Tribuna
La patria contra el feminismo
Una parte de la extrema derecha utiliza la lucha contra la ideología de género para reforzar su idea de nación excluyente
Nuria Alabao 2/10/2019
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Hoy se están produciendo campañas anti género donde movimientos fundamentalistas y partidos ultra se dan la mano en varios lugares del globo, por ejemplo la virulenta batalla contra el aborto en Argentina y otros países latinoamericanos. El concepto paraguas que lo permite es el de la “ideología de género”, eso que el obispo polaco Tadeusz Pieronek definió como algo “peor que el comunismo y el nazismo juntos”. De él se ha hablado bastante en medios, por lo que ya sabemos que salió del Vaticano y que la extrema derecha –sus precedentes y primos neocon y los fundamentalismos cristianos– lo utilizan para llevar adelante sus “guerras culturales del género” mediante las que definen un nuevo campo de batalla y luchan contra las conquistas de derechos de mujeres y personas LGTBI.
Desde Europa del Este y Rusia nos llega ahora una novedad discursiva: la vinculación de estas guerras del género con el soberanismo de ultraderecha. En Polonia, sin ir más lejos, el líder del partido en el gobierno, PiS, Jaroslaw Kaczynski ha dicho que el movimiento LGTBIQ constituye “una amenaza” para la nación polaca “y su existencia a largo plazo”. Por su parte, Putin afirma que homosexuales y feministas amenazan los valores tradicionales locales y la identidad nacional rusa. El líder ruso ha encontrado en la agenda de la “familia natural” una herramienta para renovar la imagen de una Rusia fuerte que pueda aglutinar a sus votantes a partir de un retorno al tradicionalismo.
En Polonia, Hungría o Rusia, la ultraderecha acusa a los que promueven los derechos de las mujeres o LGTBI de servir a intereses foráneos o de traicionar a sus propias tradiciones que se convierten así en metonimia de la nación
Es importante analizar los discursos provenientes de otros lugares porque a menudo la ultraderecha mundial comparte argumentario, aunque con diferencias internas. Así, en el soberanismo antifeminista y antiderechos LGTBI, podemos encontrar dos grandes líneas discursivas. Por un lado la necesidad de devolver a la mujer a los hogares –a los roles tradicionales de madres y cuidadoras– con el argumento de evitar la caída de las tasas de natalidad y la “sustitución” de las poblaciones occidentales por inmigrantes. Vox, sin ir más lejos, dice que la baja natalidad en España es consecuencia del aborto, la “crisis” de la familia y la ideología de género, y que la inmigración no es la solución ya que trae “inseguridad”, como afirma el presidente de su grupo parlamentario en Andalucía, Francisco Serrano.
Pero hay otra tesis que sorprende, o no tanto. La novedad en relación a las guerras del género anteriores –las de los primeros 2000– es que en algunos lugares hoy tratan de relacionar los discursos feministas y proderechos con los intereses de las élites globales y el neoliberalismo que se dice combatir. Estas élites liberales –representadas emblemáticamente por Soros– serían las responsables de los malestares sociales provocados por la desigualdad, la pobreza o el miedo de la clase media a su descenso social. Como explican las académicas Agnieszka Graff y Elżbieta Korolczuk, que han investigado este fenómeno en Polonia, las preocupaciones por la familia, las tradiciones, o la sexualidad se vinculan así a las condiciones de vida para oponerse a los valores y derechos liberales. En lugares como Polonia, Hungría o Rusia, la ultraderecha acusa a los que promueven los derechos de las mujeres o LGTBI de servir a intereses foráneos o de traicionar a sus propias tradiciones que se convierten así en metonimia de la nación.
