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La primera regla del buen estilo a la hora de escribir una obra literaria, y casi la única, según Schopenhauer, es la siguiente: hay que tener algo que decir. Iris Murdoch, que concebía la novela como un cauce de exploración filosófica, siempre tenía algo que decir cuando cogía un bolígrafo. Pero, además de tener algo que decir, tenía algo que compartir y algo que debatir. Comenzar un ensayo, como ella hizo, con la frase “No estoy segura de tener razón en lo que digo 1” es toda una declaración de intenciones, y por mi parte confieso que alguien que empieza de ese modo cualquier escrito tiene ya toda mi atención y toda mi simpatía.
También el protagonista de El mar, el mar se sienta ante una hoja en blanco porque tiene algo que decir, aunque él es menos modesto: “He sufrido un cambio moral”, afirma en las primeras páginas, y se dispone a hablar sobre ello. A partir de entonces, se despliega ante el lector un escenario donde le veremos ir a comprar pimientos verdes o sentarse a arreglar el mango de un martillo; quiero decir que la novela se desarrolla no en el terreno atemporal de la abstracción –metáforas las justas– sino en el relato discursivo del día a día. Murdoch parece disfrutar bajando los humos a sus personajes, y así, tras la epifanía, el protagonista se verá obligado a poner los pies en tierra admitiendo que, de momento, no encuentra hacia dónde encaminar su recién estrenada bondad. El sentido del humor de Murdoch se recrea en lo contingente y lo concreto. Huye de lo transcendental: “He vuelto a visitar al médico”, escribirá el narrador en las últimas páginas, “y sigue diciendo que no me encuentra nada. ¡Ya empezaba a preguntarme si toda esta ‘sabiduría’ no sería el anuncio de un colapso físico!”.
El protagonista y narrador de El mar, el mar es Charles Arrowby, un egocéntrico director de teatro retirado, descrito por la prensa como un “monstruo ávido de poder”, que ha decidido alejarse del mundanal ruido y acabar sus días en una casa medio en ruinas al pie de un acantilado a tres kilómetros de un pueblo remoto. En su diario –las páginas que estamos leyendo– afirma arrepentirse del egoísmo que ha regido su existencia, sin embargo se comporta como un auténtico tirano dirigiendo la puesta en escena de la vida de los demás, en especial la de una novia de juventud que casualmente reside, junto a su esposo, en la misma localidad. Cuando se encuentra con ella después de años sin verse, de pronto todo parece cobrar sentido. Su ansia de redención encuentra un objeto, se aparece ante sus ojos una misión, salvarla: “Es la mano del destino. Ha llevado una vida muy desdichada, es como si hubiera rezado por volverme a encontrar y yo hubiera llegado”.
El sentido del humor de Murdoch se recrea en lo contingente y lo concreto. Huye de lo transcendental
Cuando en 1978 El mar, el mar obtuvo el Premio Booker, Gabriele Annan describió la novela como “A comedy with portholes for looking out at the cosmos”. Una novela con vistas al cosmos me parece una descripción preciosa de la buena literatura, al menos de la literatura que a mí me gusta. Supongo que Murdoch se sentiría halagada por esa definición de su obra, aunque sospecho que sería más de su gusto si las ventanas tuvieran vistas también a lo terrenal. Los relatos metafísicos, decía, ofrecen verdades, “pero lo que queremos son personas2”.Por eso, las ventanas de El mar, el mar sin duda tienen vistas a las estrellas, sí, pero sobre todo a la casa de al lado.
Una ventana a la vecina de enfrente. (Me gusta cuando callas...)
¿Qué le pasa a Charles Arrowby? ¿Cuando ve a Hartley, su antigua novia, qué está viendo? La cuestión es por qué ve a una mujer dulcemente envejecida, un ser casi etéreo y fragilísimo en manos de un marido brutal a pesar de ver, de hecho, “una robusta mujer de edad con un vestido informe, parecido a una tienda de campaña”. Tengo que reconocer que el tema del autoengaño me fascina, y en esta historia la ceguera del protagonista es una construcción maravillosa, conformada por mil piezas pequeñas que se van entreverando como los hilos de una tela de araña en la que al final hasta él mismo se ve atrapado.
