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'Sed de mal' (Orson Welles, 1958).
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Cine negro, negrísimo. Escuchas, grabaciones, falsificaciones, móviles robados, reuniones secretas, despachos ministeriales, dependencias policiales, tribunales, amantes de reyes y amigos de reyes, chivatos, corruptos, falsos curas, cárceles, “venezuelas”, rascacielos, alfombras que solo pisan banqueros, redacciones y plumillas televisivos. Material para guionistas y escritores hay, sin duda. ¿Quién no ha pensado en ello tras las últimas noticias e investigaciones judiciales de esta trama político-mediático-empresarial-policial?
El caso Villarejo y sus viscosos tentáculos (Tándem, Kitchen, Operación Cataluña, Corinna, Palau, Informe PISA, Elisa Pinto, Guinea Ecuatorial, Pequeño Nicolás, ¿Windsor?) con la implicación de mandos policiales, políticos, empresarios, banqueros y periodistas para delinquir de forma continuada y conspirar para perjudicar a adversarios políticos, supone no solo el mayor escándalo de la historia reciente de nuestro país y un ataque de enorme magnitud al Estado de derecho sino también una posible fuente de argumentos para novelas, películas e incluso una serie más larga que Los Soprano. Solo con el asunto Bárcenas/Kitchen y el falso cura encarcelado -allí sufrió un ictus- tendríamos un peliculón, y toda una serie con el caso de la doctora Elisa Pinto y ese personajazo -los guionistas salivan- que es “Compi Yogui” (Javier López Madrid/OHL/Villar Mir/Tarjetas Black/Bankia/Operación Lezo/Caso Púnica); según Jordi Évole tras su entrevista en Salvados el único tema que realmente pone a nervioso al ubicuo comisario, acusado de apuñalar a esta mujer a la puerta del colegio de su hijo.
La tragicomedia nacida de la novela picaresca se viste de negro en la narración de la cloaca; Berlanga debe de estar dando codazos a Manuel Vázquez Montalbán en el Paraíso, esa enorme sala de cine llena de máquinas de escribir, comida mediterránea, copetones y humo de tabaco: “¡Lo que harías tú con esto, Manolo!”
A ambos se les echa en falta, por eso resulta habitual la queja de los espectadores: ¿es que no hay nadie que se atreva con “esto”? Hay que repetirlo cuantas veces haga falta: no es por falta de interés de guionistas, directores o productores, pero quienes manejan los muchos dineros necesarios para realizar cualquier obra audiovisual no son muy proclives a pisar según qué acharolados callos y la falta de una industria potente explica ciertos miedos y dependencias. Aunque a veces los creadores aprovechan algún resquicio como en El Reino (Sorogoyen, 2018) y El hombre de las mil caras (Rodríguez, 2016) sobre el espía Francisco Paesa, tímidos intentos de contar la peor cara de nuestra realidad inmediata en ese salto mortal sin red que va de la noticia a la pantalla.
Claro que las inmundicias ficcionables no son solo hispanas, ni a pesar del tópico tampoco prerrogativas de los países latinos: ¿qué hubiera escrito sobre el caso Villarejo todo un superventas como Stieg Larsson? Al morir, el especialista en pocería escandinava dejó inacabado un manuscrito sobre el asesinato de Olof Palme, sin resolver 32 años después. Durante dos décadas, Larsson recopiló información que vinculaba el asesinato con la ultraderecha sueca, la industria armamentística y los servicios secretos sudafricanos, investigación que ha continuado el periodista Jan Stocklassa en Stieg Larsson. El legado (Roca Editorial).
La historia al completo del siglo XX podría contarse como una novela negra, como un policiaco maloliente, sucio siempre, muchas veces sangriento. Y por lo que llevamos de centuria, el XXI también. El Mal está presente en todas partes y siempre tiene hambre: el género negro vive en la cloaca y por eso necesita alimentarse de personajes propios de la penumbra mefítica. Las ratas. Ahí está el policía corrupto, reverso tenebroso del pasma honesto o incluso del justiciero implacable tipo Harry el fuerte (Ted Post, con guión de John Milius y Michel Cimino, 1973) muy ocupado en acabar con una organización criminal integrada por policías con gatillo más suelto aún que el propio Harry Callahan. Del mismo año es Serpico (Lumet, 1973) crónica desgarrada de un policía real mártir del entramado urdido por el propio departamento de policía de la ciudad de Nueva York. Ahí está el cine de los 70 y su mala leche: la peli más taquillera de 1972 fue El Padrino, donde el siempre rocoso y oscurísimo Sterling Hayden -delator de comunistas durante la Caza de Brujas, luego muy arrepentido- interpreta a un cruel capitán de policía metido hasta las trancas en la Mafia.
