Danilo Kis y el poso amargo de la experiencia
Culmina la publicación en castellano de la narrativa íntegra de quien fuera considerado por Susan Sontag como ‘uno de los tres grandes escritores vivos del mundo’
Marc Casals 26/10/2019
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Con el lanzamiento de la novela La buhardilla, Acantilado completa la publicación de la narrativa de Danilo Kis, en su momento el escritor más internacional de Yugoslavia. Salman Rushdie y Susan Sontag le consideraban uno de los autores capitales de la segunda mitad del siglo XX. La judeidad que le transmitió su padre –desaparecido en el Holocausto– despertó en Kis desde su niñez un sentimiento de alteridad indeleble en el que situaba el origen de su vocación literaria. En Yugoslavia, Kis se sentía atrapado entre dos reduccionismos: el comunista y el nacionalista, ninguno de los cuales poseía los mimbres para trenzar la sociedad abierta que anhelaba. Reacio a la ideología, a la que desdeñaba como una falsa conciencia, buscaba un anclaje en el mundo a través de la escritura, aunque por su desarraigo se identificaba con el mito del Judío Errante. Su obra rinde homenaje a las víctimas de los totalitarismos en el siglo XX: “En cierto sentido, mis libros son cenotafios, tumbas vacías erigidas en su memoria”.
La infancia de Kis quedó marcada a fuego por el Holocausto. Su padre era un judío húngaro secularizado, y su madre, una cristiana ortodoxa originaria de Montenegro, de forma que, al nacer, sus progenitores adoptaron una solución salomónica: le inscribieron como judío en el padrón sinagogal y le pusieron el nombre montenegrino de Danilo. Tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial, Hungría ocupó la población de Novi Sad, donde vivía la familia, y promulgó leyes raciales contra los judíos. Temiendo lo peor, los padres de Kis le convirtieron al cristianismo ortodoxo mediante un bautizo apresurado que le salvó la vida. Las tropas húngaras organizaron una masacre de serbios y judíos en Novi Sad de la que su padre, Eduard, se libró por una contingencia macabra: cuando aguardaba a ser fusilado a la orilla del Danubio, el hoyo que los perpetradores habían abierto en la superficie helada del río para arrojar a los muertos se atascó de cadáveres, contratiempo que obligó a detener las ejecuciones. Con apenas siete años, Kis contempló el cuerpo inerte de varios compañeros de juegos de su calle y siempre recordaría la matanza de Novi Sad como el inicio de su vida consciente.
La familia intentó escapar del hostigamiento trasladándose al pueblo natal de Eduard en Hungría, donde vivían en condiciones precarias: habitaban una cabaña con suelo terrizo y Danilo compartía un mismo par de zapatos con su hermana Danica, de forma que los días de lluvia solo uno de los dos podía ir a la escuela. El hambre, el miedo y la humillación por ser mitad judío en un clima social antisemita despertaron en Kis el ansia por esclarecer su relación con el mundo y, con el tiempo, atribuiría a este desamparo de infancia su vocación de escritor. Cuando la Alemania nazi ocupó Hungría, los judíos del país fueron deportados a los campos de exterminio, incluido su padre, cuyo rastro se desvaneció para siempre en Auschwitz. Los tres libros de Circo familiar, que reúnen las evocaciones infantiles de Kis, aspiran a reconstruir tanto el mundo de su niñez como la figura paterna antes de que los engulla el olvido: “Y todo lo que sobrevive a la muerte representa una pequeña y miserable victoria sobre la eternidad de la nada, una prueba de la grandeza del hombre y de la indulgencia de Yahvé”.
Danilo compartía un mismo par de zapatos con su hermana Danica, de forma que los días de lluvia solo uno de los dos podía ir a la escuela
Tras pasar el resto de su infancia en Montenegro, Kis se trasladó a Belgrado para iniciar sus estudios de letras y se integró en los ambientes noctámbulos de la capital: “Insistí, de forma estúpida e innecesaria, en descubrir el secreto que esconde la bohemia”. Acaparaba el protagonismo en los encuentros de trasnochadores, acompañándose a la guitarra mientras entonaba –con honda voz de barítono– tonadas gitanas, romances húngaros, canciones balcánicas y clásicos de la chanson. Bebía en ayunas, encendía un cigarrillo tras otro y tenía querencia por el donjuanismo, facilitado por su pelo revuelto y su estampa a medio camino entre Keith Richards y Jean-Paul Belmondo. El único ingreso con el que contaba en aquella época era la pensión de su padre, que solo le llegaba para alquilar una cama en la residencia universitaria local. Si, en el fragor nocturno, perdía el último autobús desde el centro, se acogía a la hospitalidad de crápulas a los que había conocido apenas horas antes o bien dormía tirado en el suelo de la redacción de una revista en la que colaboraba como editor.
