Tribuna
A favor de las terapias correctivas
¿Cómo podemos dejar de tender la mano a unos conciudadanos que tienen la desgracia de vivir el inevitable presente como una ofensa personal?
Gonzalo Torné 17/07/2019
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La entrada de nuevos partidos en los parlamentos conlleva un beneficio adjunto a la ya de por sí entretenida aparición de actores políticos de refresco: nuevas propuestas. Entre las últimas sobresale, por anacrónica y sorpresiva, la de despenalizar las terapias correctivas a las que Wikipedia define así: “Una serie de métodos no aceptados actualmente por las ciencias de la salud mental enfocados al cambio de la orientación sexual de personas homosexuales y bisexuales para intentar convertirlos en heterosexuales, o para eliminar o disminuir sus deseos y comportamientos homosexuales, incluyendo la modificación del comportamiento, la terapia de aversión, el psicoanálisis, la oración y el consejo religioso”.
Aunque desplazar al adversario hacia alguna clase de demencia sea moneda corriente en cuanto la discusión empieza a fatigarnos, el amago de “corregir” conductas privadas y condiciones personales me temo que ha “disparado todas las alarmas”. Y lo cierto es que algunos precedentes son angustiosos. Basta recordar que las medidas que el alto mando nazi adoptó para aniquilar a millones de judíos no se fundaban en criterios racistas (que valen para “justificar” la opresión de un grupo sobre otro, pero parecen insuficientes para impulsar genocidios) sino en la corrección médica. Separar el tejido sano del enfermo, evitar el contagio, sacrificar lo desviado para preservar la salud del conjunto. O si se prefiere un ejemplo menos resonante: la medicina se ha atrevido a experimentar con personas a las que situaba por debajo de los criterios vigentes de “normalidad” o “salud” lo que no se hubiese atrevido con criminales, mejor protegidos por la ley.
Pero quizás deberíamos agradecer que se haya “abierto el melón” de las terapias correctivas para tratar de oxigenar el espacio público. En esta línea me gustaría elaborar una propuesta constructiva: no se trataría tanto de “limpiar” o de “curar”, ni mucho menos de suprimir ni de obligar a nadie a nada, sino más bien de desengrasar el funcionamiento social proporcionando ayuda a personas que sufren complejos y trastornos asociados a las condición íntima y a la vida privada y a las conductas de sus conciudadanos; hasta tal punto que les provocan (basta escucharles, a veces incluso basta mirarles) agudos sufrimientos.
Pongo un ejemplo que me queda cerca y que no obedece, al menos de manera estricta, al vértice izquierda/derecha. En Cataluña un grupo reducido de personas sufren enormes malestares por compartir la calle con otros catalanes que emplean con naturalidad, a veces como lengua materna, el castellano. Para este grupo reducido el castellano pasa por ser un ente extranjero, ajeno, invasor, un agente colonizador, desnaturalizado. La evidencia de que millones de personas que se sienten catalanes y lo son legalmente lo hablen a diario no les arredra, tampoco que el idioma se emplee aquí desde hace unos cuantos siglos ni que se amontonen las evidencias de escritura popular y de una tradición de literatura culta.
Como algunos de estos ciudadanos pertenecen al mundo intelectual, les sigue sujetando la exigencia de justificar los prejuicios. Aquí su argumentación: más o menos en el siglo XV (aunque el siglo sea lo de menos) apenas convivían en el territorio personas que hablasen castellano, lo que “demostraría” que el catalán es la única lengua propia, condenando al resto a la categoría de invasores más o menos nocivos. La teoría es tan disparatada que es imposible resistirse a echar unas risas: ¿no se hablaba latín casi exclusivamente en el siglo III y antes godo o celta o íbero o fenicio o lo que hablasen los antiguos moradores? ¿Quién decide qué época fija el idioma auténtico de un territorio? Si se trata de antigüedad: ¿no tienen más derechos lingüísticos los gruñidos de los saurios que recorrieron nuestra geografía durante medio milenio? Y más complicado todavía: ¿cómo esperan revertirlo? ¿Viajando en una máquina del tiempo? ¿Organizando una deportación masiva?