Según estas autoras, cuando se habla de élites en el poder se hace un poti poti donde se mezcla a instituciones internacionales como las Naciones Unidas y la Unión Europea u otros organismos que dicen velar por el respeto a los Derechos Humanos y que se oponen a la agenda ultraconservadora, pero también corporaciones globales como Amazon, Google y Microsoft, empresarios ricos como Bill Gates o Georges Soros, y organizaciones no gubernamentales como la Asociación Internacional de Lesbianas y Gays. Para recuperar soberanía, en cuestión de valores tradicionales o costumbres sexuales, también se reivindica la capacidad de decisión de los países contra los instrumentos del derecho internacional que se consideran “abusivos” –y que se utilizan para evitar vulneraciones de derechos humanos.
De esta manera, los discursos contra la “ideología de género” pueden presentarse como antielitistas, como defensores de la gente común que únicamente quiere sacar adelante a su familia; la gente normal oprimida por una clase dirigente liberal responsable de su falta de expectativas vitales o de su situación económica: los que pagan el precio de la globalización. Mientras, según Graff y Korolczuk, el feminismo se asocia con el individualismo y la explotación “cultural y económica”. ¿Les suena? Sí, se parece a muchos discursos del rojipardismo local cuyos argumentos coinciden aquí con los de la extrema derecha soberanista. En los países del Este estas asociaciones permiten a partidos y políticos –incluso a algunos en el gobierno– conservar un aire de “antisistema” o de defensores del pueblo y de la gente humilde, frente a peligrosos colectivos feministas/LGTBIQ –financiados por oscuros intereses globalizadores–. (Incluso en lugares como Polonia o Latinoamérica donde el feminismo nunca ha sido políticamente influyente –desde luego no una ideología del poder o de la elite política–.) Así, el discurso anti género se ha convertido en un nuevo lenguaje conservador de resistencia a la globalización neoliberal.
Hay que señalar, sin embargo, que esta retórica tiene más dificultades para abrirse paso en los países de Europa Occidental, donde podemos decir que la igualdad de género ha sido integrada mayoritariamente en la identidad nacional. Como en Suecia, por ejemplo, donde para la ultraderecha el hecho de su país sea considerado uno de los países más igualitarios del mundo es funcional a su afirmación de superioridad frente a otras naciones. Curiosamente en España, cuya legislación en muchas de estas cuestiones es de las más avanzadas del mundo, Vox –con su herencia del nacionalcatolicismo– se parecería más en su tratamiento de estos temas a un Bolsonaro o a la extrema derecha del Este de Europa, aunque en ocasiones parece nadar entre las dos aguas.
resulta curioso que cierta izquierda local coincida a veces con la ultraderecha soberanista en que las políticas llamadas “de identidad” son funcionales a los intereses de las élites neoliberales, sin apenas matices
Existen también versiones locales de estas cuestiones, por ejemplo en EE.UU., cuando en las presidenciales del 2017 operó el marco de que el feminismo de Hillary Clinton y las “políticas de identidad” –o de minorías– abanderadas, sobre todo, por los demócratas, y financiadas por los “progres” de Sillicon Valley y Hollywood, estaban perjudicando a los trabajadores varones blancos de las áreas industriales de producción de bienes “materiales”. Mientras se dibujó la imagen de Donald Trump como el político “políticamente incorrecto” que, aunque misógino, o precisamente por ello, es capaz de encarnar “al hombre común” y de representar las verdades de los humildes frente al lobby progresista. Una acumulación de frustraciones con causas muy complejas que acaban condensadas en metáforas culturales utilizadas como herramientas de poder.
