Sobre el dolor: los sentidos informan, los dolores ordenan
La filosofía aborda problemas ‘intratables’ que se inmiscuyen constantemente en nuestras vidas. En El Ministerio queremos acercar a nuestros lectores el estado de la cuestión de algunos de estos asuntos difíciles y cotidianos. Empecemos por el dolor
Manolo Martínez 16/02/2019
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A menudo los problemas de los que nos ocupamos los filósofos son intratables, o están mal planteados, o las dos cosas. No es casualidad: es precisamente su carácter paradójico lo que acredita, en parte, a un problema como filosófico. Progresar en el tratamiento de problemas así quiere decir apenas mejorar su situación: sustituir los “problemas intratables” por otros más tratables, plantear mejor los mal planteados. No he hablado de soluciones: cuando los problemas están maduros, ya se encargará de ellos la ciencia. Según una manera popular, y plausible, de resumir la historia de las ideas, una disciplina se independiza de la matriz filosófica para constituirse en ciencia cuando los problemas de los que se ocupa dejan de ser intratables.
No todo problema mal planteado o intratable merece ser objeto de reflexión filosófica, claro. Hay chorradas y hay barbaridades con las que no es necesario perder el tiempo. Entonces, ¿qué características debe tener un problema, además de ser algo recalcitrante, para que los filósofos se ocupen de él? Son problemas en los que no podemos dejar de pensar. Sería mucho mejor un criterio que no dependiese de nuestros caprichos y obsesiones pero ahora mismo no lo tengo y, ojo, igual no lo hay.
¿una descarga de neurotransmisores es igual a sensación de mano sobre terciopelo? Pero, ¿de qué estás hablando?
Intratables, mal planteados, de acuerdo, no podemos dejar de pensar en ellos... hay muchos problemas así: en qué consiste la justicia; cuál es la diferencia entre estar vivo y estar muerto; cuál es la relación entre sexo y género; qué es el paso del tiempo. Uno de los que me interesan a mí, el que quería discutir ahora, es el de la relación entre los sucesos mentales y los sucesos físicos. Ejemplos de sucesos mentales son la sensación característica de un escalofrío, un corte en el dedo, o ver una pared pintada enteramente de rojo (que difiere de ver una pared pintada enteramente de verde de una manera quizás evidente, pero difícil de expresar en palabras). Ejemplos de sucesos físicos son el derrumbe de un puente, la descarga de un neurotransmisor, que se estropee un bocata olvidado en la mochila o que una cierta población de neuronas oscile en el rango alfa de frecuencias.
¿Cuál es el problema filosófico? A estas alturas del desarrollo de la psicología y la neurociencia todo el mundo piensa que los sucesos mentales tienen que ser también sucesos físicos. Poca gente está ya dispuesta a aceptar que para ofrecer el catálogo completo de entidades primitivas de lo real tenga que empezarse con la física de partículas, enumerando fermiones y bosones y luego seguir, hasta llegar a lo que se siente al pasar la mano sobre terciopelo, o al aburrirse una tarde de domingo. Lo mental no sería más que una provincia de lo físico, vaya. Pero, por el otro lado, es difícil pensar en cosas más distintas que un escalofrío y una oscilación neuronal en el rango alfa de frecuencias. Proponerlas siquiera como candidatas a ser la misma cosa tiene un aire de sinsentido, de taxonomía locuela, de realismo mágico de segunda regional. El problema mente-cuerpo, que es como se le suele llamar, tiene todas las características de un problema filosófico. No podemos dejar de pensar en él, y parece ser insoluble, o estar mal planteado o algo pasa: “¿una descarga de neurotransmisores es igual a sensación de mano sobre terciopelo? Pero, ¿de qué estás hablando?”
Las inefables propiedades fenoménicas de la sensación no son, en realidad, inefables: son representaciones de los objetos de la sensación
Hay una propuesta para tratar el problema mente-cuerpo que es probablemente a la que se adhieren más filósofos. Pensad otra vez en la sensación de pasar la mano sobre terciopelo. Esa sensación no flota aislada del mundo, no está hecha de propiedades mentales, irreduciblemente fenoménicas, como llaman los filósofos a estos notares intrínsecos e inefables. La propuesta representacionalista, que así se llama, sugiere que tenemos que darle la vuelta a la forma en que pensamos en el problema mente-cuerpo: la sensación de pasar la mano sobre terciopelo es, ante todo, una manera de obtener información sobre cómo es el terciopelo, y cómo afecta a nuestra mano. Las inefables propiedades fenoménicas de la sensación no son, en realidad, inefables: son representaciones de los objetos de la sensación. Usando una metáfora un poco cursi, las sensaciones están “hechas de mundo”. Quizá no se entienda bien cómo es posible que descargas de neurotransmisores sean notares; pero se entiende mejor que puedan representar lo que sucede en el mundo; que nos informen sobre propiedades de las superficies que tocamos o que vemos, sonidos, nuestra propia posición en el espacio, cosas así; entidades públicas, nada intrínsecas y nada inefables, y que están hechas de lo que quiera que está hecho todo lo real: fermiones y bosones, o lo que sea.
