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Tribuna

La barcaza de inmigrantes y el prejuicio de masa

La inmigración no es un problema para Europa ni para nuestro país. Su percepción sí lo es. Es importante preguntarse cómo se construye esta

Cristina Peñamarín / Zaira García 2/10/2019

<p>Estigma</p>
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Estamos inmersos en una gran paradoja que condiciona nuestra vida política. La inmigración es el primer problema para los europeos, detecta el Eurobarómetro de junio de 2018. Sin embargo, según Alejandro Portes, premio Princesa de Asturias 2019, el problema para Europa y para España es más bien el insuficiente número de inmigrantes. El propio Fondo Monetario Internacional recomienda en marzo de 2018, entre otras medidas a tomar para hacer sostenibles las pensiones en Europa, incrementar el porcentaje de inmigrantes.   

Naturalmente, lo que dicen el FMI o Portes  es, como todo, discutible.  Los problemas son diferentes dependiendo de los países, de su densidad de población, de la tasa de envejecimiento de la misma, de su tolerancia a los foráneos, de la demanda de mano de obra… Las políticas difieren también y afectan de diversas formas a la recepción y la integración de los migrantes en la sociedad de acogida. Pero  si algo resulta evidente es que la percepción dominante sobre la inmigración está claramente distorsionada. Según los datos y estudios con que contamos, no estamos sufriendo ninguna invasión, el porcentaje de migrantes que recibe Europa es similar al de cualquier otro momento del último medio siglo. Y, por otra parte, la inmigración irregular es solo el 10% de la total, que ingresa en nuestros países  mayoritariamente por vías legales y acordadas, lo que implica que empresas e instituciones cuentan con los migrantes y los incorporan normalmente a las relaciones laborales y económicas, aunque también cuentan con un porcentaje de clandestinos dispuestos a trabajar a bajo coste. Pero son estos, los migrantes “sin papeles”, el pequeño porcentaje de los que tratan de cruzar el Mediterráneo, quienes en el imaginario común representan a la mayoría de la inmigración que recibimos y que supuestamente inunda nuestro territorio en cantidades inasumibles.

Las migraciones son y serán constantes. Ni los agentes económicos ni los gobiernos tienen realmente interés en que no haya más inmigración, pues saben bien que juega un papel muy importante en el desarrollo y en el crecimiento económico, aunque a menudo susciten el miedo o utilicen la cuestión con “fines electorales”.  El desafío político es el de imaginar un mundo no construido “sobre el modelo del apartheid, con una parte de la población mundial aislada en una isla de prosperidad, protegida por barricadas, y del otro lado, el resto del mundo en la pobreza total, en la guerra”. Es evidente que se trata de una cuestión compleja y problemática que requiere una reflexión a medio y largo plazo y un diseño cuidadoso de políticas públicas en Europa y en España. Pero nos encontramos en la situación menos adecuada para emprender esa reflexión y para discutir las políticas posibles. Nos encontramos ante un estado de opinión dominado por la convicción de que estamos sufriendo una invasión de inmigrantes irregulares . Y esto es grave porque quienes creen estar siendo “invadidos” es lógico y hasta razonable que sientan inquietud o temor. Las preocupantes actitudes que observamos ante la inmigración no se basan tanto en  un sentimiento irracional de rechazo, odio, xenofobia o racismo hacia los migrantes africanos, sino más bien en una percepción y una creencia irracionales y peligrosas por los afectos que razonablemente suscitan y por cómo esos afectos son conducidos y transformados políticamente.

¿Cómo se forma esa percepción mayoritaria? Pensemos en qué reciben los públicos a través de los medios.  La inmigración es un asunto permanente en la información de actualidad, pero un asunto que se presenta en una única forma: noticias sobre llegadas de inmigrantes a nuestro país o a otros países del sur de Europa acompañadas de imágenes impactantes de barcas casi desbordadas de africanos o de las altísimas vallas de Ceuta y Melilla con grupos de hombres de color trepando a ellas para tratar de superarlas. El foco de la información está siempre en la afluencia de personas a nuestra tierra (llegan /mueren al tratar de llegar a las costas X personas; X número consigue superar la valla de Melilla; hay más, o hay menos, llegadas que otros años…), una serie de “llegadas” totalmente descontextualizada, carente de datos sobre la proporción entre entradas que recibimos y que necesitamos, por ejemplo, o entre entradas de migrantes regulares e irregulares. Son escasos los artículos de personas expertas  o de centros de estudio sobre este asunto y, en cualquier caso, no interfieren con el sentido  básico que transmite el continuo goteo de noticias de llegadas: los inmigrantes africanos acuden en masa y sin cesar a nuestra tierra.