Durante una estancia como lector universitario en Burdeos, Kis se encolerizó con la izquierda francesa por su complacencia con el estalinismo, aun cuando ya se tenían más que sobradas noticias acerca de las purgas y el gulag. Para socavar su dogmatismo impermeable al argumento, Kis escribió Una tumba para Boris Davidovich, la obra que le valdría su consagración internacional. Mediante biografías fragmentarias –compuestas según el modelo de la Historia universal de la infamia de Borges–, Kis relata el destino de varios comunistas que perecen devorados por el mismo orden que habían contribuido a levantar. En Una tumba para Boris Davidovich, el fervor ideológico se entrevera con el crimen, las pulsiones destructivas se subliman a través del anhelo utópico y la vida humana se ofrenda sin vacilaciones en el altar de la Causa. Más allá de la frivolidad de los izquierdistas franceses, Kis escribió el libro porque consideraba que la Humanidad había tocado fondo con los campos de concentración, sin hacer distingo alguno según si eran nazis o soviéticos. Sus Consejos a un joven escritor –publicados hacia el final de su carrera– incluyen una exhortación tajante: “A quien diga que Kolima es diferente a Auschwitz, mándalo al diablo”.
lamentaba que solo se le valorase por tratar “problemas político-exótico-comunistas”, mientras que los asuntos universales quedaban reservados a los escritores de las “grandes culturas”
En la Yugoslavia de los años 70, los ataques al estalinismo se interpretaban como una crítica encubierta al régimen, por lo que se levantó una enconada campaña contra Kis bajo el pretexto de una acusación de plagio. Para defender su uso de documentos reales –en una tradición cuya genealogía trazaba desde Borges hasta Flaubert–, Kis escribió una airada Lección de anatomía donde evisceraba los argumentos de sus detractores. Sin embargo, según él los ataques no tenían tanto que ver con sus procedimientos narrativos como con una entrevista en la que había denostado el nacionalismo balcánico, según él una categoría negativa del espíritu que vivía en la negación y de la negación, sintetizada en la fórmula: “Nosotros no somos lo mismo que ellos”. Por sus raíces judías y su infancia nómada, Kis estaba persuadido de la relatividad de los mitos nacionales y su visión del mundo era cosmopolita y eurófila. Con la perspectiva que otorga el desmoronamiento de Yugoslavia, Lección de anatomía se lee no solo como una diatriba literaria, sino también como la denuncia precoz del nacionalismo que empezaba a filtrarse por las resquebrajaduras del sistema y que generaría inopinados virajes entre la intelectualidad serbia con el ascenso de Slobodan Milosevic.
Hastiado de las conjuras de los cenáculos belgradenses, Kis obtuvo una plaza como lector en la Universidad de Lille y en el año 1979 se marchó de nuevo a Francia. Tras instalarse en un barrio obrero de París renunció a la aureola de disidente del comunismo, si bien eso no fue óbice para que sus libros alcanzasen la fama internacional: Penguin lanzó en inglés Una tumba para Boris Davidovich en edición a cargo de Philip Roth; Susan Sontag le elogió como uno de los tres grandes escritores vivos del mundo, y el ministro de Cultura francés Jack Lang le confirió la dignidad de Caballero de la Orden de las Artes y las Letras. Pese a las lisonjas del establishment intelectual, Kis se mostraba desilusionado por el encasillamiento que sufría por ser un autor de “la otra Europa”: lamentaba que solo se le valorase por tratar “problemas político-exótico-comunistas”, mientras que los asuntos universales quedaban reservados a los escritores de las “grandes culturas”. Al mismo tiempo, escribir sobre cuestiones apolíticas le despertaba una sensación de futilidad, como si estuviese desperdiciando su tiempo o, aún peor, “traicionando algo más importante”. Kis se sentía atrapado en esta contradicción, que juzgaba irremediable para los autores de Europa del Este: “La política es nuestra desgracia”.
Escribo, pues, porque estoy insatisfecho conmigo mismo y con el mundo. Y para expresar mi insatisfacción. ¡Para sobrevivir!
Durante un viaje a los Estados Unidos, Kis acudió al médico por una tos persistente y le fue diagnosticado un cáncer de pulmón. Al cabo de una vida de encadenar cigarrillos, se mostraba pesimista y acongojado e incluso algún amigo le oyó lamentarse: “Me he fumado mis pulmones”. Después de sufrir una metástasis en la columna vertebral, falleció con 54 años, la edad que tenía su padre cuando fue deportado a Auschwitz. Kis era ateo desde la adolescencia, cuando la contemplación de la lastimosa agonía de su madre –también por un cáncer de columna– le privó de toda fe en Dios. Por eso sus allegados se quedaron atónitos al revelarse que el autor había dispuesto que su funeral se celebrase según el rito cristiano ortodoxo, gesto que interpretaron como un reconocimiento póstumo a la religión que le había salvado de los campos de exterminio. Sin embargo, el pujante nacionalismo serbio no dejó pasar la ocasión de cobrarse la pieza, por tratarse de un escritor laureado y, para mayor regodeo, adalid del cosmopolitismo: las exequias de Kis fueron oficiadas por un obispo cercano a Slobodan Milosevic que llegó a alardear ante los medios de haber ejercido como su director espiritual.
La buhardilla, publicada por Acantilado en traducción de Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pistelek, es una novela satírica en la que Kis se burla sin piedad de su época bohemia: el protagonista es una parodia del artista maldito que se hace llamar Orfeo, enhebra disertaciones pomposas y rasga con escasa pericia el laúd, al tiempo que en la mansarda donde vive “porque está cerca de las estrellas” proliferan las cucarachas y los roedores. Aunque consideraba el libro como excesivamente artificioso, producto de sus ansias de escritor novel por demostrar su talento, Kis afirmaba que en su fondo había “un poso amargo de experiencia” que luego persistiría en el resto de su obra y que intentaba disipar en busca de “una pureza primigenia”. Su convicción de que el descontento con la vida es el motor de la creación se mantuvo incólume hasta el fin de su carrera. En una prosa breve publicada a mediados de los 80 bajo el título ¿Por qué escribo?, Kis expone su credo literario, que se cierra con una proclama en la que la amargura da paso a la exaltación: “Escribo, pues, porque estoy insatisfecho conmigo mismo y con el mundo. Y para expresar mi insatisfacción. ¡Para sobrevivir!”.
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