Miedos e inseguridad vital después del ‘Fin de la historia’
Aunque se adornen con un discurso “antisistema”, las propuestas de estos líderes de las nuevas extremas derechas tienden a poner en marcha gobiernos de carácter fuertemente autoritarios y antidemocráticos que, sin embargo, pueden ser absolutamente funcionales al capitalismo global, por ejemplo cuando refuerzan la estratificación del mercado de trabajo al restar derechos a inmigrantes o a mujeres. Por ahora su antielitismo no pasa de declaraciones de intenciones y su soberanismo se manifiesta más como ataques a las migraciones y alegatos grandilocuentes que como medidas económicas efectivas de defensa de las mayorías. Es evidente que se apoyan en una inestabilidad vital real que, hundiendo sus raíces en cuestiones económicas, tiene su correlato en malestares identitarios. Malestares que también están relacionados con la indeterminación que acompaña a los cambios sociales en las formas de vida –transformaciones de la relaciones entre los géneros o la forma de vivir la sexualidad– que han sido consecuencia de otras luchas, esta vez la de los movimientos que tuvieron su semilla en la revuelta del 68: feminismo, luchas LGTBI, etc.
Como explica Christine Delphy, desestabilizar los roles de género puede tener consecuencias más inquietantes de lo que puede parecer y para muchos supone un ataque a la propia identidad, a las coordenadas que organizan su mundo y las relaciones sociales. El pánico moral se ha demostrado un potente movilizador social. En este cóctel de malestar económico y cultural que afecta a una parte de la población del planeta, determinados lobbies, intelectuales y políticos ultras han encontrado en el reforzamiento de la familia tradicional heterosexual y en la fijación de los roles de género asideros identitarios –y potentes motores para sus proyectos de poder–. Ya sean opciones neoliberales o soberanistas, todos ellos utilizan las guerras culturales del género como una manera de representarse en el espacio político y de definir una lucha que consigue aglutinar las obsesiones del conservadurismo cultural.
Es difícil ser madres o sostener familias en estas condiciones de explotación y de pobreza. Pero las soluciones no son más nación y más tradiciones, sino más feminismo y más libertad
Por eso resulta curioso que cierta izquierda local coincida a veces con la ultraderecha soberanista en que las políticas llamadas “de identidad” –en referencia a la lucha feminista y LGTBI– son funcionales a los intereses de las élites neoliberales, muchas veces sin apenas matices. Hoy, el movimiento feminista –evidentemente plural y surcado por conflictos de clase– está en primera línea de batalla contra la ultraderecha en todo el mundo, muchas veces sirviendo de catalizador de la oposición a los regímenes autoritarios que esta pretende imponer o frenando la involución de derechos. En mucho de estos países, además, este feminismo tiene un fuerte componente anticapitalista. El feminismo –aunque actualmente en disputa– también implica un proyecto político que busca cambiar al mundo y su orden político patriarcal. Si se quiere defender este feminismo anticapitalista se tiene que intervenir desde dentro del propio movimiento, o desde fuera apoyando a sus segmentos más transformadores o defendiendo sus propuestas frente a los intentos de control del movimiento por parte de intereses de partido, antes que deslegitimando globalmente esta lucha.
Respecto a la cuestión de la familia, es cierto que ha sido problemática para el feminismo y quizás haga falta profundizar más en un discurso alternativo sobre la maternidad. Pero lo que se opone a familia y maternidad no son los derechos de las mujeres –querer trabajar o ser libres–, el verdadero enemigo son los ataques del capital sobre cualquier posibilidad de vida en condiciones. El capitalismo global está destruyendo los vínculos entre las personas y cualquier forma de comunidad y dificultándonos cada vez más la reproducción de la vida. Es difícil ser madres o sostener familias en estas condiciones de explotación y de pobreza. Pero las soluciones no son más nación y más tradiciones, sino más feminismo de clase y más libertad –aquí también entra la familia, las múltiples posibilidades de reinventar esta institución–; y por supuesto, los vínculos que los movimientos y las luchas son capaces de tejer en el camino y las instituciones comunitarias a las que dan lugar. Es decir, atacar las condiciones de miedo y resentimiento social que son la tonalidad afectiva de la que la ultraderecha se alimenta.
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Nuria Alabao
Es periodista y doctora en Antropología Social. Investigadora especializada en el tratamiento de las cuestiones de género en las nuevas extremas derechas.
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