Porque algo que no puede dejar de incidir en la percepción de los públicos es la permanencia y la frecuencia con que esas noticias e imágenes de llegadas en masa de inmigrantes irregulares aparecen en los medios. Por poca atención que una persona ponga en los medios periodísticos, por poca información que reciba, ésta estará siempre trufada por las noticias e imágenes de esas llegadas. Hemos observado por ejemplo que en un mes, julio de 2018, El País presenta 14 fotografías de barcas repletas de migrantes de color. Una media casi de una cada dos días, aunque no se distribuyen así, pues hay reportajes con varias de esas imágenes y días seguidos sin ninguna de ellas. Y hay meses con mayor número de este tipo de noticias que otros. Pero el bombardeo de esta noticia es constante en la agenda de todos los medios y espacios de información de actualidad. Es este bombardeo que se mantiene desde hace años, e incluso alguna década, el que inevitablemente transmite la sensación de que nuestra tierra está siendo invadida por una continua y masiva afluencia de inmigrantes africanos. 

Hablamos de masa y de masiva afluencia sobre todo debido a las imágenes que acompañan a este tipo de noticias, además de que siempre se trata de un número, un grupo de inmigrantes que trata de llegar al mismo tiempo. Pensemos en las imágenes: una barcaza desbordada de cuerpos jóvenes de color se dirige a nuestras costas, o a las de otro país del sur de Europa; un grupo de hombres oscuros ha trepado a la valla de Melilla, o está atrapado tras una valla en otro lugar. Son tan “mediáticas” estas imágenes que ilustran incluso los escasos artículos dedicados a desmentir los mitos o bulos sobre la inmigración. Si esas imágenes reaparecen de forma regular y constante en los medios desde hace años es debido a que son muy apetecibles para los medios. Son fotografías dramáticas, inquietantes, que atraen nuestra mirada. Y ese es  un interés básico de los medios de comunicación: captar la atención del receptor. Por cierto que muchos de esos medios no pretenden sugerir que la inmigración sea una amenaza, pero, aún inadvertidamente, lo hacen.

Un estudioso de la imagen, Aby Warburg, hablaba de pathos formel, cuando diferentes imágenes transmiten una misma fórmula pasional (él se refería a las varias representaciones de la joven ninfa o del dios Atlas soportando el peso del globo terráqueo). Cada nueva imagen que aparece en las noticias de un día mostrando la barca repleta de personas de color es para sus receptores una más en el rosario de imágenes e informaciones sobre llegadas de inmigrantes. Cada imagen es la reaparición de un único motivo, una llegada continua e inagotable de la que, como ocurre con la mayoría de asuntos que frecuentan la agenda mediática, el público apenas sabe nada más que lo poco que ve una y otra vez: siguen llegando, en este caso. Los receptores la perciben como la repetición de algo que ya han visto y que, según temen, seguirán viendo, algo que comunica siempre las mismas inquietantes emociones de temor y rechazo ante una multitud desbordante de extraños que quieren ser acogidos por nosotros, pero que nosotros no podemos acoger. 

En el grupo de ocupantes de la barca apenas vemos los rostros, los expresivos primeros planos a que nos han acostumbrado el cine y la fotografía, que nos ponen ante la emoción de otro humano de modo que es difícil no sentir empatía. Vemos por el contrario un grupo compacto, la horda, índice y anuncio de la masa por venir. Vemos en ellos lo caótico y explosivo de las masas de fuga, su potente empuje hacia la salida. Y también la determinación, la tozudez, de la esperanza, la firmeza de quien sabe esperar (son masas de fuga y de esperanza, diría Canetti). La barca misma es la imagen de lo que está por desbordarse, el pequeño reducto a flote en el ancho mar, saturado de humanos apretados y demasiado ansiosos por alcanzar un sueño. Esa barca viene del caos y trae el caos consigo. Trae un grupo de personas sin vínculos entre ellas, sin organización, casi una manada que avanza unida solo por el objetivo común, llegar. Una pequeña horda de personas arrojadas y resueltas que parecen dispuestas a todo y seguramente a infiltrarse entre nosotros.

