EL SALÓN ELÉCTRICO
Locura amazónica
El cine contemporáneo lo ha contado muchas veces: los monstruos peligrosos no salen de las pantallas, son reales
Pilar Ruiz 27/08/2019
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“Los indígenas llaman a esta tierra Cayahuari Yacu, es decir, ‘donde Dios no acabó la creación’ ”(Fitzcarraldo)
La inmensa cuenca del río Amazonas –bautizado así por Orellana tras un ataque de indígenas guerreras–, los siete millones de kilómetros cuadrados repartidos entre Brasil, Perú, Colombia, Bolivia, Venezuela, Ecuador, Guayana francesa y Surinam que albergan la mayor biodiversidad del planeta, ha perdido un 20% de masa forestal en los últimos 60 años. Los gigantescos incendios de este verano hacen saltar las alarmas como si la destrucción de la selva amazónica y la locura por sus tesoros no viniera de antiguo.
“Si yo supiera, cristianos, que sobre mi oro habíades de reñir, no vos lo diera, ca soy amigo de toda paz y concordia. Maravíllome de vuestra ceguera y locura, que deshacéis las joyas bien labradas por hacer de ellas palillos, y que siendo tan amigos riñáis por cosa vil y poca. Más os valiera estar en vuestra tierra, que tan lejos de aquí está, si hay tan sabia y pulida gente como afirmáis, que no venir a reñir en la ajena, donde vivimos contentos los groseros y bárbaros hombres que llamáis. Mas empero, si tanta gana de oro tenéis, que desasoguéis y aun matéis los que lo tienen, yo os mostraré una tierra donde os hartéis de ello” (El indio Panquiaque en Historia General de las Indias de Francisco López de Gomara, 1553)
El Dorado, ciudad de riquezas desorbitantes, fue quizá invención de un cacique listo que quería quitarse de encima a aquellos españoles dementes y codiciosos, pero la leyenda dorada –que no negra– infecta de fiebre del oro a medio mundo y revela las miserias conquistadoras del imperio español, ese que encontramos ahora recauchutado en un intento histérico, que no histórico, de reverdecer glorias nacionalcatólicas.
Lope de Aguirre, el Loco, el Traidor, “el desesperado consciente de su desesperación” según Unamuno, fue un delincuente común escapado a América como tantos de los héroes que dan nombre a nuestras calles y plazas, uno más de los soldados de fortuna que encarnaron la vanguardia colonial sin más épica que la de la codicia y el crimen. Poca gloria hay en Aguirre, la cólera de Dios (1972), la deriva del conquistador español por los meandros de la locura y la crueldad con el “toque Herzog”, es decir, desmesura asfixiante. La psicopatía del rostro de Klaus Kinski encadena con el gesto desabrido de Omero Antonutti en El Dorado (1988); Carlos Saura naufragó con armas y bagajes en la superproducción más cara del cine patrio hasta esa fecha. La demencia marca España también fue explorada por Díaz Yanes en un título elocuente: Oro (2017).
El Dorado (Carlos Saura, 1988)
Visiones oscuras de épica desparramada y poco edificante: la selva todo lo pudre. Diez años después del rodaje en la manigua peruana de Aguirre, la cólera de Dios, Werner Herzog volvió a intentar medirse con la selva con Fitzcarraldo (1982), fiel espejo de sus megalomanías y de las chaladuras de su actor fetiche, Kinski, con la historia real de Isaías Fermín Fitzcarrald, otro maníaco empeñado en doblegar al Amazonas gastando en ello una fortuna arrancada al caucho y a los habitantes de la región. La explotación del caucho: un verdadero genocidio que duró hasta bien entrado el siglo XX. Tras un rodaje que ha pasado a la historia del cine como uno de los más atroces y desmadrados, con indios que rogaban a Herzog permiso para liquidar a Kinski y el traslado real de un barco de 300 toneladas que puso en peligro la vida de todo el equipo, Herzog declaró que la jungla es “ruin y vulgar”. Mal perder, el del alemán. Pero podría haber sido peor: Z, la ciudad perdida (James Gray, 2016) cuenta las andanzas y desaparición de un personaje también real, el explorador inglés Percy Fawcett, tragado por la historia y las profundidades amazónicas en pleno siglo XX junto a su hijo y el resto de su expedición, por culpa de su empecinamiento en encontrar su propio El Dorado, una ciudad magnífica oculta por la jungla a la que llamaba Z. A pesar de las mil teorías, nunca se supo con certeza que fue de él pero se rumorea que quizá sufrió un fin parecido al de Holocausto caníbal (Ruggero Deoato, 1982) mito de la serie B y la visión más gore del salvajismo cinematográfico –con remake inane de 2014: El Infierno Verde–.