La tela de araña, el plan, incluye el secuestro de Hartley y su encierro en una habitación sin muebles ni ventanas, con un colchón en el suelo y un orinal. Lo que allí acontece resulta cómico y trágico al mismo tiempo. Es espeluznante y ridículo. Charles está convencido de haber salvado a su “pobre y amada niña” de un supuesto matrimonio indeseado, pero ella no entiende nada y repite que quiere irse a casa. La pericia de Iris Murdoch permite que el lector vea el desfase entre el delirio de él y la realidad. La ingrávida princesa que anhela y facilita su rescate, a pesar de los deseos del director de escena, no es tal: “Junto a mí, el cuerpo de Hartley era pesado y torpe; era como ir guiando un leño”.
El trasfondo no deja de ser sórdido, y la ceguera, al principio inofensiva, risible, ¡incluso entrañable!, de Charles, termina revelando su posición de dominio. Las lecturas de este episodio tienden a destacar la veta humorística, pero silencian –¿o es que la ceguera también está en el lector?– que se trata de un auténtico maltrato. De tanto llorar y no dormir, tras días bajo llave, Hartley está hecha un guiñapo, tiene grandes ojeras y el rostro hinchado, pero esto, en lugar de provocar en Charles compasión, le exaspera. Cuando Hartley se entera de que él ha estado espiándola, rondando su casa de noche para mirar a través de la ventana y escuchar las conversaciones con su esposo, monta en cólera, y esa nueva mujer que alza la voz, que exige marcharse, a él ya no le parece tan atractiva. Él puede juguetear con la imagen de una tierna dama, graciosa como un animalito doméstico, mientras ella mantenga la boca cerrada. Ante una mujer en pleno ataque de pánico, que grita y se defiende, ¿qué siente nuestro protagonista, recién convertido al lado del bien?: “Sentí que la quería silenciar aunque para eso tuviera que matarla, volví a sacudirla”. El asunto, sin embargo, no va más allá. Después de todo la historia tiene más de comedia que de drama. Murdoch da un giro magnífico apoyándose en una observación tan circunstancial, tan innecesaria como efectiva: “Me había detenido junto a la cortina de cuentas y estaba jugueteando con ella, sin saber qué hacer, cuando repentinamente oí un estallido de risa en la planta baja”.
Se ha apuntado que el personaje de Charles Arrowby estuvo inspirado en Elias Canetti, con quien Murdoch mantuvo una relación. Pero al mismo tiempo bien podría nutrirse también de aspectos de la propia Murdoch, que en algún momento aludió a su capacidad para seducir a cualquiera y reconoció reclamar a algunas de sus parejas una atención completa que por su parte ella no estaba dispuesta a dar 3.En realidad nada de esto importa, lo que llega al lector es otra cosa –siempre será otra cosa–, y un momento clave y necesario en toda escritura literaria es cuando el yo se queda atrás y se empieza a sentir en tercera persona. Porque quizás se comienza a escribir yo, pero se termina ella/él/otro. La escritura de un diario, que no está pensado para ser leído y que no se corrige, sí puede seguir una dirección de dentro a fuera, pero la novela se desarrolla necesariamente en ese afuera, y si pasa por dentro es solo para volver a salir.
Una ventana al patio de vecinos
Iris Murdoch admiraba aquellas novelas cuyos personajes eclipsaban al autor, por ejemplo Eugenia Grandet o Ana Karenina, que dejaban en la sombra, por así decirlo, a Balzac, a Tolstoi. A ellas contraponía las obras en las que era imposible no ver al escritor detrás de cada página, como El extranjero o El guardián entre el centeno, con Camus, con Salinger en primer plano. Un autor tenía que ser tolerante, entendiendo por tolerancia la capacidad para crear personajes independientes de él, caracteres complejos que reflejaran el espectáculo de lo múltiple. Ella misma se definía como “una novelista ocupada en la creación de personajes”.