Es una fotografía extraordinaria y patética que nos pone ante un mundo humano que nos es completamente extraño, pues nadie de “nuestro mundo” viajaría así. Fijamos en ella la mirada preguntándonos qué mueve a esas personas a apiñarse en una embarcación hasta casi desbordarla para viajar así. Su precariedad extrema es claramente visible en el contraste entre el inmenso mar y la pequeña barca saturada lanzada a surcarlo. Viniendo de África hacia Europa en esa frágil embarcación al límite de su capacidad afrontan grandes peligros, de hecho sabemos que hay un elevado número de muertos en esas travesías. Barruntamos que si se lanzan a tales peligros es porque huyen de algo peor que el riesgo de muerte. Huyen de lo peor, de un caos que no imaginamos pero que suponemos propio de sus lugares de origen, de donde seguramente muchos otros querrían también huir. Es su experiencia, su conocimiento de lo peor, lo que les empuja a la fuga y a la esperanza de hallar aquí algo mejor. 

Podemos comprender la forma que adopta el sentir individual del receptor, las emociones de quien percibe que nosotros somos la esperanza de esos migrantes. Entendemos que nos atribuyen (atribuyen a nuestro territorio, nuestro mundo) un enorme poder para transformar su desdicha en bonanza, pero nosotros sabemos cuan ilusoria es esa esperanza, cómo la desdicha, la precariedad y la pobreza abundan entre nosotros sin que hayamos encontrado el modo de atajarlas. Pensamos quizá  que el poder que nos atribuye su esperanza no es sino una quimera que oculta nuestra impotencia y seguramente sentimos que no podemos acogerlos. No podemos salvarlos ni salvarnos. No podemos tampoco permitirnos la empatía o la compasión, por el sencillo motivo de que son demasiados, son parte de una progresiva invasión (como mostrara magistralmente Hitchcock, un pájaro es un ser amigable para el humano, una multitud de pájaros se transforma fácilmente en una horripilante masa de acoso). 

El sentir básico es el miedo razonable de quien cree estar siendo invadido en su territorio sin que las autoridades y los gobiernos de cualquier tendencia hayan hecho nada eficaz durante años para remediarlo. Y esta es otra faceta que complica los afectos que suscita el asunto: una sensación de impotencia colectiva se desprende del hecho de que llevamos varios lustros viendo este espectáculo de invasión paulatina, el goteo continuo de grupos de seres oscuros y precarios llegando a nuestra tierra. Sentimos la impotencia, en primer lugar, de nuestros gobernantes (algo que tiende a favorecer el rechazo a “los políticos”, o la política en general, siempre azuzado por la derecha radical) y también la impotencia personal asociada al supuesto poder propio de acoger a una multitud que nos desborda. Unos sentimientos penosos de los que cualquiera querría verse libre, como comprenden muy bien quienes proponen transformarlos en formas abiertas y beligerantes de rechazo, odio, indignación y afán por acabar rápidamente con ese insidioso problema.

Esa forma que adquiere la emoción de los públicos se percibe en  las confrontaciones electorales y en las ocasiones en que los gobiernos europeos rehúyen acoger a unas pocas docenas o centenas de migrantes rescatados en el Mediterráneo. Muchas personas se sienten incómodas ante la falta de empatía, solidaridad o compasión. Quizá también avergonzadas por la dejación de los derechos humanos, empezando por el deber de auxilio y el derecho a la vida, y furiosas porque nuestra sociedad carezca de recursos políticos para resolver un problema grave en el plano humano pero solucionable en el orden práctico. Pero importa comprender que una buena parte de la población reacciona en estos casos no ante unos seres humanos sino ante los-inmigrantes-que-vienen-en-masa. Y esa percepción de los inmigrantes como masa invasiva es el resultado lógico del montaje que produce cada receptor en su imaginación a partir de lo que percibe sobre un asunto, en este caso casi sólo noticias de llegadas de inmigrantes precarios e imágenes de masas que están continuamente viniendo a nuestra tierra. 