Todo esto puede parecer cómico, pero las personas que sostienen estas ideas sufren de manera genuina, y se sienten agredidas por el entorno; las heridas serán imaginarias, pero les duelen, y pueden llegar a dominar sus vidas. ¿No sería más beneficioso para todos encontrar una solución que no pasase por forzar los límites de la ciencia o adoptar conductas criminales? Quizás sería mejor facilitar “terapias correctivas”, siempre que contásemos con el visto bueno del interesado, para tratar estos indicios de paranoia, manía persecutoria y complejo de inferioridad lingüístico.
Dirijamos ahora la mirada hacia el lado derecho del espectro. Como los partidos políticos son fugaces prescindiré de siglas. ¿Recomendaría a un conservador acudir a “terapias correctivas”? Sinceramente: no. Un conservador es alguien cuyo reloj se retrasa, aunque avance en el sentido correcto. Pensemos en los intelectuales conservadores, nos hablan de Ruskin y de Chesterton, suelen amar el tren por ofrecer una dimensión amable del paisaje y un ritmo de desplazamiento humano (sobre todo si se comparara con el avión), y, sin embargo, Ruskin y Chesterton consideraban el tren un artefacto del demonio que deshumanizaba el viaje y devastaba el paisaje inglés. Y así con todo: el sufragio universal, la educación de las mujeres, el divorcio, los trasplantes de órganos, el matrimonio homosexual, la adopción de niños por parejas del mismo sexo, la legalización de las drogas recreativas, los cambios de sexo... da igual, pongan el ejemplo que quieran: al conservador siempre le encontraremos retrasando la implantación del mundo que defenderá quince años después. Timorato y calculador, de acuerdo, pero el hombre conservador está viajando hacia nosotros.
El reaccionario ofrece un juego de resistencias distinto. Comparte con el nacionalista su apego por un supuesto estado histórico ideal para su tribu (Al-Andalus, la época de los Reyes Católicos, el siglo XV catalán) al que le gustaría retrotraerse convencido de que su mera reimplantación prodigaría paz y prosperidad, que enjuagaría (¡por ensalmo!) las angustias que le impone la convivencia con una sociedad que le hiere y no termina de comprender. El reaccionario sigue este patrón pero no circunscribe la involución a la historia, sino que la proyecta a toda clase de ámbitos: social, de justicia, derechos, salud, sexualidad educación... Para todas estas áreas recorta un patrón artificial de “corrección” y se angustia ante los desvíos ajenos, privados, incluso íntimos. El reaccionario es digno de lástima por el sufrimiento que le imponen sus complejos y trastornos, pero debemos protegernos de él pues amparado en su “dolor” aspira a dañar el campo de acción privado para recobrar algo de sosiego. El drama del reaccionario es que va desgarrando tejido social de camino a un objetivo tan imposible que solo revertirá en mayores frustraciones personales.
¿No sería mejor para todos, pero sobre todo para el propio reaccionario, que aprovechasen la vía que ellos mismos han abierto para mejorar su “condición”, para “corregirla”? Aunque fuese a escondidas, de forma anónima, en grupos de mutuo apoyo, para superar su paranoia, sus complejos, el miedo a los que no quieren vivir como él. Sé que le pedimos un esfuerzo al erario público para tratar desórdenes privados, pero, ¿cómo podemos dejar de tender la mano a unos conciudadanos que tienen la desgracia de vivir el inevitable presente como una ofensa personal?
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Gonzalo Torné
Es escritor. Ha publicado las novelas "Hilos de sangre" (2010); "Divorcio en el aire" (2013); "Años felices" (2017) y "El corazón de la fiesta" (2020).
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