De la novela se desprende que las personas no eligen su destino de manera aislada y voluntaria; es mentira el héroe romántico
Frente a Charles Arrowby, en El mar, el mar se dibuja la misteriosa personalidad de su primo James, un hombre de acción que trabaja para los servicios secretos y que abraza la filosofía budista. Charles le admira y le envidia desde su infancia, cosa que queda clara en cuanto vemos con qué desprecio lo retrata (le llama pelmazo, pedante, excéntrico, tenebroso) y cómo al mismo tiempo no puede resistirse a hacer todo lo posible por presentarse de forma agradable ante sus ojos y medirse continuamente con él. Bastan unos trazos para sugerir la herida. “Éramos pobres, solitarios y torpes”, dice Charles sobre él y sus padres. Los progenitores de James, por el contrario, resultaban “fascinantes como deidades”, donde estaba la tía Estelle había risas, música de jazz y alcohol.
Más que la Condición Humana, con mayúsculas, a Iris Murdoch le interesa el conflicto de los individuos en sociedad. Lejos de poder ensimismarse en su retiro, a Charles le visita un numeroso grupo de amigos y colegas de profesión de los que se sirve la autora para explorar los diferentes vínculos afectivos entre personas con distintas motivaciones. Además de James, también Gilbert y Titus, nadando juntos, cantando o sentándose en las rocas a beber vino, despiertan la envidia de Charles, celoso de su complicidad. Lizzy y Rosina, por su parte, desenmascaran el egoísmo y la misoginia de aquel con el que en su día mantuvieron un affaire. Como aficionada a las series de televisión, no puedo dejar de pensar que el largo desarrollo que permiten todos estos caracteres, sumado a los abundantes diálogos y giros de la trama, harían de esta novela una candidata ideal para ser llevada a la pantalla y proporcionar capítulos memorables. En 2015 la BBC hizo una adaptación radiofónica de dos horas, con Jeremy Irons dando voz a Charles Arrowby. (Pero ninguno de los dos episodios está disponible actualmente en la web de la emisora).
Para los lectores antirrománticos, El mar, el mar supondrá una estupenda fuente de citas que presentan el matrimonio como destrucción moral: “El matrimonio es una especie de lavado de cerebro que obliga a la aceptación de muchísimos horrores”; “Uno de los horrores del matrimonio es la suposición de que los miembros de la pareja han de decírselo todo”; “Todo matrimonio que perdura se basa en el miedo”.
Sin embargo Murdoch es una firme defensora del amor, entendido no a la manera de Sartre, quien, a sus ojos, lo reducía a “una batalla entre dos hipnotizadores en una habitación cerrada”. Su manera de entender el compromiso entre dos personas tiene que ver más bien con esa tolerancia hacia el otro que la inclinaba, como escritora, a la creación de personajes. En definitiva, el amor es darse cuenta de que el otro existe: “El amor es la comprensión extremadamente difícil de que algo distinto a uno mismo es real. El amor, como el arte y la moral, es el descubrimiento de la realidad 4”. Esto y no otra cosa es lo que le falla a Charles Arrowby. Al no haber más allá de él nada que le importe demasiado, es incapaz de percibir la existencia ajena, y el respeto por el otro necesita una mínima curiosidad previa.
… Y la ventana al cosmos.
Los ires y venires de la cuadrilla alrededor del enredo que ocasiona el delirio del protagonista escenifican los problemas filosóficos y las cuestiones éticas que más interesan a la autora. Al asunto del egoísmo, el autoengaño, la envidia o el reconocimiento de la otredad se suma finalmente la cuestión de la libertad. De la novela se desprende que las personas no eligen su destino de manera aislada y voluntaria; es mentira el héroe romántico, solitario y libre, que conduce sus actos a base de fuerza de voluntad. Están los otros, están las circunstancias y está todo lo que la mente humana no es capaz de razonar. El proceso de Charles Arrowby en El mar, el mar no es otro que llegar a comprender esa verdad, el reconocimiento de que ante la contingencia de la propia vida es necesario adoptar unos valores que nos trasciendan. El progreso moral existe, viene a decirnos Murdoch, pero la libertad tiene grados, y hasta qué punto uno es dueño de su propia vida es una cuestión muy discutible. “Por el momento”, dice al final Charles Arrowby, “no se me ocurre ninguna cosa buena para hacer, pero tal vez mañana se me ocurra alguna”.
1. “A vueltas con lo bello y lo sublime”, 1959.
2. Ídem.
3. Iris Murdoch. A life, Peter J. Conradi, 2001.
4. “Lo bueno y lo sublime”, 1959.
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Autora >
Begoña Huertas
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