TRIBUNA
El plagio de Manuel Cruz: un problema de integridad académica
Entrecomillar y citar la fuente no es un trabajo hercúleo ni una penitencia onerosa. Es tan sólo una obligación
Ignacio Sánchez-Cuenca 2/10/2019
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En las últimas semanas, el diario ABC ha publicado varias noticias en las que mostraba que Manuel Cruz, catedrático de filosofía y presidente del Senado, ha copiado frases y párrafos de otros autores en diversos libros. Se trata de copias literales en las que ni aparecen comillas ni se remite a la fuente original (véase aquí, aquí y aquí).
Las pruebas son concluyentes: Cruz se apropió de material ajeno sin seguir los protocolos académicos, que obligan a entrecomillar cualquier texto ajeno y a reconocer la procedencia del mismo.
El aludido ha negado enfáticamente haber cometido plagio alguno y su equipo de prensa hizo público un comunicado en el que, lejos de aclarar lo sucedido o pedir disculpas por la copia, se subrayaba su condición de “intelectual ejemplar”, así como su extensa obra (entre otras cosas, 34 libros publicados), como si eso cerrase la cuestión.
Dada su condición de presidente del Senado, es evidente que la cuestión ha estado politizada desde el primer momento. La derecha ha exigido la dimisión de Cruz y ha criticado con dureza el plagio, mientras que desde el Gobierno y desde el PSOE se ha considerado que la información es fruto de una operación de acoso y derribo que no tiene potencia suficiente para erosionar la reputación de Cruz.
¿Es posible realizar una valoración imparcial de este nuevo episodio de plagio más allá de filias y fobias políticas?
Quienes defienden que no hay caso suelen alegar dos atenuantes. El primero es que las copias se produjeron en un manual, en concreto en el libro La filosofía contemporánea (2002). Según parece, en los manuales es lícito copiar. No estoy seguro de dónde procede este curioso principio. Se ha llegado a decir que las editoriales no permiten a los autores seguir los métodos habituales de cita en los manuales. Quizá alguna editorial así lo haga, pero debe señalarse que Cruz tuvo libertad para introducir notas al final de cada capítulo con referencias bibliográficas.
Por si lo anterior no fuera suficiente, hay que subrayar que, aunque los periodistas y muchos analistas hayan hablado de un “manual”, el libro La filosofía contemporánea no parece serlo, por lo que el atenuante no se aplicaría en este caso. La obra, de hecho, fue publicada en la colección “Pensamiento” de la editorial Taurus, en la que, como cualquiera con cultura libresca sabe, no se editan manuales universitarios. Creo que es más correcto decir que se trata de un libro divulgativo, dirigido a un público amplio, culto e interesado en la historia del pensamiento. Aunque los estándares de rigor no sean los mismos para una obra divulgativa que para una monografía de investigación, eso no quiere decir que el autor de un libro, por muy divulgativa que sea su función, pueda apropiarse de textos ajenos. Entrecomillar y citar la fuente no es un trabajo hercúleo ni una penitencia onerosa: es tan sólo una obligación.
Puesto que el diario ABC ha destapado algunos casos más de copia en otras obras de Cruz que no eran manuales, el atenuante deja de funcionar definitivamente en estos otros casos.
El segundo atenuante establece que los textos copiados eran más bien irrelevantes y remitían a información pública y conocida, con lo que el plagio carece de importancia. Por poner una analogía, es como si alguien se escandalizara de que un autor escriba “Italia es una península” sin citar la infinidad de libros anteriormente publicados en los que se afirma tal cosa. Efectivamente, cabe pensar en la mera coincidencia cuando varios autores escriben sobre la condición peninsular de Italia; ahora bien, si la frase copiada, acerca de la carrera académica de Bertrand Russell, dice “la Fundación Barnes de Marion en Pensilvania canceló un contrato de cinco años que le había ofrecido. Regresó en 1944 a la cátedra del Trinity College, donde acabó una de sus obras fundamentales, El conocimiento humano, su ámbito, sus límites”, y el texto en cuestión procede tal cual de la historia de la filosofía de Nicola Abbagnano, tenemos razones para considerar que se trata de un plagio y no de una coincidencia.
De cualquier modo, el atenuante se viene abajo cuando Cruz se apropia, a lo largo de varios párrafos, de una síntesis de las ideas de Karl Popper realizado por dos autores españoles, José María Mardones y Nicanor Ursúa (aquí). Eso ya no es una información secundaria o irrelevante, sino una apropiación deliberada del trabajo ajeno. ¿Qué costaba reconocer la fuente?
A mi juicio, el plagio académico resulta indiscutible, más allá de si es plagio o no según nuestro Código Penal. Otra cosa es la valoración que debamos hacer del mismo. Evidentemente, no es igual robar un paquete de chicles en unos grandes almacenes que llevarse diez millones de euros de una sucursal bancaria. Los plagios de Cruz, en este sentido, son claramente plagios menores. Plagio mayor sería, por ejemplo, lo que hizo el anterior rector de la Universidad Rey Juan Carlos y catedrático de historia del derecho, Fernando Suárez, quien construyó una carrera académica plagiando artículos prácticamente enteros.
Dada la naturaleza del plagio, no parece haber motivo para cuestionar la valía intelectual de Cruz, ni negar la originalidad de sus muchas contribuciones filosóficas. Cruz no es un impostor. Lo que estos plagios ponen de relieve, sin embargo, es una quiebra de su integridad académica. Cruz no ha actuado íntegramente al rellenar sus libros con textos de otros autores sin citar la autoría ni la procedencia. Como digo, eso no resta un ápice de valor a las tesis que Cruz haya defendido en el pasado, ni a las argumentaciones que haya podido elaborar para dar sustento a las mismas; no obstante, supone una mala práctica.
Si en algún ámbito la integridad constituye un valor importante, es en la política. Los ciudadanos tienen motivos para desconfiar de aquellos cargos públicos que no son coherentes con los principios que defienden.
Tanto la reacción de Cruz como el comunicado de su equipo resultan decepcionantes. Precisamente porque se trata de un plagio menor, podría haber intentado el aludido explicar el “descuido”, la “indolencia” o cualquier otra causa posible de estas copias, pero en lugar de eso, siguiendo una tradición bien asentada en la política y en la esfera pública de nuestro país, ha preferido negarlo todo y mostrarse ofendido. ¿No les suena?
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Ignacio Sánchez-Cuenca
Es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid. Entre sus últimos libros, La desfachatez intelectual (Catarata 2016), La impotencia democrática (Catarata, 2014) y La izquierda, fin de un ciclo (2019).
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