola que antes parecía imposible: ahondar en la limitación de la libertad de expresión (con herramientas como con la Ley Mordaza) al tiempo que se presentan como defensores del libre pensamiento frente a la “dictadura de lo políticamente correcto”.
Un tercer elemento de una ultraderecha futura puede ser alguna clase de nacionalismo verde o incluso ecofascismo. De momento, la mayor parte de la ultraderecha española está posicionándose del lado del negacionismo ecológico. Interpretan ese espacio exclusivamente como un terreno de confrontación donde ridiculizar a la izquierda retratándonos como alarmistas a los que nos preocupa más un puñado de insectos en riesgo de extinción que el bienestar de nuestros vecinos. Sospecho que no van a tardar en entender las potencialidades movilizadoras de un patriotismo ecológico de extrema derecha que apueste por las políticas verdes reaccionarias. Y me temo que pueden tener mucha más capacidad de arrastre social que las propuestas de la izquierda ecologista, que justamente siempre ha tenido un déficit muy importante por lo que toca a la construcción del sujeto político de la transición medioambiental postcapitalista que propone.
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César Rendueles
Es profesor de sociología en la universidad complutense de Madrid.
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