Se le puede acusar de estereotipo o cliché, tan anclado en el género como está, pero lo cierto es que el cine -como la literatura- ama al poli corrupto, prevaricador, ladino o malvado, aunque resultan más difíciles de encontrar en el cine clásico: durante décadas el código Hays y las censuras de muchos otros países no permitían mancillar la imagen de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado: los guardias civiles torturadores de El crimen de Cuenca (1979) le costaron a Pilar Miró un proceso militar. Su película fue prohibida y secuestrada por el gobierno de UCD, en ¿plena? democracia. El documental Regresa el Cepa (Víctor Matellano, 2019) lo cuenta:
Desde que fueron desatrancados los mecanismos de censura, corrieron por las pantallas los policías malos, algunos, memorables: los dispuestos a asesinar a un niño amish en Único Testigo (Peter Weir, 1985); los racistas de Arde Mississippi (Alan Parker, 1988); brutales y corruptos pero teñidos del glamour del Hollywood clásico en L.A. Confidential (Curtis Hanson, 1997) mezclados a su vez con periodistas “sobrecogedores”; la doblez del espejo en la fina línea entre el Bien y el Mal de Infiltrados (Scorsese, 2006); la miseria compartida en las favelas de Ciudad de Dios (Fernando Meirelles, 2002); el sistema como círculo vicioso y drogota en Ley 627 (Bertrand Tavernier, 1992) o el policía poseído por el Mal -el Diablo del muy católico Abel Ferrara- de Bad Lieutenant (1992). Cuando la cloaca policial desborda las cañerías de su propia corrupción entramos en el subgénero de trama conspirativa: anticipando ese cine crítico de los años 70 está Z (1969) donde Costa Gavras muestra cómo un gobierno supuestamente democrático utiliza a policías y a la ultraderecha paramilitar para asesinar a un diputado de la oposición. La ficción adapta en forma de crónica un suceso real: el asesinato del demócrata y pacifista griego Grigoris Lambrakis en 1963 y la posterior represión que desembocó en el golpe de estado y la “dictadura de los coroneles” en Grecia. (Golpistas y simpatizantes de esta dictadura fundaron en 1980 el partido ultraderechista Amanecer Dorado). Z ganó dos Palmas de Cannes, un Globo de Oro y dos Oscar, entre ellos el de mejor película.
A veces el género consigue parir hijos ambiguos, complejos, fascinantes. Puede que el más grande de ellos sea el terrible Quinlan de Sed de Mal (1958) envuelto en el genio de Orson Welles y las tinieblas de una historia arrancada al blanco y negro del gran Russell Metty (Oscar por Espartaco y director de fotografía de Imitación a la vida y Escrito sobre el viento con Douglas Sirk). Su historia cuenta el conflicto fronterizo cuando una bomba colocada en México estalla en los EEUU (rigurosa actualidad, ¿se dan cuenta?) acabando con la vida de dos personas. En la investigación, el famoso y respetado jefe de policía que en realidad debe su carrera a la falsificación de pruebas y a su red de informadores (¿les suena?) se enfrenta a un alto funcionario antidrogas mexicano (Heston) en viaje de novios con su mujer norteamericana (Janet Leigh). Touch of Evil, retrato del Mal, dirigida por el maldito Welles por empeño personal de la entonces estrella absoluta Charlton Heston -al César lo que es del César- representa un descenso a los infiernos del abuso de poder, de la miseria moral, del racismo, de la violencia y de la corrupción en forma de pesadilla alucinada. Fue un enorme fracaso de público y de crítica; hoy se encuentra en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos y garantizada su preservación en el National Film Registry por ser “cultural, histórica y estéticamente significativa”. Cosas del cine.
Sin el aura del cine y a pesar de su caricatura de esbirro de película de serie B con esa visera de jubilado, gafas ahumadas y carpeta enmascarada, nuestro comisario ha cimentado su poder entre las altas esferas protegido por los dos principales partidos de gobierno durante 40 años, por miembros de la judicatura, banqueros y grandes empresarios. Gracias a todos ellos puede tener una fortuna de hasta 40 millones de euros en sociedades interpuestas, según diferentes informaciones. Heredero directo de la policía dictatorial franquista, reflejo distorsionado del callejón del Gato democrático, rata más grande de la cloaca, pero rata al fin, Villarejo es la fotografía de un agujero negro en el espacio del régimen del 78; él puede ser, precisamente, su enterrador. En esta película de cine negro en la que se creyó guionista, director, montador e intérprete principal, ya no puede tener más que un papel secundario: el de verdugo o el de sepulturero. Lo verán próximamente en todas sus pantallas.
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Autora >
Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es El cazador del mar (Roca, 2025).
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