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Un bramido de trompetas en la Serbia profunda

El festival de fanfarrias de Guca, nacido en los años setenta, acoge una bacanal de exceso y de exaltación del nacionalismo serbio

Marc Casals Sarajevo , 21/08/2019

<p>Los asistentes al festival de Guca se desmadran al son de las fanfarrias.</p>

Los asistentes al festival de Guca se desmadran al son de las fanfarrias.

D. Karadarevic

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Cuenta una historia apócrifa que, mientras se encontraba de visita en Serbia, Miles Davis acudió al festival de fanfarrias que se celebra en la localidad de Guca y, anonadado por el virtuosismo de los participantes, exclamó: “No sabía que se pudiese tocar así la trompeta”. Surgido como festejo pueblerino en la década de los sesenta, el evento creció durante el periodo comunista a pesar de la suspicacia de las autoridades por su ensalzamiento de la tradición serbia. Durante los broncos años de Slobodan Milosevic en el poder, las películas de Emir Kusturica con banda sonora de Goran Bregovic popularizaron las fanfarrias por todo el planeta y, como consecuencia, el certamen de Guca alcanzó la fama internacional. A lo largo de los cuatro días de duración del evento, esta remota villa de la Serbia profunda acoge una orgía dionisiaca –con comida, bebida, sexo y música a raudales– que se ha convertido en una de las marcas más renombradas del país.

El exceso resulta consustancial a Guca. En las casetas que se levantan por las calles de la población los asistentes se entregan a ágapes pantagruélicos: tinajas de arcilla con estofado de cerdo y repollo, hamburguesas del tamaño de discos de atletismo y formidables churrascos de panceta emparrillada. Para saciar a la clientela más bienestante se practica una hecatombe de lechones y corderos, que giran empalados sobre brasas durante horas mientras su carne adquiere un tono melado. Además de la sempiterna cerveza, entre los brebajes consumidos abunda el aguardiente, cuya alta graduación y efecto raudo propician tremendos desmadres. En mitad del tumulto de borrachuzos y glotones, las fanfarrias van de mesa en mesa tocando para las comensales a cambio de billetes que sus remuneradores les estampan en la frente sudorosa.

Los orígenes de esta bacanal se remontan a principios de los años sesenta, cuando un grupo de jóvenes de la localidad de Guca –emplazada en un idílico valle con campos de trigo y maíz– se conjuró para ahuyentar el tedio provinciano resucitando la decaída tradición de las fanfarrias. Durante el periodo de entreguerras, el fragor bullanguero de los cobres había jalonado los momentos álgidos de la vida en la comarca, en particular las bodas, los funerales y la marcha de los quintos al ejército. Para la celebración del concurso de orquestas que habían ideado, sus promotores eligieron los días plácidos del otoño, terminadas las mieses, cuando los hórreos rebosaban de grano y se concertaban las bodas entre los jóvenes en edad de merecer. La edición inaugural, que tuvo lugar en el patio de la iglesia del municipio, reunió a cuatro conjuntos no profesionales, formados por labriegos que soplaban vetustos instrumentos de latón cuyas resquebrajaduras habían sellado con cera.

La jugosa recompensa otorgada al vencedor del certamen atrajo a fanfarrias procedentes de toda Serbia y la asistencia comenzó a multiplicarse con cada edición. Año tras año, por las calles de Guca se levantaban casetas a las que acudía una clase social recién surgida en Yugoslavia: potentados rurales que habían hecho fortuna en la ciudad pero que, en términos de reconocimiento, se hallaban en tierra de nadie, alienados de sus raíces campesinas y a la vez desdeñados como garrulos por la población urbana. Los miembros de este colectivo se resarcían de su postergación bajo los entoldados, donde invitaban a sus próximos a comilonas opíparas y retribuían a los músicos sacando fajos de billetes. De forma semejante, para muchos serbios de la diáspora emigrados a la Europa rica, el festival aplacaba la nostalgia de la patria que habían dejado atrás, al tiempo que podían ostentar ante su círculo de amistades la holgura material conseguida en el extranjero.