Violencia selvática a raudales, aunque mucho más estilizada y brillante, hay en Predator (1987) donde la amenaza es un cazador alienígena que se funde con la jungla. Distinta violencia retrata Los últimos días del Eden (1992) en la que un coletudo Sean Connery se enfrenta como científico a una amenaza más inmediata y, por supuesto, peligrosa: el lobby maderero. Ambas son de John McTiernan, verdadero genio del cine de acción que fue condenado a 10 meses de prisión y una multa de 100.000 dólares por perjurio y contratar –para espiar a un productor– a Anthony Pellicano, el “detective de las estrellas”. Este Villarejo hollywoodiense ha pasado 15 años entre rejas y MacTiernan no ha vuelto a hacer cine. Aunque para víctimas sacrificadas por su propia locura –esta vez religiosa– los jesuitas de La misión (Roland Joffé, 1986). Gran éxito comercial, Palma de oro en Cannes, una de esas bandas sonoras del gran Morricone que todo el mundo recuerda y un férreo guion de Robert Bolt (Doctor Zhivago, Lawrence de Arabia), ilustra el fracaso de las misiones guaraníes enfrentadas en 1756 a los imperios español y portugués y al mismísimo Vaticano, temeroso del enriquecimiento y poder creciente de la Compañía.
El Amazonas atrae también a todo tipo de sectas, con su tesoro de almas por convertir. Es innegable que este territorio alberga también un componente místico: cuando el hombre se compara con la Naturaleza en su dimensión más divina y toma conciencia de su fragilidad, echa mano de lo espiritual para poder soportarlo. Sin mística, la enorme extensión de selva desconocida y misteriosa que aún esconde un número indefinido de pueblos no contactados, se convierte en un enemigo que tiene que ser domesticado, explotado o destruido. Sin embargo, el cine parece haber sospechado siempre quién era el verdadero enemigo: bajo el pulso siempre firme de John Boorman, La selva esmeralda (1985) despertó muchas conciencias ecológicas ochenteras con ese ingeniero que descubre la cultura indígena a través de su hijo raptado por los indios, demostrando que lo verdaderamente civilizado que puede hacer por él, es volar su propia presa.
El abrazo de la serpiente (Ciro Guerra, 2015), con referencias casi directas a El corazón de las tinieblas y en un blanco y negro sorprendente, recorre de nuevo el camino locoide de la “Fiebre del caucho” que supuso para cientos de miles de indígenas amazónicos esclavitud, tortura y muerte. Guerra también dirige la serie de Netflix Frontera verde(2019) competente thriller ambientado en la Amazonía colombiana –del tamaño de Francia– con mujer policía desafiando misterios selváticos, asesinatos de monjas perturbadas, corrupciones policiales y narco-madereras.
Los intereses de las potencias coloniales primero y de las corporaciones empresariales después, representan el verdadero monstruo de la Amazonía, no el simpático reptil de Anaconda (Luis Llosa, 1997) ni los demás monstruitos salidos de las profundidades de la selva en todas las versiones de El mundo Perdido –en la primera, de 1925, aparece Conan Doyle, autor de la novela original– o del río en La mujer y el monstruo (Jack Arnold,1954) inspiración principal de Guillermo del Toro para su oscarizada –y muy Disney– La forma del agua(2018).
Monstruo icónico-amazónico en látex.
El cine contemporáneo lo ha contado muchas veces: los monstruos peligrosos no salen de las pantallas, son reales. Conquistadores, caucheros, narcos, madereros, petroleras, misioneros iluminados, policías y funcionarios corruptos y empresas internacionales del gas, de la minería o la agroindustria de la soja y de la ganadería, contaminación y vertidos incontrolados. Terroristas ecológicos y también asesinos de seres humanos. Porque de vez en cuando un aldabonazo señala a la opinión pública por dónde van los tiros, como la muerte en 1988 del sindicalista y activista medioambiental Chico Mendes a manos de un “escuadrón de la muerte”. El instigador del crimen nunca fue juzgado: era el presidente de la UDR, asociación brasileña de los grandes propietarios rurales. Décadas después, Jair Bolsonaro nunca ocultó que estaba en contra del activismo ecologista y ganó la presidencia. Tras desmantelar en meses la política ambiental brasileña, curiosamente, la selva arde más que nunca.
“La selva amazónica es una de las regiones más mortales del mundo para los defensores de la tierra y del medio ambiente, Brasil encabeza la lista de asesinatos de activistas: sólo en 2015, hubo 50 muertes relacionadas con la tala ilegal y expansión de la frontera agrícola.” (Fuente: Global Witness)
Pero el problema no solo está en Brasil: el creciente número de líderes indígenas y activistas ecologistas perseguidos, desaparecidos o asesinados en Colombia, Bolivia, Ecuador y en toda América Latina, demuestra una violencia institucional desatada contra la selva y sus defensores. Tras esta locura asoma, como siempre, el imperio del poder en su rostro más violento aunque cambie de nombre: del colonialismo esclavista al capitalismo salvaje y sus aliados políticos, dispuestos a despojar al Amazonas de todo, incluso de cualquier asomo de justicia o respeto por los derechos humanos, dejarlo fuera de la razón y de la inteligencia, clave de nuestra supervivencia como especie. Un poder monstruoso enajenado por El Dorado, como aquel loco desesperado consciente de su desesperación.
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Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).
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