![<p>Castillo en Kolín, República Checa. La fachada pintada de azul no deja ver que el resto del edificio está en ruinas. </p>](/images/cache/800x540/nocrop/images%7Ccms-image-000019575.jpg)
Castillo en Kolín, República Checa. La fachada pintada de azul no deja ver que el resto del edificio está en ruinas.
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“Ucrania, ocho días. Visitas a Kiev, Lvov, Prípiat y el reactor cuatro de Chernóbil. Guías en español, hoteles de cuatro estrellas y traslados en autobús incluidos desde 1.385 euros”.
“En nuestro viaje conoceremos Auschwitz I y Auschwitz II – Birkenau, veremos las barracas donde eran alojados los detenidos y el sector más estremecedor, las cámaras de gas, donde fueron exterminadas más de un millón de personas, desde 45 euros en autobús desde Cracovia ida y vuelta”.
Son sólo dos ejemplos. Hay cientos. Quien no liga o hace amigos nuevos en un viaje organizado a estos lugares es porque no quiere, ya que los precios no son una excusa. La catástrofe está al alcance de todos los bolsillos.
Un tópico del periodismo heroico y autocomplaciente define al periodista como aquella persona que va en dirección contraria a la multitud que huye de algo. Se abre paso entre el gentío que escapa de una guerra o de cualquier desastre. Una definición de turista sería aquel que acude a los sitios peligrosos cuando, supuestamente, ya ha pasado el peligro. Alguien que repite la tragedia del periodismo como farsa. El turista quiere conectar con un pasado inofensivo, aunque a veces malinterprete las señales de paz, como en el caso del reactor cuatro de Chernóbil, que los guías ofrecen ver a una distancia de trescientos metros. El turismo es una puesta en escena y una recreación de la risa y el llanto que no soporta el encontronazo con la risa y el llanto reales.
Esto se entiende mejor con un cuento.
Érase una vez una zarina rusa llamada Catalina, cuyo imperio se expandía desde los Urales hasta las estepas mongolas. La zarina tenía un príncipe que le ayudaba a gobernar, de nombre Potemkin, que estaba muy preocupado por preservar la autoestima de su jefa. Como Potemkin sabía que los nuevos dominios rusos estaban muy despoblados y se componían, básicamente, de llanuras ventosas sin asentamientos y frecuentadas por nómadas muy brutos que se dedicaban a ir de acá para allá al galope, concibió un plan muy retorcido: mandó construir en escayola una serie de pueblos típicos rusos, con su iglesia, su torre con cúpula de cebolla, sus casitas de kulaks y sus encantadores y animados colores campesinos. Eran unas esculturas de pequeño tamaño, fáciles de transportar, que representaban el perfil de esos pueblos, como si fuesen belenes.
Mandó disponerlas a intervalos irregulares a cierta distancia del camino para que, con el juego de la perspectiva, parecieran pueblos reales que asomaban en lontananza. Al pasear a caballo junto a la zarina, se los iba señalando para que se sintiera orgullosa del país sobre el que reinaba, tan poblado, próspero y coqueto.
El invento se llamó aldeas Potemkin, en honor al creador, de quien hoy sólo nos acordamos por el acorazado de la película de Eisenstein, y se ha usado para entrenamientos militares y simulaciones de todo tipo, pero también devino un lugar común en los estudios sobre arte y arquitectura.
En 1908, Adolf Loos publicó uno de los textos fundamentales de la arquitectura y la estética contemporáneas, Ornamento y delito. En él se refería a la ciudad de Viena y su estilo recargado, rococó, dorado y aristocrático como Potemkinsches. Viena entera era una aldea Potemkin y tanto los vieneses como los viajeros que se extasiaban en el Ring o en el Prater, zarinas engañadas por un simulacro de belleza. Loos defendía una arquitectura limpia y funcional, al servicio de la comunidad y de la vida cotidiana, pero también honesta, que no escondiera sus materiales ni sintiese la necesidad de agazaparse tras máscaras sofisticadas de estuco y metales preciosos. Viena era una ciudad de mírame-y-no-me-toques, la puesta en escena de una ciudad.
Ese rechazo visceral a la belleza de las ciudades históricas se convirtió también en un lugar común en la literatura centroeuropea. Thomas Bernhardt, al escribir sobre Salzburgo, decía que las ciudades bellas son invivibles y monstruosas y que cualquier persona sensible que quiera sacar adelante una obra creativa haría bien en buscar un sitio feo y anodino para vivir.
Todo espacio diseñado para la contemplación y la postal es un espacio del que ha huido la vida. Como los vecinos de Venecia, Potemkinsches supremo de Europa. El turismo se dirige siempre a lugares devastados. La mayoría estaban muertos antes de que llegara: los que estaban vivos, murieron bajo las sandalias con calcetines y las tapas con salmonela.
Por eso no pueden escandalizar a nadie las ofertas de viaje a Chernóbil o a Auschwitz o a cualquier escenario de horror: conceptualmente, no hay diferencia alguna entre sentirse Mozart en Viena en 1780 o sentirse un bombero soviético frente a un fuego radiactivo en Prípiat en 1986. Todo remite al mismo afán de simulación y es explotado por la misma industria, que se distingue del príncipe Potemkin en que este quería engañar de verdad a la zarina para no herir sus sentimientos, mientras que los turoperadores facturan itinerarios a Catalinas que ya saben que las aldeas son de escayola y quieren visitarlas porque son de escayola: jamás irían a unas de verdad, con gente de verdad que no habla inglés y no ofrece hamburguesas en el menú.
No hay, por tanto, un turismo bueno y otro malo. No hay destinos moralmente aceptables y destinos moralmente incómodos. Simplemente, estábamos acostumbrados a hacer excursiones al pasado más galante y vienés, pero cuando aprendimos a digerir cualquier forma de pasado, aprendimos también a gozar del paseo por sus ruinas.
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Sergio del Molino
Juntaletras. Autor de 'La mirada de los peces' y 'La España vacía'.
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