Con las películas de Emir Kusturica a lo largo de los 90 –en las que las fanfarrias tenían un papel destacado– y los triunfos de Goran Bregovic en los escenarios más prestigiosos, el festival de Guca trascendió su condición de festejo campesino. Primero se popularizó entre la juventud serbia, que por carecer de medios para costearse una velada en las casetas se lanzó a abarrotar calles y plazas. Los habituales contemplaban con estupor a los muchachos descamisados que exhibían sus carnes rollizas y se enzarzaban en tanganas fruto de la mezcla de testosterona y alcohol. A consecuencia de la difusión internacional de las fanfarrias, también comenzaron a acudir a Guca los visitantes extranjeros, reconocibles por imitar el comportamiento de los personajes de películas como Gato negro, gato blanco o Underground. En contraste con los ademanes recios de la concurrencia local, los mochileros de camisas floreadas en busca de su “experiencia balcánica” corretean de aquí para allá por toda Guca, meneándose al son de las trompetas como rabos de lagartija.

Pese al toque cosmopolita que ha adquirido con los años, el festival de Guca es una de las mecas del nacionalismo serbio. La trompeta arraigó en la comarca al terminar la Primera Guerra Mundial, cuando los músicos del ejército de Serbia fueron desmovilizados y volvieron al hogar acarreando su instrumento, por lo que el sonido de los cobres despierta resonancias castrenses. Durante la Segunda Guerra Mundial, de entre las facciones que combatían en Yugoslavia los varones locales se unieron en masa a los chetniks, guerrilleros serbios que profesaban un nacionalismo ultramontano. Es por eso por lo que el certamen estuvo bajo sospecha durante la época socialista y su venero ideológico soterrado rebrotó con la disolución de Yugoslavia. Como reflejo de esta doctrina nacional-belicista, en los tenderetes de Guca se pueden adquirir, además de las gorras de general serbio en la Gran Guerra, camisetas con la efigie del cabecilla chetnik Draza Mihajlovic y las amenazantes insignias de sus tropas, que llevan estampadas sobre fondo negro una calavera, dos tibias entrecruzadas y un lema que reza: “Libertad o muerte”.

Atraídas por el sustancioso premio que se entregaba a la orquesta triunfadora, desde sus inicios acudieron a Guca conjuntos procedentes de la Serbia meridional, integrados casi en su totalidad por músicos de etnia gitana. Aunque por su virtuosismo no tardaron en copar el palmarés, se entabló un pulso entre estos grupos y sus rivales payos, quienes censuraban el uso de compases asimétricos y ornamentos microtonales propios de Oriente. Los gitanos desprovistos de facilidad musical vagabundean por Guca tratando de ganar unas perras: acumulan latas de refrescos para vender como chatarra, pordiosean bajo los entoldados hasta que los camareros les expulsan o bien regentan barracas de tiro, autos de choque y tiovivos con sillas voladoras. Además de los chiquillos que deambulan pidiendo limosna, gitanillas prepúberes con cinturones de monedas colgando cimbrean sus cuerpecillos en las casetas mientras los comensales más rijosos las asaetean con la mirada. 

Todo aquello que ocurre durante el festival de Guca –lo jubiloso y lo agresivo, lo sórdido y lo desmadrado– se desarrolla entre el omnipresente bramido de las fanfarrias, por las calles, bajo las lonas y en el escenario principal, montado en el patio de la iglesia que acogió el primer certamen. Tanto en el concierto de la Orquesta de Boban Markovic –la más popular del género– como en la competición del sábado por la noche, el público baila entregado ondeando banderas de Serbia y los más exaltados voltean sus cervezas en el aire para empapar a la multitud. Proclamados los vencedores del concurso, a quienes aguarda un año de contrataciones generosas, los parranderos más contumaces apuran las últimas horas de juerga. El domingo, al rayar el día, comienza la desbandada: por las revueltas de una sinuosa carretera comarcal, los visitantes emprenden el retorno entre colinas boscosas, maizales ya cosechados y prados de flores silvestres, con el cuerpo aún agotado por la maratón de excesos y un fragor de trompetas que aún retumba en sus oídos.

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