Para que esta propuesta funcione hay que asegurarse de que la relación de representación puede darse sin volver a postular entidades exóticas (significados, esta vez). No digo que este problema esté completamente resuelto, pero aunque sigue siendo difícil, se puede tratar con él. Resumo cómo se las suele ver la literatura filosófica con el problema de la representación. Tenemos una noción de información que entendemos razonablemente bien: cierta variable (el estado de una población de neuronas, por ejemplo), lleva información acerca de otra variable (la fisionomía de una cara); si el estado de las neuronas en cuestión tiende a cambiar cuando cambia la fisonomía de las caras (algo parecido a lo que la estadística llama ‘covarianza’) se puede utilizar aquel estado como indicador de esta fisonomía: en lo tocante a caras, el cerebro se deja llevar por los estados de poblaciones de neuronas que le transmiten información sobre caras. A la hora de explicar los fenómenos mentales, tenemos que fijarnos en una propiedad de las neuronas, sí, pero en una que está por completo abocada al mundo y cuya comprensión en términos no-mentales no reviste dificultad: la de llevar información sobre sucesos extramentales.
Si le cambian un dolor por una representación, el perplejo va a pensar que le dan gato por liebre, y no le va a faltar razón
¿Ya está? No, qué va a estar. En filosofía nunca “está”. La solución representacionalista es una muy buena idea cuando se trata de sucesos mentales relacionados con la actividad sensorial: vista, oído, tacto, propiocepción... Es razonable pensar en el carácter de nuestras experiencias, en su naturaleza aparentemente huidiza, en términos de información, de cómo nos aboca al mundo o cómo nos lo acerca. Pero lo mental no se agota ahí. En los ejemplos de actividad mental que di al comienzo hay uno particularmente importante: el dolor. Pinchazos, cortes, cefaleas… no aceptan tan de buen grado un tratamiento representacional. Os doy dos razones por las que esto es así (pero hay más): la primera es que la idea de representación es inseparable de la de corrección, en el sentido de que, si algo representa la presencia o la ausencia de otra cosa, es en principio posible que la represente incorrectamente, que se equivoque: la existencia de una representación cuyo contenido es que está lloviendo es compatible con que haga sol, la de una representación cuyo contenido es que mi hija está durmiendo es compatible con que esté despierta y así siempre y para todo.
Esto cuadra bien con nuestra experiencia sensorial, donde ilusiones y alucinaciones son posibles, pero no cuadra para nada con nuestra experiencia del dolor. Al menos en apariencia, el carácter peculiarmente desagradable del dolor no es el tipo de cosa sobre la que se pueden padecer alucinaciones: si a un recién amputado le duele su miembro fantasma (como ocurre en la mayoría de los casos, por cierto) le duele y punto. Decirle “tranquilícese, no le duele a usted; tan solo padece una alucinación en la que le parece que le duele algo” además de insensible e inepto, sería falso. Si parece que duele, duele.
La segunda razón es más difícil de exponer de forma satisfactoria, pero es más importante: la solución representacionalista requiere que la persona perpleja ante el problema mente-cuerpo y la filósofa representacionalista se encuentren a mitad de camino. La filósofa propone sustituir la aparente inefabilidad de las sensaciones por la función informacional de las representaciones, y esto es aceptable porque el perplejo puede entender cómo representación y sensación están relacionadas en los casos sensoriales. Sin embargo, en el caso del dolor la filósofa representacionalista no cumple su parte del trato. La noción de representación no “conecta” de la misma manera con las sensaciones de dolor que con las sensoriales. Dicho de otro modo: no entendemos cómo el carácter peculiarmente desagradable del dolor podría representar algo, proporcionar información sobre el mundo. Si le cambian un dolor por una representación, el perplejo va a pensar que le dan gato por liebre, y no le va a faltar razón.
Podríamos dejar las cosas así: tenemos un tratamiento prometedor para los sucesos mentales sensoriales, y… nada para los afectivos (los notares desagradables o agradables, dolores, pero también ganas de orinar, orgasmos, escalofríos). Pero si nos detenemos aquí, además de dejar en el aire una parte importantísima de nuestra vida mental, se introduce una asimetría algo sospechosa en el tratamiento filosófico de la mente. Todas las experiencias tienen algo en común; todas se notan. Este notarse es lo que nuestra teoría filosófica tiene que explicar, y si no lo explica para el dolor parece sospechoso que lo esté explicando para el resto de sensaciones. Si así fuera, querría decir que hay dos tipos fundamentalmente distintos de experiencias, dos notares que no guardan relación alguna entre sí: uno que depende del contenido representacional, y otro que depende de a saber qué. Puestos a dedicar esfuerzos a explorar una u otra idea, esta no parece particularmente prometedora.