La sensación de invasión es lógica en un público nutrido por esos reiterativos mensajes mediáticos y el consiguiente miedo tiene mucho de razonable. Quienes quieren, queremos, hacer valer la perspectiva de los derechos humanos hemos de contar con este prejuicio de masa asociado a la inmigración, bien asentado en las percepciones de amplios públicos. Los políticos lo saben y por ello, o promueven el miedo y el odio a los inmigrantes y hacen de ello su bandera, o, en la perspectiva contraria, callan temerosos de entrar siquiera en una cuestión tan contaminada a favor de las pasiones xenófobas.

La inmigración nos pone ante la cuestión de la percepción pública, común, de algo. Sabemos bastante bien cuáles son las consecuencias de que  la inmigración sea percibida del modo en que actualmente lo es. Para la población europea implica el triunfo de los discursos del miedo y la xenofobia, sin que nada los contrarreste eficazmente. Para quienes vienen, como fueron nuestros abuelos a otros países y continentes, a “buscarse la vida”, esa percepción supone un peligro de muerte (son miles los que cada año mueren en el Mediterráneo). El miedo  se convierte en odio cuando esos sujetos, los inmigrantes irregulares, son transformados en culpables de todos los males que sufrimos. Cuando hay inquietud ante los problemas de precariedad  y de incertidumbre ante el futuro, lo más fácil es señalar a alguien (preferiblemente extranjero o “extraño”) como culpable. Así en no pocos discursos los inmigrantes encarnan el rol del chivo expiatorio, un mecanismo milenario de desvío de la atención y la emoción que sigue mostrándose peligrosamente eficaz. Utilizada de este modo, la cuestión de la inmigración tiene un enorme potencial para suscitar el miedo de amplios sectores, la belicosidad de la extrema derecha, y para desviar fondos hacia la industria de la seguridad (agentes,  armamento, vallas, campos de internamiento, sistemas de identificación y control). La cuestión puede redefinirse para amplios sectores del público como un problema de seguridad (nos invaden, debemos contenerlos) y de identidad (son muy diferentes de nosotros y son demasiados, borrarán nuestra identidad). Ellos, convertidos así en peligrosos y en enemigos, tienen el poder de unirnos. Como suele ocurrir, el conflicto con otro nos hace sentir nuestro propio valor y el peligro en que se encuentra nuestra identidad. Este fantasma de la colectividad amenazada incluso en su identidad está presente en la escena política como un monstruo dormido que fácilmente podría despertar, presupuesto en el temor con que la mayoría de los responsables y representantes políticos eluden afrontar la cuestión. Por eso es justo decir que el asunto está monopolizado en la esfera pública por el discurso de la extrema derecha.

La tarea a realizar para que nuestras sociedades puedan abordar las cuestiones relativas a la inmigración de forma razonable pasa fundamentalmente por la comunicación (aunque contrarrestar la alarma social creada y tratar reflexivamente este asunto requerirá seguramente el esfuerzo de diferentes instituciones y saberes sociales). No sería la primera vez que los medios hayan debatido sobre su proceder, se hayan cuestionado y auto-regulado a partir de argumentadas reflexiones colectivas. Ante esta grave cuestión es preciso que consideren que la imagen del grupo de africanos en una barcaza, atrapados tras una reja o trepando a una valla, es una imagen tóxica, una imagen que inspira temor y rechazo ante unos seres percibidos como una masa desbordante de extraños que no podemos acoger. Sugeriríamos evitarla o, en caso de incluir alguna fotografía de ese tipo, acompañarla de un gráfico que haga ver, por ejemplo, la diferencia entre el número de migrantes que recibimos y los (muchos más) que, a juicio del FMI, necesitamos. Al periodismo serio le compete reflexionar sobre el tratamiento absolutamente limitado y efectista que se hace de la inmigración; sobre el porcentaje abusivo de noticias e imágenes de “llegadas” en masa que generan la percepción distorsionada de una imparable afluencia o invasión de “irregulares”, con los sombríos sentimientos que esto conlleva; sobre la clara desproporción entre esa sobreabundante información sobre llegadas y el conjunto de aspectos de la migración, unos positivos, otros problemáticos, que es importante aprender a pensar, sentir y gestionar.

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Autora >

Cristina Peñamarín

es catedrática de Teoría de la Información de la Universidad Complutense de Madrid.

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Zaira García

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