mandatos corporales como “¡soluciona el problema con tu pierna!” o “¡quita la mano de ahí!” sí parecen recuperar gran parte de lo que el dolor hace en nuestra vida mental
¿Qué hacemos entonces? Yo he dedicado algún tiempo a defender una solución concreta a este problema, una que recoge todos los hilos de la discusión que he resumido hasta aquí. Volvamos a pensar en el rol que ocupa la información que recibimos sobre el mundo en nuestra economía mental. Más arriba decía que el cerebro debe dejar guiar su comportamiento en lo tocante a caras por la información que recibe sobre caras. Por supuesto las cosas no son tan sencillas: ¿qué cuenta como comportamiento “en lo tocante a caras”? Pues un montón de cosas, y nada en concreto. Parece más bien que la información sobre caras puede ser importante para un sinfín de comportamientos, en un sinfín de contextos. Si vemos a nuestro hijo le damos un beso (a menos que estemos haciéndonos los enfadados); si vemos a nuestra jefa, y es sábado, cruzamos disimuladamente de acera, o nos acercamos a saludar, según nos caiga. Las representaciones susceptibles de ser verdaderas o falsas (que podríamos llamar ‘indicativas’) son típicamente así: no hay límite en principio a la naturaleza o el número de acciones a las que pueden contribuir.
Pues bien, los filósofos han reconocido a menudo la existencia de un conjunto de representaciones con características complementarias a las indicativas: para estas representaciones, llamadas ‘imperativas’, lo que está fijado es el estado del mundo que se pretende conseguir, y lo que está abierto es qué estados del mundo las pueden causar, o en cuales serán adecuadas. Pensad en un imperativo como “¡Apártate de ahí!”. Puede ser adecuado en un sinfín de circunstancias (por ejemplo, que estés debajo de un piano de cola que se balancea peligrosamente de una cuerda, o que estés cerca de un banco recién pintado), pero recomienda un único curso de acción (que te apartes de ahí). Un indicativo como “está lloviendo”, en cambio, representa solo una cosa (que está lloviendo), pero puede participar en un sinfín de acciones diversas (agarrar un paraguas, o cancelar un picnic). Una propuesta para solucionar el problema que el enfoque representacionalista tiene sobre el dolor pasaría por apelar a representaciones imperativas, no indicativas. Las experiencias sensoriales dicen “llueve”, las afectivas, como el dolor, dicen “¡sal de ahí!”.
¿Cómo soluciona esta distinción los problemas señalados más arriba? Respecto a las alucinaciones de dolor: nadie espera que las representaciones imperativas puedan producirlas. “¡Aparta de ahí!”, o “¡Cierra la puerta!” no son ni verdaderas ni falsas. De la misma manera, “¡haz que esa herida desaparezca!”, que podría ser una manera (imperfecta siempre) de verter en castellano el imperativo que constituye cierto tipo de dolor, no puede ser ni verdadero ni falso. No puede tampoco ser tampoco alucinatorio o ilusorio.
También ayuda a resolver el segundo punto, del que ya dije más arriba que es más importante pero también más escurridizo: el compromiso tácito entre perplejos y filósofas (tú aceptas que las sensaciones son relevantemente como representaciones, y yo te explico cómo estas pueden habitar en cerebros como los nuestros) se rompía en el caso del dolor. Pues bien, al menos de manera provisional, parece que el compromiso tácito se puede restablecer si las representaciones en cuestión tienen carácter imperativo: mandatos corporales como “¡soluciona el problema con tu pierna!” o “¡quita la mano de ahí!” sí parecen recuperar gran parte de lo que el dolor hace en nuestra vida mental.
La distinción entre representaciones indicativas e imperativas nos presenta a la mente como una criatura bifronte, que dirían los Mecano: por un lado mira hacia el mundo para aprender sobre él (es lo que hace nuestra experiencia sensorial). Por el otro mira hacia el mundo para cambiarlo (esto es lo que hace nuestra experiencia afectiva).
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Manolo Martínez es doctor en filosofía e investigador del Ramón y Cajal en la Universitat de Barcelona. Es especialista en filosofía de las ciencias cognitivas y filosofía de la biología.
PARA SABER MÁS
Sobre el problema mente cuerpo: la entrada de la enciclopedia de la SEFA sobre este problema.
Sobre la solución representacionalista al problema mente-cuerpo: Tracking Representationalism, de David Bourget y Angela Mendelovici, en Andrew Bailey (ed.), Philosophy of Mind: The Key Thinkers. Continuum. pp. 209-235 (2014).
Sobre las dificultades del dolor para un tratamiento representacionalista: la entrada sobre dolor de la Stanford Encyclopedia of Philosophy, sobre todo la sección 4. Sobre el tratamiento imperativista de estas dificultades: mi 'Imperative Content and the Painfulness of Pain', 2011, Phenomenology and the Cognitive Sciences 10 (1):67-90.
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